domingo, 31 de agosto de 2008

Las figuras antes del diluvio


El título del libro de Luis Manuel Pimentel, Figuras cromañonas (Mérida: Caminos de Altair/Mucuglifo, 2007), parece un juicio sumario. Esa combinación podría interpretarse como una sentencia sobre la poesía y su personal inclusión dentro del género. Visto así, el trabajo poético supondría una actividad casi antediluviana, compuesta por la doble carga de lo lírico y lo narrativo; en resumen, el equivalente verbal del arte rupestre, con sus destrezas y sus limitaciones. Sin embargo, esa lectura tendería a obviar la manera en que los textos del libro se sitúan en el punto intermedio entre la tradición y el cambio que en ella se vislumbra. El concepto de figura representa, justamente, ese espacio donde pasado y futuro se articulan. Unas líneas de la página 7 son claras:


De una figura se podría interpretar la Noción
De una figura se podría interpretar la Vida
De una figura se podría interpretar la Realidad
De una figura se podría interpretar la Ficción
(…)
De muchas figuras venimos y somos por los siglos de los siglos Figuras cromañonas



Allí leemos la manera en que se expande esa noción hasta que logra abarcarlo todo. Esa declaración cumple el papel de arte poética, expresa sin lugar a dudas el origen del libro y, a la vez, su lugar de llegada. La figura es, simultáneamente, mito de creación y utopía, señala el emplazamiento del arquetipo universal de la Poesía y su advenimiento en poemas singulares. Como el aleph de Borges, la figura contiene fragmentos entrevistos en la historia, el fugaz y rotundo asomo del presente y variadas adivinaciones. De allí que Pimentel recurra, con semejante indistinción, a complejos recursos.

En Figuras cromañonas, la escritura pasa con facilidad de lo sentimental a lo teórico y a lo descriptivo, con referencias a la lingüística y al surrealismo, por ejemplo. La confesión amorosa puede ser dulzona, como en “Sueños del 17” o en “QUIERO (del amor internacional)”, o puede estar sujeta a la reticencia desgarrada, como en “Después del divorcio”. Entre una expresión y otra, Pimentel apela a dicciones abstractas, cuya combinación desmiente el convencimiento de que el diccionario de la poesía se limita, de forma redundante, a términos “poéticos”. Más bien, la dignidad de todo vocabulario se revela aquí como una conformidad circunstancial, sincrónica, meramente pasajera. El título del décimo texto es significativo: “La electromagnética de la no-comprensión y la aplanadora”; también lo es el del vigésimo noveno: “Entrópicos”. Este último poema o figura sugiere la forma de un argumento académico, y se atreve a mezclar las definiciones de las ciencias naturales con las conjeturas de la metafísica. Allí pasamos de la certeza de los hechos al hipotético abismo de la Nada. En otros pasajes, Pimentel nos presenta la veracidad minimalista de la vida cotidiana y también la conmoción de alguien que observa, sin dramas, el paisaje. En todas esas instancias, el libro propone la conjunción del acatamiento a ciertos modos literarios y la continua previsión de la ruptura.

Hay una imagen que refuerza esa interpretación. En el noveno poema o ponueve, “Reflexiones frente al velón”, Pimentel escribe: “resurrección de Cristo/Saibaba es su espejo” (20). En ese enlace, a lo que asistimos es a la reconstitución de la imagen, al decreto de su inagotable continuidad. En términos semánticos, lo que hace Pimentel es repetir, sin deliberación, quizá, los procedimientos de la historiografía medieval. Para los Padres de la iglesia romana, la figura era, precisamente, la aparición temprana de Jesús en algunos personajes del Viejo Testamento; Adán era figura de Cristo. Esa lectura les permitía darle relevancia teológica a los primeros libros de la Biblia. En el texto de Pimentel la técnica se amplía, vemos allí que la conexión incluye figuras posteriores, como la de Sai Baba. En el plano textual, esa vinculación entre diversos tipos incluye procedimientos como la parodia y el homenaje, lo que nos permite decir que en Figuras cromañonas hay poemas que son resurrecciones de algún otro. El poventicinco se llama “Alegoría Nerudiana”. En esa parte del libro, la sensiblería de Neruda se convierte en una diatriba personal, la reconvención de la costumbre de fumar. Del original “Me gusta cuando callas/porque estás como ausente”, llegamos a “No me gusta cuando fumo/porque estoy como ausente” (47). La pareja original silencio-ausencia ha sido substituida por otra más pedestre, humo-ausencia. También ha desaparecido la amante que cumplía el rol de audiencia; de ella queda apenas una eventualidad: la voz dice, en relación con esa mujer, “si te viera”. En el espacio desocupado permanece el hombre solitario que se reclama un mal hábito. Como la amante perdida, la lírica de Neruda es una sombra marcada por las posibilidades que le toca cumplir en el texto nuevo; es, en conclusión, una figura.

Figuras cromañonas, de Luis Manuel Pimentel, se funda, pues, en la zona de espejos entre una literatura que no se abandona destruida y otra que es todavía una sospecha.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “La danza”, Pablo Picasso

sábado, 30 de agosto de 2008

Rolando Gabrielli, Los poetas de Chile


La poesía chilena cuenta con su propio pasaporte en el idioma castellano desde el siglo XX en adelante. Si bien podría decirse que en poesía todo está casi escrito, un poema debe buscar y dar sus propias señales. Explicar un poema es como hablar del silencio, porque si es verdadero tiene más de una respuesta en sí mismo. Los poemas son para los lectores y nadie mejor que ellos pueden responder por el texto que tienen enfrente. Un libro se sostiene en el tiempo por las lecturas que de él hagan las personas que lo escogen. La palabra puede superarse en el tiempo a sí misma, pero nunca será igual a cuando fue escrita. Poesía podría ser lo que nunca antes se había escrito. Son tantas y ninguna las definiciones como poemas que aún no se han escrito. Me gusta la definición de Ezra Pound: poesía es el lenguaje cargado de sentido. ¿Qué motiva a escribir poemas a las personas que suelen llamarse poetas? Es una manera de observar e interpretar el mundo, a la gente, a lo que a uno le rodea, ve y toca, el silencio y la soledad. La palabra es una aventura en sí misma. El poema es un mapa. La textura del poema es la variante de la palabra en el lenguaje que adquiere definitivamente una forma y contenido inseparables. Un libro suele ser un conjunto de poemas más o menos armónicos en su temática. El poema es una búsqueda a partir de la página en blanco, y en un principio se constituye en una idea vaga que lentamente adquiere una forma real. El poema es el cuerpo a través del lenguaje que es su experiencia. Cuando ha cristalizado la idea, el poema ya no nos pertenece, adquiere vida propia. Un poema es un poema, tal vez, cuando al leerlo pareciera escrito por otro. Eso me dijo Jorge Teillier una primavera en Santiago.

Los poetas de Chile (Bogotá: Agua fresca, 2007) nació como un libro experimental, un juego, un homenaje a la poesía chilena y a algunos poetas conocidos con los que compartí la vida, el vino y la poesía, una época. En 2002 comencé a rayar los primeros borradores que intentaron interpretar la poesía y al hombre o mujer que había escrito una obra poética singular, significativa. El libro se desarrolló sin ninguna solemnidad, ni compromiso, humor, vinculación poética y todo lo personal, discrecional de mi propia visión. También es un ejercicio para ir ingresando a la “chilenidad”, si en verdad existiera, pero sobre todo a una época, una historia, una ciudad, un país, a quienes cruzaban la línea de la poesía, en un presente casi anónimo, convulso, idílico, absolutamente impredecible, que concluyó en lo predecible. La línea de fuego puso silencio a la poesía chilena por un largo tiempo dentro de Chile en 1973.

La poesía chilena cuenta con numerosas antologías, críticas personales, interesantes, espantosamente parciales, como ocurre en este género en muchos países, pero Los poetas de Chile no es una antología, no nace como una parcialidad fragmentaria de un todo, ni obedece a una canonización de poetas y poesía. El imán de toda búsqueda está en la orilla, la marginalidad del centro de las cosas, la hondura bajo la superficie, el río, el río que sólo fluye, de orilla en orilla.

Toda selección es arbitraria de por sí, y en Chile hay no pocos poetas originales, interesantes, meritorios, dueños de una retórica propia, cuyas obras se sostienen en cualquier antología, pero este libro no lo es, ni por principio, ni fin. Me motivó también un paseo lúdico por la apuesta en vida y obra de los poetas reseñados, pintados, coloreados en estas 96 páginas. Los poetas de Chile marcaron el territorio en castellano de la poética del siglo XX, dicho y repetido casi como un slogan, y fueron antecedentes de la novelística que se montó en el boom de la narrativa latinoamericana, según han afirmado Cortázar, Carlos Fuentes y García Márquez.

La poesía chilena, que nace de distintos y variados troncos, posee numerosas cabezas, cuerpos de alpinistas que no han cesado de escalar las montañas nevadas de la Cordillera de los Andes, o atravesar el océano Pacífico como buzos solitarios asfixiados, convertirse en ríos silentes, lagos, desiertos, y tan urbana como nosotros mismos, ciudadanos del Tercer Mundo y del siglo XXI, un cristal de acero inoxidable. De origen español (castellano), anglosajón y francés, alemán y de los inolvidables e imperdibles clásicos griegos, la poesía chilena busca su propio centro y se seguirá contaminando a sí misma, como todo lenguaje que aspira a ser verdadero, único, significar y comunicar.

Chile, una pobre capitanía al sur del Virreinato del Perú, país desértico, salino, marítimo, volcánico, de ricos y de productivos valles, con una geografía desmembrada y deslumbrante, lo primero que exportó fue su poesía, más que los vinos, y fue reconocido durante años por sus dos poetas laureados con el Nobel: Mistral y Neruda. No es una frase chauvinista, sino real. Después del 11 de septiembre de 1973, Chile exportó, deportó poetas. Hoy algunos viven aún en Estados Unidos, México, Francia, Canadá, Suecia, Australia, Argentina, Panamá, entre otros lugares, donde vuelve a renacer una y otra vez la poesía.

Treinta y seis poetas integran la primera parte del libro, con su sal y pimienta, pequeña historia, reflejo de su poesía, su tránsito por Chile, de alguna manera. Son poetas jugados en la palabra. La poesía es una obsesión dentro de la escritura y eso lo vi y viví, conversando con Lihn, Millán, Parra. La poesía se hace todos los días, no hay poeta de ocasión ni dominical. Es esencial el humor, la ironía en el retrato de cada uno de los poetas, porque se trata de ingredientes con tradición en la vida cotidiana de Chile y de sus propios poetas.

Bajo el título “Vienen a robar el fuego”, dedicado a los que vienen llegando a la mesa de la poesía con sus manos untadas de espanto/pájaros/sueños locos/insomnes en la página en blanco. “Los días personales” forman un tercer capítulo de esta historia poética, con un extenso poema donde el autor se ubica y relata los acontecimientos después del 11 de septiembre de 1973. Los que se van, el que se queda: la primavera se acerca para ser degollada. Sigue la historia su curso en el zigzag volátil y sangriento de aquellos días, y el poeta se pregunta: ¿La memoria del silencio es eterna? “Epitafio” es el siguiente paso de un carrusel cuyo trasfondo es la poesía de Chile, los días en que la República se fue barranco abajo, pero también un reconocimiento a poetas míticos desaparecidos prematuramente y que si bien forman parte del gran abanico y panorama de la poesía chilena, pudieron ser protagonistas que habrían enriquecido aun más la lírica nacional y del habla castellana. La poesía puso sus muertos antes y después de los tiempos. El “Corolario” de este viaje, reafirma que Los poetas de Chile nacen bajo las piedras en el siglo XX y retoma a los grandes volcanes, pero también fueron magos de pueblo chico/duendes de baquelita/adanes tal vez/porque desnudaron la palabra. Artesanos/fueron quizás/simples organilleros/con sus bombos/y platillos provincianos. El país ya había sido fundado por La Araucana.

El “Epílogo” que ocupa un lugar antes del fin de este libro, es un homenaje al editor argentino Armando Menedín, por esa maravillosa colección de poetas El viento en la llama, que dejó como legado a la poesía chilena, fin del mundo, donde vino a arrastrar su propio poncho la palabra. “Post Chile”, esa sección del poemario se inicia con un poema intitulado “Pregúntale al polvo”. No me crean/no me crean el Tata está vivo, así inicia ese bautismal, fantasmal, infernal poema sobre el “inmortal”, innombrable personaje que fracturó hasta el día de hoy la sociedad chilena. “Santiago del Nuevo Extremo” forma parte de este capítulo, pero sobre todo de la fundación de nuestros primeros pasos. La ciudad fue techo, sueño, santo y seña de la realidad. No más allá de la montaña, no más acá de uno mismo. “Santiago no existe. Es una historia muy larga atravesada en el sur. Un río mendigo y la montaña que hace marco del paisaje. Todo lo demás fue un tiempo para el miedo...”. Se suceden cinco viñetas sobre Chile, Santiago, Neruda y Pinochet, todas en cien palabras, un gesto de la memoria. “En defensa de la poesía” es el título de un poema de una sección que preside una serie de homenajes a poetas chilenos. Flama o flauta, los ratones hacen fiesta, con las palabras de la tribu. Los homenajes tienen todo lo de personal que deben tener, y estos poemas no son una excepción, ni pretenden serlo. Homenajes referidos también a la poesía. Hágase el verso y la luz se hizo, Parra no deja descansar/a los dioses en su Olimpo. Sobre sus cenizas se construirá la nueva poesía. El poema respira libre/el aire/que la página en blanco/le concede/al lector. El gusano de la poesía sigue tejiendo el poema. Finalmente, el libro se cierra con “El lado oscuro”. Poesía, poesía y Los poetas de Chile concluyen con el poema “Mi historia”, de quien escribió el libro.

Las solapas muchas veces hablan. La de la izquierda, subraya que Los poetas de Chile “es un libro sin entrada, ni salida”. La solapa derecha aclara que es un pulso con las lecturas pasadas y futuras, Santiago, los días personales, con los que no conoce el poeta y vienen. La poesía es lo que llevamos puesto, un cuerpo contaminado.



Rolando Gabrielli

Ilustración: “Barrio Concha y Toro”, Humberto Albornoz

miércoles, 27 de agosto de 2008

Un niño creciendo en Sudáfrica: Infancia, de J. M. Coetzee


Conocer y entender un país desde su literatura tal vez sea una pretensión desmedida, sin embargo uno puede acercarse a un país, a su cultura, a su historia desde los discursos literarios que desde éstos se pronuncian. De Sudáfrica sé muy pocas cosas, sé que está muy lejos de mi casa, sé que Nelson Mandela nació en esas tierras, sé que han existido políticas oficiales de segregación racial llamadas “Apartheid”, sé que las cosas no han sido fáciles para los sudafricanos: guerras, injusticias, discriminación, en fin, el lugar común del mundo casi entero; pero también sé que tienen a J. M. Coetzee entre sus escritores nacionales: sin duda un escritor que a cualquier país le gustaría tener entre sus ciudadanos. En su novela Infancia (Barcelona: DeBols!llo, 2004), Coetzee nos narra en tercera persona el mundo visto desde los ojos de un niño blanco que va creciendo entre Ciudad del Cabo y Worcester. Su relación de amor-odio con la madre, la apatía y cierta indolencia afectiva hacia el padre y la familia de éste, la vida en el campo, la escuela y las diferencias de mundos que se tropiezan en ella; las acentuadas disimilitudes étnicas, sociales, culturales, religiosas y lingüísticas existentes en una misma escuela, dentro de una misma ciudad, en la extensión de un país de una complejidad étnica explosiva: “Hay gente blanca y gente de color y nativos; estos últimos son los más bajos y ridiculizados. El paralelismo con el cuento salta a la vista: los nativos son el tercer hermano” (77).

Con la conducción de un hilo narrativo sencillo pero bien forjado, con imágenes puntuales sin los peligrosos excesos nostálgicos a los que puede conducir este tipo de temática de la memoria, Coetzee va armando su novela y construyendo, desde la distancia, la vida de John, el niño de origen afrikaner pero de costumbres inglesas que de Ciudad del Cabo se muda junto a sus padres y hermano menor a Worcester:

Viven en una urbanización a las afueras de Worcester, entre las vías del ferrocarril y la carretera nacional. Las calles de la urbanización tienen nombres de árboles, aunque todavía no hay árboles (7).

Una vez que uno, lector, entra a esas calles con nombres de árboles, pero sin árboles, sigue adentrándose en la ciudad, en la casa y a la vida de esta familia, siguiendo muy de cerca los pasos del pequeño, tratando de llevarle la marcha en bicicleta, sintiendo el frío del invierno entre sus manos y el manubrio, viendo a través de sus ojos a los niños de color, los nativos pobres y descalzos, los afrikaners; tratando de entender junto a él sus usos lingüísticos:

Aun así el lenguaje de los chicos afrikaners es soez a más no poder. Dominan una variedad de tacos muy superior a la suya, relacionados con fok (follar) y con piel (polla) y con poes (coño), palabras que le turban por su contundencia monosilábica. ¿Cómo se escriben? Hasta que no sepa escribirlas no tendrá forma de fijarlas en la memoria. ¿Fok se escribe con "v", lo que haría de ella una palabra más respetable, o con "f", lo que la convertiría en una palabra salvaje de verdad, primaria, sin ancestros? (68)

Coetzee hace referencias constantes a los usos del lenguaje, hecho entendible por dos razones: Coetzee es lingüista y está “enunciando” desde la vasta pluralidad lingüística sudafricana. John, el niño de ascendencia afrikaner (descendientes de los colonos holandeses y germanos que poblaron Sudáfrica en el siglo XVII), pero con crianza y lengua inglesa, vive en un mundo polifónico que a veces no entiende y al que llega a rechazar y detestar:

(…) siempre se habla inglés en casa, y por siempre el primero en inglés en el colegio, se ve a sí mismo como un inglés. Aunque su apellido es afrikaner, aunque su padre es más afrikaner que inglés, aunque él mismo hable afrikaans sin acento inglés, nunca podría pasar por afrikaner (145).

John es un personaje complejo, contradictorio. Curioso y cruel; tirano y débil. Pasa de sentir misericordia por la paliza con que han castigado a un niño negro a sentir desprecio por los afrikaners de pies descalzos y pantalones cortos que estudian en su escuela. Acerca de él se refiere el autor cuando dice: “Él tiene un corazón viejo, oscuro y endurecido” (143). Detrás de John está Sudáfrica, la impronta colonial europea en suelo africano, los remedos de la guerra cosidos con el hilo de las experiencias del padre, los descalabros raciales, la precocidad ambigua y sexual del niño que crece entre las diferencias de blancos, negros, afrikaners; protestantes, católicos y judíos. Detrás de John está Sudáfrica que, aunque tan lejana, se nos hace cercana en sus adversidades e injusticias, en un mundo donde ningún lugar está exento de su toque de miseria.


Carolina Lozada
Ilustración: "Rue Mouffetard", Henri Cartier-Bresson

La poesía y su doble


Parece inevitable repasar Verbos predadores (Caracas: Equinoccio/Universidad Simón Bolívar, 2007) como un ejercicio de reversiones y avances. En este contexto, la palabra ejercicio no tiene que ver con una deseada destreza sino con la pura fluctuación: lo que a Jacqueline Goldberg le interesa es el itinerario—el complejo mapamundi y sus imprecisiones—y no el mero cumplimiento ni el cierre. Leer las declaraciones de la autora al comienzo del libro supone enfrentarse solamente a una posibilidad: “porque defiendo la poesía como proceso, como mirada que sólo desde el presente es capaz de descifrar su voz pasada, es que presento mis libros partiendo del más reciente—hasta ahora inédito, culminado en 2006 y que da título a este volumen—hasta llegar al inicial, editado en 1986” (14). Ese recorrido es unívoco y quizá inconveniente, porque se fundamenta en una ecuación parcializada: la poética como glosa autobiográfica. Esa elucidación retrospectiva tiene, sin embargo, una ventaja: demuestra que en toda época lo personal es inestable. Acatar el proceso que Jacqueline Goldberg propone implica, por eso, una primeriza conmoción; al trastocar el orden de presentación de sus libros, por la razón que sea, ya se nos dice que la cronología no es un valor absoluto, que la genealogía puede ser admitida únicamente como tesis movible. A partir de tal aceptación, no es una destemplanza indicar que Verbos predadores de hecho reivindica el procedimiento que se llamó bustrófedon—un régimen que continuamente apela al intercambio de la portada y del colofón; en fin, lo transitado.

En ese proyecto de lectura, un imaginario punto medio vale tanto como cualquier cota. De los trece libros de poesía de Jacqueline Goldberg, Trastienda (1991) es el número siete; de los veinticinco poemas de esa obra, éste es el número trece:

LLEGO SEDIENTA
buscando algo triste

un bolero
quizá
(247)

La superstición numerológica es menos importante aquí que la gramática. A diferencia de otros textos, en esas líneas la brevedad no es omisión. En los primeros libros de Goldberg, en muchas ocasiones se puede sentir que aquello que parece contención resulta, más bien, escamoteo: lo ausente no es en verdad una sospecha del universo confuso e inagotable, sino la profesión de una literatura retraída. En las líneas citadas hay una narrativa: se logran adivinar el desamor y la dubitación sin necesidad de enfrentar los pormenores de una historia. Hay, además, una simetría en las estrofas y una confrontación de contenidos: al inicio, la seguridad del deseo y la aflicción; después, el titubeo ante el remedio. En el adverbio final se reúne un principio de escritura.

Lo que se pueda revisar a partir de ese hito, en cualquier dirección, a lo mejor confirma algunas intuiciones. En Luba (1988), la trayectoria de una migración se declara incompleta; como su abuela, Goldberg es una extraña cuya herencia ha sido truncada. En fragmentos simultáneamente vitales y verbales se llega a descubrir lo que se es, con toda su carga de sombra y de miedo. En La salud (2002), la parcialidad es orgánica: el cuerpo es una máquina imperfecta, desechable, punible; su descomposición es la mejor señal de una poética que se resiste a la simple eficacia o a la belleza simple. En Máscaras de familia (1991), el futuro es la reiteración de la necedad y el desconsuelo, y el pasado, un simulacro absurdo; el instante en la justa mitad es un estadio crítico, la utopía conformada por la parodia de la ilusión y la nostalgia. Lo que hubo antes se configura como una leyenda indiferente, lo que sucederá puede ser una venganza personal—la materia propia tomando el lugar del mito fundador. Así se define en la obra de Goldberg la depredación.

En libros como Autopsia y Verbos predadores, ambos de 2006, el cuerpo y su fragilidad son el origen de “las resonancias y los balbuceos”. La expresión es de Artaud: con ella compendia algunos elementos que ha de rastrear el teatro en tanto que espectáculo de una tentación. La voluntad de Jacqueline Goldberg no es distinta en las páginas de esos poemarios. La anatomía y el texto son para ella la escena de la peste: “De pronto la boca del poeta se cuaja de larvas” (21). En diversos poemas de título parejo, “Poética”, lo que leemos es justamente el recuento de cierta crueldad sufrida o propiciada: la ferocidad del exilio y la orfandad, del abatimiento y el repudio, del efímero poema. Esas líneas hacen más evidente la abundancia de todos los tanteos, con su carácter de trabajo a la vez revelado y pendiente. Lo que define esos libros es, pues, el doble signo de cuerpo y poesía—de corrupción y de sublimidad. Como buena ilustración, las páginas de Autopsia saben combinar la nota periodística y el Viejo Testamento. La impureza propugnada por la sabiduría antigua es resarcida por eventos más recientes: en una parte leemos la historia de la mujer que convivió por varios días con el cadáver de su hermano. En esa avenencia se puede abreviar la tentación, aceptada, de la labor de Goldberg.

Creo que la profundidad de Verbos predadores, tanto el volumen individual como la colección de libros, consiste en esa apología de la vacilación literaria y somática. De algún modo, en su espacio se le restituye a la ruina su objeto formativo, su impulso de negativa energía constructora: “Toda destrucción es conmovedora, incluso aquella que dormita en los árboles y devasta la honrosa estación de los relámpagos”, constatamos en un aparte de El orden de las ramas (110). Lo que emerge de allí es, contradictoriamente, tal vez, el vigor de la propia defección. Lo que Jacqueline Goldberg pueda haber abandonado se convierte en sistema: un plano acucioso de lo que retorna. Si leemos de tapa a contratapa, si empezamos del centro y nos quedamos, si revertimos cualquier plan elegido, cada vez nos topamos con el oxímoron de la poesía que al desaparecer se queda al descubierto—“un rumor lengua adentro” (55). Por varios años ya, Jacqueline Goldberg ha señalado “el verdor del aniquilamiento”, la fecundidad de todo cataclismo, aun el suyo: he allí su dignidad.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: "Camerata roja", Jacobo Borges

martes, 26 de agosto de 2008

Un acercamiento a Homenaje a la ceniza, de Joan Bernal Brenes


Hace más de un año, desde que leí Homenaje a la ceniza (San José: Perro Azul, 2006) de un poeta del que hasta ahora nadie ha dicho nada, me carcomía el deseo por escribir una nota, una reseña, una crítica. Algo, para mostrar la calidad de su poesía. Sin embargo, me detuve, pues en esas fechas surgió el tema de la polémica alrededor de la antología Sostener la palabra. Entonces, pensé, a lo mejor no le hago un favor a Joan, y más bien logro que caiga una maldición sobre su obra. En la de menos hasta lo acusan de “trascendentalista”.

Así las cosas, pensé en la posibilidad de contactarlo y comentarle que me interesaba escribir sobre su libro. Pasó el tiempo y pareciera que no es fácil de localizar, entonces desistí de consultarlo y hoy decidí darme a la tarea de dedicarle unas palabras a un libro de poesía destacado como pocos (por no decir ninguno). En 1996, Joan Bernal Brenes publicó su primer libro, Pre-monición, en aquellas ediciones del Taller Literario de Francisco Zúñiga. Aquel era un libro escrito en prosa, con una capacidad evocadora y de imágenes de gran fuerza. Se veía el caudal poético que tenía este escritor. No volví a saber de él, hasta diez años después, cuando me encuentro con el excelente libro que aquí reseño.

Homenaje a la ceniza es, entonces, el segundo poemario de Joan. Con unas 130 páginas, casi el centenar de poemas, distribuidos en cinco partes, nos encontramos ante algo que, a falta de inspiración, de un mejor adjetivo o lo que sea, es poesía auténtica. ¿Qué significa decir que algo es auténtico? En un texto de Juan Murillo, sobre una posible antipoesía costarricense, se trazan las líneas o las características de ciertas tendencias de los últimos años en la poesía escrita en el Valle Central. Y en el ensayo se menciona a Joan Bernal, el cual considero calza perfectamente con lo ahí expresado, pero aún más, lo supera con creces, y anuncia otras cosas. Si nos apegamos a esta idea de la antipoesía, y si tomamos en cuenta los prólogos, comentarios o críticas hechos a libros de diversos autores que parecieran compartir algunas de estas perspectivas, en todos se afirma que “es poesía de ruptura”, “transgresora”, “en contra de lo socialmente establecido”, y así por el estilo, lo cual no deja de resultar curioso, porque la poesía, per se, es transgresora, es decir, revolucionaria. Es como decir que los poetas escriben poesía: una redundancia tautológica (para caer en el juego). Si todo ello es así, la duda que surge es: si todos estos poetas son transgresores, ¿cuáles no lo son? Si todos están en contra de lo socialmente establecido, ¿no están entonces todos de acuerdo? ¿No se trata de una mera inversión del orden? ¿No se han convertido en la norma?

Y seguimos. Se habla de estos poetas como adalides de una nueva cultura y de una nueva sociedad, capaces de reflejar el descontento general con una estética llana, sencilla, directa y clara (punk, post punk, goth, suburbana, marginal, etc.). Puede ser, puede ser. Es aquí donde la poesía de Bernal Brenes surge como una verdadera poesía auténtica. En ella la voz del descontento, del desencanto, de la ruptura y de la transgresión no son pose, no son producto de las últimas consecuencias del vanguardismo de la burguesía, no son efecto de la moda, no intentan provocar por provocar, de forma ingenua. Es poesía que huele, más bien, hiede dolor, desgarramiento interno y externo. Es fuerte, agresiva, demoledora en muchos aspectos.

Probablemente, Joan Bernal acumuló demasiados poemas en diez años, y finalmente, ante las dificultades editoriales, los editó en un solo volumen, lo cual le resta, lastimosamente, calidad al conjunto. Pero en estos versos, sigue jugando con la prosa, da un rodeo alrededor de la puntuación. La ironía y la nostalgia, dos características de esa llamada antipoesía, se nos aparecen transfiguradas, y demuestran lo que usualmente es mera decoración: el vacío existencial y el dolor de la pérdida en toda su dimensión. Además, el yo lírico que brota de estas páginas (de condenado, para hacer eco de Rimbaud) se autoflagela, que es mucho más de lo que hacen esos falsos “mártires ciber punk” de nuestra era. Se autoflagela sin compasión: la primera parte se llama, precisamente, “A pan y agua”. En uno de los versos dice: “soy nuevo en el oficio de quererme”. ¿Qué mayor confesión? ¿Qué otro golpe para los libros de autoayuda? Esto sí es crítica de nuestra sociedad y de nuestro tiempo.

yo sé que el expresarse
cuesta hasta el martirio
y si es posible soy un mártir desclavado
y soy el que mendiga un labio cada día


En otro poema, plantea:

Resumo:
en el trabajo
me acostumbré a ser otro
en frente del espejo
solo me veo yo


¿No es acaso esto una muestra que desnuda la verdadera existencia de todas las personas? ¿No es acaso esto mejor que cualquier metafísica?La segunda sección del libro se titula “Luz de aquí”, y en ella asistimos a una cátedra de teología:

Te amo
con conciencia hipócrita
y me atengo
a que me ames bien
Indómito y sincero

En otro poema:

Concédeme Señor esta traición al mundo:
llevar-lleno de mí- la cruz hasta las últimas
y que ningún mortal me ayude en el camino
no quiero que me apartes un solo rato el cáliz

A veces, tanta inmolación realmente llega a doler. El yo lírico acepta un destino de sufrimiento, sabe que es la única manera de alcanzar la cima (¿cuál?). Pero no se crea que se trata de un poeta místico o “pandereta”, pues llega hasta las máximas irreverencias, no contra el presidente, que es muy fácil, sino contra el fundamento espiritual de todo Occidente. Realmente derrumba los templos, aunque en el fondo construya otros. No podía ser de otra manera.

Las secciones tercera, cuarta y quinta se titulan, respectivamente: “Corta reflexión sobre la flor y el hueco”, “Así piensa el solitario (Nietszche)” y “Diccionario auxiliar del desencanto”. En la tercera, aflora el matiz más sarcástico, en la cuarta el más filosófico y en la quinta el metaliterario. Esta quinta, a pesar de tan fabuloso título, es quizá la única parte realmente floja del poemario, pero luego de la avalancha a la que hemos sido expuestos, se puede realmente aceptar como un remanso de tranquilidad.

La edición, como todas las de Perro Azul, es agradable y cuidada en ciertos detalles gráficos, pero como he afirmado en otros momentos, es una pena que no haya cuidado editorial, pues son frecuentes los errores tipográficos. Del mismo modo, un trabajo editorial serio habría aconsejado al poeta, quien como ya dije prescinde muchas veces de puntuación, a vigilar mejor los momentos adecuados para ello, pues a veces se comprende la falta de signos, pero en otras, parecieran simplemente gazapos en el trabajo con los originales. Asimismo, es de reprochar a la editorial el nulo apoyo o exposición que le dio al libro, con mucho, uno de los mejores, sino el mejor, que haya publicado esta casa editorial privada (que no independiente, eso es otra cosa).

Joan Bernal Brenes, de quien no tengo mayores noticias, a lo mejor está perpetrando nuevos textos, con los cuales asombrar, y realmente transgredir el apacible y cómodo clima poético de los últimos años, que por más que haya crecido, le falta aún el azote y la crítica: para hacerlo existir primero, y para hacerlo madurar después. Queda hecha la recomendación: Homenaje a la ceniza puede que defraude a muchos, quienes esperarían encontrar en él los consabidos chistes de la cultura pop de los últimos 15 años. No. Homenaje a la ceniza no hace concesiones a nada ni a nadie (o a casi nadie): es una aplanadora verbal, lírica o cualquier otra imagen que se les pueda ocurrir. Es una apuesta total, un salto al vacío. Es verdadera poesía de ruptura.

Dejo para el final una bellísima adaptación de la forma soneto, para demostrar que ser “moderno” y jugar con la puntuación, no tiene por qué acusar ignorancia. Uno de los pocos poemas con título:

¿Eva flor?

Mi amor así tan solapado
tan de Ana y mío y de nosotros
vengo enamorado de tus manos
Ana y de quererte con sentido
contra el temporal y las campanas
tuyo estoy de ti para tu vida
Ana con bandera Ana sentada
Ana desde mí hacia tu boca
rige claridad Ana a ti misma
esta palidez que llevo a cuestas
brazo que sorprende por su luto
tengo el brazo muerto desde el codo
y Ana me sorprendes por secreta
y Ana por secreta está desnuda

Poesía “moderna”, “actual”; y sin embargo no es sorda, tiene ritmo y musicalidad, como lo tienen muchos poemas del libro. Quizá esto haya pasado desapercibido a quienes lo hayan leído. Quizá esto es un guiño para quienes sí tomamos en cuenta “detalles trasnochados y superfluos” de la estética. Porque Bernal Brenes sí ha tenido que hacer concesiones a la antipoesía, pero son precisamente tales concesiones las que le restan mérito a algunos de los textos. Pero en el fondo se observa un poeta absolutamente original, con la capacidad de crear el mundo de nuevo, o al menos transfigurarlo en el fuego sagrado de las músicas antiguas. Probablemente él mismo firmaría el poema de Nietszche “Nur narr, nur dichter” (“Solo bufón, solo poeta”). Pero también mártir, esclavo, proxeneta, sacerdote, payaso, gurú tragafuego y trashumante, futbolista frustrado, y sobre todo, redentor del verbo, de una palabra ya lejana, ahora rediviva.


Gustavo Solórzano Alfaro

La Azucena Victrola y los mundos oníricos de Stephen Marsh Planchart


La azucena victrola (Mérida: Mucuglifo, 2001) se presenta como una poesía del ensueño, de lo ideal, de lo espectral, la contundencia de las metáforas cargadas en sucesiones imaginativas que van pasando de forma creativa a la traducción del espíritu de Marsh Planchart. Esa visión de ver a la naturaleza como la protectora e indicadora del universo que lo rodea es uno de los puntos que más llama la atención. El uso de lenguaje que va desde la estructura simple, y de pronto nos topamos con versos de un alto estilo poético; a veces logrando retóricas que van desde lo ambiguo y que terminan inmiscuyéndonos en la representación de lo que percibe, de la pureza del ser original, de la mirada limpia.

Declararse amante, amigo, viento, pájaro, árbol, río, noche, luz, mirada, es una seña que recalca en algunas de las 39 páginas en el que consta este poemario. Lo sutil, lo sublime, eso que a veces nos deja inquieto cuando la energía de la montaña nos trasporta a espacios interestelares, allí el poeta es capaz de llevarnos hasta el Altísimo. Con una profunda fe, las creaciones de Stephen Marsh Planchart, van desde la memoria campestre, colándose por la memoria ancestral, hasta llegar a la memoria actual de este tiempo pausado y de pronto se vuelve azaroso. Recaen imágenes a su estilo agreste cuando nos dice: "hablo siempre a las aguas/a estas sordas por su canto/." Con este ejemplo podemos ir más allá de esa claridad poética, de las aguas que nos dicen sus designios pero a veces nos hacemos los sordos, percepciones que se tecnifican entre una guitarra, la música que es capaz de hacer, y la imagen con la llega a entretenerse: el río.

Aparecen triángulos que dialogan con el propósito de hacer poesía, canción y expresión al mismo tiempo. Garganta o voz, como mejor les parezca, hace del poeta formas armónicas y temporales en llenar los espacios escrituales con flores silvestres; en agua de manantial, en caminos y encrucijadas con clara salida, allí al final del túnel donde a veces nos invita, donde el sentimiento se hace carne y debe ser sacado de una liberación que abarrota la garganta; nos invita a pasajes que vuelan a la altura del águila y que tan bien observa, desde esa espacio, preciso e impreciso, la montaña donde podemos aterrizar.

Lluvia y pájaros se encuentran detrás de ese túnel, rodeados de verdes y necesidad de un arraigarse a algo y es La Mano Poderosa quien tendió su mejor árbol para atraparlo. La Azucena Victrola se cose dentro de la poesía venezolana bucólica, cargada de un sentimiento tímido y apaciguado, parece de pronto convertirse en traductor poético del sitio donde duerme.


Luis Manuel Pimentel

Ilustración: “Albaricoque japonés 3 – Un sueño rosa”, Chiho Aoshima

El bululú de las ninfas, José Pulido


Cuando el viejo Epicuro de Samos dialogaba con el placer en las atontadas calles de Atenas acerca de su clasificación de los apetitos, Naiguatá era un uveral quieto y húmedo. A lo mejor en aquella playa solitaria desde siempre hubo un rumor de hembra encendida, de tambores que relampagueaban rituales de incorporación y de sacudimiento. El bululú de las Ninfas (Caracas: Alfa, 2007) es una obra mayor de la literatura venezolana, pero su mayorazgo no es obra del despliegue de pericia sociológica para adentrarse en las profundísimas aguas de la idiosincrasia nacional, que aunque bien lo hace no es precisamente ese el mayor aporte de esta singular (qué palabrita) obra. Tampoco es una obra mayor por particularizar una simbología de esa anarquía caribeña que tanto nos caracteriza como pueblo, aunque también dicha particularización se da. Más bien es una novela para el deleite de los estetas de la palabra, es una obra para la fruición léxica y el deleite silábico. En ella los recorridos de la palabra son un torrente de lo corpóreo y de las sensaciones del almizcle salitroso del que están hechas las emociones. Esta novela clitoriana y estrambótica pareciera ser la constatación de una voluptas léxica que se nos deshace en la boca de lectores. Definitivamente la fruición con que nos incita a leerla, hace de esta obra un banquete. Cierta intrepidez costumbrista con la que ha sido escrita El bululú de las Ninfas la convierten en una fábula del Caribe, con un sabroso irrespeto por las canónicas formas de hacer narrativa en Venezuela.

Esta novela del veterano periodista José Pulido está hecha con una vehemencia artesanal que conmueve por la sola presencia de nuestro más remoto y entrañable imaginario léxico de la infancia. Nada nos es más caro al leerla que la inusitada sensualidad dual que se desborda de la fiesta de corpus christi pero que también se escabulle de esa prosa rochelera que nos muestra Pulido. El pueblo de Naiguatá representa el concierto del placer y el dolor, representa el encuentro casual del florecimiento de la belleza femenina que explota en sensualidad y de la apocalíptica podredumbre que exorciza las culpas colectivas del pueblo. En El bululú de las Ninfas el discurso se amaña, se vuelve un cómplice demasiado fantasioso, demasiado lúdico.

El bululú de las Ninfas es una novela-bitácora donde se construye un imaginario Caribe. Pudiéramos decir con cierta faramallería intelectual que esta novela irrumpe, con su pendencia Caribe, en el lector como queriéndoselo comer. Nada hay más ajeno a estas páginas que la mesura. Ni siquiera cierto detective alemán, que investiga el crimen de una viuda y que ha viajado desde tierras teutonas, logra escapar de esa vorágine costeña. En esta obra la sandunga lingüística hace de las suyas, un sabroseo inquietante abordará a los lectores desde el inicio mismo hasta la última línea. Un ejemplo:

“El sofisticado”

Hubo una época en que Bubute, después de ver una película sobre Casanova, se dedicó a imitar al personaje con gran ilusión. Trataba de moverse como entre fiestas y castillos, entre palacios y recovecos femeninos. Saludaba con inclinaciones de cabeza y pedía perdón por cualquier cosa. Ese fue el mejor intento de todos los que ha emprendido en su afán de enamorar a Antonia, a juició de Anaconda y Yuleisis. Se alisó los chicharrones de la cabeza y se dejó un bigote delgadito que lo transfiguraba en bailarín de tango. Tenía algunas salidas geniales, era caballeroso y delicado. Dicen que en esos días ni siquiera se le conoció eructo o se le escuchó pronunciando sus obscenidades predilectas. Ensayó gestos nobles, no exentos de gracia. Hasta que comenzó a mencionar las cosas, los oficios y los oficiantes con nombres que desataban la burla de propios y extraños. Le decía mondadientes a los palillos, aguas perfumadas a las colonias y otras esencias. Llamaba mozos a los mesoneros y taberneros a los dueños de bares y botiquines. Como Antonia tampoco cedió esta vez ante el cambio sufrido por su enamorado, Bubute fue dejando de lado el perfil de Casanova, no sin antes generar controversias, porque la retirada la efectuó lanzando teorías que causaron resquemor en el seno de la sociedad.

Con esta fábula diletante se inicia uno de los apartes más deliciosos de esta macrofábula. Como Bubute muchos de estos personajes están hechos de palabras, en un sentido literal. Así como Bubute, Antonia, Bernardito y hasta el propio Hans son un temperamento léxico vibrando de discurso. Cada uno de ellos se transfigura en figura lúdica que se entrompa con ese placer que en el Caribe llamamos gozadera, pero también estos personajes se transfiguran en soliloquios nostálgicos, una suerte de carrucha infantil en donde se dan colita el desparpajo y la modorra, la lujuria y la fe. Cuidado lector, no te olvides de “comprar tu botella de lujo, por supuesto anís cartujo” (parafraseada de la canción el “motorizado” de Vagos y Maleantes), recuerda que El bululú de las Ninfas es la impronta de los duendes traviesos del Caribe. Con esta novela seguramente nacerá una generación de sommeliers que paladearán de gusto los matices léxicos que se desprenden del bululú de palabras de esta fábula de la sabrosura.


José Alejandro Moreno Guevara

jueves, 21 de agosto de 2008

"El dolor tiene un elemento en blanco"


La Antología de la poesía norteamericana reunida por Ernesto Cardenal (Caracas: Fundación Editorial El perro y la rana, 2007), parece demostrar que esos compendios son más propiamente conjeturas que irrevocables sentencias. Publicada por primera vez en Madrid en 1963, esta selección tiene la profusa certidumbre de los traductores—José Coronel Urtecho y el propio Cardenal—y no forzosamente la sanción de un sistema. Tal vez esa constatación sea innecesaria, pero si nos guiamos por el redundante señalamiento de omisiones y padrinazgos que acompaña la edición de toda antología, la aclaración puede resultar menos sobrante. Hay quien aún piensa que un amontonamiento de nombres y poemas es un acto de justicia pública, la secuela del natural y previsible arreglo de un canon literario. Ese dogma se basa en una verdad parcial: las antologías son, ciertamente, el predicado de una firma de alguna relevancia, de alguien que cuenta con la certificación de una audiencia, pero esa autoridad no forma el organigrama completo de una literatura—en perpetuos reacomodos y ajustes. Este volumen es, como toda antología, un ensayo, un sondeo de lectura. Los autores que propone no tienen por qué coincidir con los que Jay Parini, por ejemplo, reúne en The Columbia Anthology of American Poetry (1995), que se inicia con los textos de Anne Bradstreet (1612-1672); por su parte, Cardenal incluye, justamente, canciones aborígenes estadounidenses (excluidas del libro de Parini), aunque salta de allí a Poe, y a su vez prescinde de Bradstreet, Phillis Wheatly, Emerson, Longfellow y Thoreau, para nombrar algunos. Esa diferencia es la medida de un gusto y una deliberación.

Al comienzo del prólogo, Cardenal establece los criterios de la obra: la excelencia y la representatividad. La primera supone, de antemano, la calidad de la poesía de Estados Unidos, que alguna vez Cardenal llegó a considerar superior a la poesía latinoamericana. El índice de esta colección reitera todo elogio posible: no faltan los apellidos de Whitman y Dickinson, los de Eliot, Moore, Bishop y Stevens, los de Levertov, Ashbery y Snyder. No siempre la elección de los poemas me resulta acertada, especialmente en relación con los poetas más recientes; quizá me deje afectar por otros repertorios, más puestos al día o a lo mejor más tímidos y repetitivos. Por eso creo que “La gasolinera”, de Elizabeth Bishop, escamotea mayores títulos suyos, como “Asuntos de viaje” o “Pequeño ejercicio”. Sin embargo, esas substituciones no son determinantes. Las treinta páginas dedicadas a Eliot sí contienen “Los hombres huecos”, “El canto de amor de J. Alfred Prufrock” y hasta “East Coker”, la segunda sección de Cuatro cuartetos. De Ezra Pound se traducen incluso algunos Cantos, lo que revela, sin duda, un esfuerzo tremendo y una enorme constancia. ¿Cómo justificar, entonces, la ausencia de los poemas de Poe? Cardenal los declara “intraducibles”, adjetivo suficientemente desmentido por Pérez Bonalde y otros. En su lugar se emplazan unos textos en prosa cortados como versos. Ya en 1937, Borges había censurado, en El Hogar, una arbitrariedad afín cometida por W. B. Yeats con unas líneas de Walter Pater en The Oxford Book of Modern Verse; setenta años después, esa duplicación parece aun más inaceptable. La antología de Cardenal muestra que de hecho los apremios del ritmo y de la rima no son insalvables. Me atrevo a decir que las mejores traducciones de este tomo son las de algunos poemas de Robert Frost—estructuras más acostumbradas y de métrica impecable. Eso hace más misterioso o frívolo el argumento de la intraducibilidad de "El cuervo" o "Annabel Lee".

La tesis de la representatividad es bastante imprecisa. Apelar a ella implica creer que hay esencias nacionales, en este caso fácilmente revisables en “los poemas más americanos por así decirlo” (X). En esa declaración hay una ingenuidad incontenida. La ciudadanía de una obra literaria no depende de un correlato lexical o temático. Las deudas de John Ashbery con la literatura francesa no conspiran contra su pasaporte; la ecología de Gary Snyder tiene que ver al mismo tiempo con la figura de Thoreau y con el budismo zen. Esa complejidad, reducida por Cardenal a la fórmula de una verdad absoluta, es evidente en las seiscientas y tantas páginas de esta compilación. Lo que la Antología de la poesía norteamericana propone es más la geografía de una variada y persistente grandeza que la simple unidad de unos instintos.

El grosor del libro es admirable. Lo que se redime aquí no es sólo la acumulación de versos y proyectos, sino el repaso imperioso de una literatura en otra lengua. Ochenta y un autores documentan la eficacia del tanteo crítico de Cardenal y Coronel Urtecho. Pocas antologías son tan expansivas como ésta; su alcance puede convertirla en el foco de algún estante de poesía norteamericana en español. Ella sola incluye casi todo el espectro de varias selecciones: Poetas norteamericanos traducidos por poetas venezolanos, editada por Jaime Tello (1976); Poesía norteamericana contemporánea, de William Shand y Alberto Girri (1976); y Cosmopolitismo y disensión. Antología de la poesía norteamericana actual, del mismo Girri (1969). Esa abundancia es nada más la transcripción numérica de un panorama bien cotejado y sobradamente recorrido.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: "Automat", Edward Hopper

Amable Fernández, La rebelión de los disjuntos


La oralidad, fuente subterránea y sutil de lo poético, tiende puentes, comunica y proyecta una noción ampliada de literatura. El ejercicio de la oralidad en la escritura—la voz y su huella, como diría Martin Lienhard—reinventa el sentido primordial y genésico de la palabra, que es su relación con la vida, con la realidad, con la cultura. Y esta novela de Amable Fernández que tenemos en nuestras manos, fluye en el río indomable de la voz. La propuesta estética que la fundamenta la lleva a plantear una poética o teoría de las múltiples y polifónicas relaciones entre lo oral y lo escrito, en un plano desjerarquizado, horizontal y hasta anárquico.

La rebelión de los disjuntos (Caracas: Ministerio de la Cultura/Conac, 2005), teje, desde el entramado estructural narrativo de la historia y el discurso, las formas y los contenidos de lo oral. La propuesta estética de la narración no toca tangencialmente sino que se adentra en lo que es fundamental en el habla, valga decir, su actualización, el acto de comunicar. El soporte técnico de la estrategia oral de comunicación utilizado en la novela, la letra impresa, siempre estará subordinado al discurrir incesante de la voz. Esa oralidad narradora que se erige en la novela, recobra, recupera los fundamentos antropológicos de la creación poética: el mito, la leyenda. De allí su valor. Toda recuperación es en sí misma un tremendo acto de fe en el porvenir. Y esta novela de Amable Fernández no hace sino reafirmar el compromiso con el futuro que, desde el hecho literario, se hace con la cultura, entendida ésta, en su acepción antropológica, como toda práctica significativa dentro del extenso campo del quehacer humano.

Esa circularidad que une el devenir con el futuro, genera un contexto vital para entender las proyecciones de la novela. Ésta trasciende el encarcelamiento del género, para fundamentar de manera crítica una extensión intertextual con los múltiples discursos de la realidad. Fenomenológicamente diremos que la narración se acerca, a través de la oralidad, a la vida misma. La verosimilitud deja paso a la identificación. La auténtica performance del relato se recreará en este valor. El lector no se conforma únicamente con completar el sentido literario del relato sino que la vida misma de éste termina por ser una extensión de la narración. Y esto debido a que la oralidad crea ese efecto, de allí la contundencia de las reacciones en el ámbito de la sociedad y la política.

Suscribimos enteramente la aplicación crítica de la noción de espesor literario, que tanto ocupó el trabajo teórico de Ángel Rama, al ámbito de esta novela. La rebelión de los disjuntos, por las características que hemos venido señalando, es una obra con espesor, en el sentido de que en su sincronía confluyen distintos niveles y estratificaciones del sistema cultural latinoamericano. La aparente dicotomía que establece la relación oralidad/escritura, se resuelve en el proceso de la novela, en su espesor. La novela toma de las tradiciones orales y escritas las formas y los contenidos, las concreciones sintéticas de ambas estructuras, para vaciarlas en una narración que rompe con el género y el canon oficiales, y termina ampliando la noción de literatura hacia extensas áreas de la sociedad y la cultura latinoamericanas, identificadas con el signo de la heterogeneidad, la hibridez, la contradicción, la confrontación y todos aquellos valores no conciliados que plantean, ante la idea positivista y liberal de una sociedad y cultura homogénea, mestiza, armónica y no conflictiva, un mapa latinoamericano en construcción, inventado sobre la marcha de la palabra, que se hace sobre el devenir de la inevitable confrontación entre los actores que pugnan por alcanzar su expresión.

En La rebelión de los disjuntos, el tema, los personajes, el tiempo y el espacio se supeditan al intenso poder de la fabla, porque en esta novela el vigoroso lenguaje popular es el protagonista.


José Antequera
Ilustración: "El banco roto", André Kertész

lunes, 18 de agosto de 2008

Puntos de sutura, de Oscar Marcano


La ausencia del padre es un tema antiguo, tan antiguo al menos como la historia de Telémaco, quien fue tras las huellas de su padre Ulises para vindicar su hogar en Ítaca, mancillado por los pretendientes de Penélope. Como todo mito, obedece a necesidades profundas y es susceptible de variaciones e interpretaciones diversas. Una de ellas es el mito de Áyax, sobre quien Sófocles escribe una tragedia. Este héroe de la Ilíada, el más grande después de Aquiles, es un individualista orgulloso que desdeña la ayuda de los dioses, y por ello experimenta un gran deshonor y decide suicidarse. Llama a su hijo Eurísaces para decirle que lo va a abandonar, pero que el nombre y las hazañas de su padre lo protegerán como una herencia; el padre se retira y se suicida. ¿Qué dice el hijo? Sófocles calla.

Es a este silencio al que Marcano se propuso responder en Puntos de sutura (Caracas: Seix Barral, 2007). Narra la historia de un hijo que no sólo va al encuentro de su padre, sino que, una vez muerto, va en busca de su recuerdo para aclarar el sentido de dos vidas: la suya y la de un hombre que considera egoísta, con el que está profundamente resentido por haberlo abandonado a esa edad cuando un niño más necesita a su padre, y a quien no se resigna a olvidar, porque subsiste entre ellos la herida abierta de ese abandono que ha durado muchos años y aguarda dolorosa los puntos de sutura para ser curada. Así, aunque la mayoría de los hechos que se narran en la novela pertenezcan al padre, es el hijo quien enuncia el marco narrativo desde donde se evocan sus peripecias. En su desarrollo, la novela se mueve entre el pasado y el presente, entre el padre y el hijo, pero sin que se pierda el hilo de la trama, sin caer en digresiones, sin perder la tensión ni la evolución de los personajes.

Quienes hayan sido hijos de padres divorciados, pueden quizá haber pasado por la situación en que, cuando responsabilizamos a alguno de nuestros padres por el divorcio, no perdonamos del todo a esa persona, y si accedemos a hablarle, nuestras conversaciones son indirectas, no hablamos de los afectos, de lo mucho que nos hizo falta o del tremendo enojo que nos produjo su deserción. Ésta es la situación que se produce a lo largo de la novela. A Alfonso y Antenore les cuesta hablar de la relación entre ellos mismos, y necesitan hablar de la historia de seres cercanos, que vienen, como por pretexto, como por reflejo, a iluminar lo que ha sucedido entre ellos. Hay algo más en el proceso de este diálogo. Alfonso, un creador frustrado, pero aún creador, es un inagotable contador de historias; algunas traspasan los límites de lo real, mientras que Antenore, con tendencia al desencanto, puntualiza el relato, nos devuelve a la realidad real desde donde se cuenta, pero desde donde también se puede reconocer que si hay cosas “no reales”, si están dichas en un buen relato, están justificadas. Lo que quisiera sugerir es que entre padre e hijo se da un diálogo entre dos creadores, uno escultor, el otro músico, un diálogo que, me atrevería decir, es una iniciación al arte del relato. Ambos saben que ese encuentro no va a durar mucho, desde el principio sabemos que Alfonso va a morir. Pero como en Las mil y una noches o en el Decamerón, el relato se convierte en la oportunidad de organizar el tiempo antes de que llegue el momento de la ejecución y la peste, el momento de la muerte. Y si Antenore, quien es la voz del relato que sirve de marco a la historia, nos anuncia al principio que lo que va a contarnos ha sucedido antes de que su padre se suicidara, hay razones para pensar que todo lo que el padre le ha contado ha sido un ejercicio para que a su vez el hijo pueda re-crear la historia. Es, por tanto, una novela a dos voces.

Alfonso Gabbanni y Antenore Gabbanni se llaman el padre y el hijo. El mar donde se encuentran para hablar antes de que el padre se suicide no es el de la guerra de Troya, sino el de una playa de La Guaira, en el Mar Caribe. Este último encuentro sucede en 2006, y lo que el padre cuenta gira en torno a hechos que sucedieron hace mucho tiempo. Uno de ellos es su “exilio” en Nueva York en los ochenta (¿es lo suyo un exilio?: no es un perseguido político, no experimenta conflictos de identidad ni de asimilación cultural, pero, con todo, pasa un buen tiempo separado de su tierra, en una evasión de ella y de su familia, ¿pero no hay algo de evasión en todo exilio, no supone éste evadir, huir de una realidad por otra?).

Los ochenta son los años del viernes negro, cuando Venezuela empieza a despertar del paraíso artificial del boom petrolero, en el que malgastó mucho de sus recursos provenientes de la renta. Alfonso vive una vida loca en Nueva York, dejando atrás en Venezuela un divorcio y un hijo, y aunque tiene importantes experiencias de todo tipo, no lo son lo suficientemente iluminadoras como para enmendar su camino ni para hacerlo un escultor que valga la pena recordar. Y aunque no tiene excusas que decir a su hijo ni a sí mismo, algo va a revelarle en ese último encuentro que durará unas horas, pero en las que van a condensarse el significado de toda una vida.

Y esto nos lleva al tiempo de la narración. La novela empieza en 2006: “Habían pasado doce años del monstruoso deslave” (201). El hijo: “Tenía entonces diecisiete años” (14). Deberá pasar mucho tiempo para que pueda escribir la novela del padre: “A los doce años de su muerte, recuerdo…” (250). Es decir que es en 2018 cuando Antenore escribe su narración. Esto supone ciertas complicaciones. La novela está escrita desde el futuro, pero este recurso del género fantástico sólo aparece al final, cuando Antenore describe el deterioro ecológico y urbanístico que tendrá entonces la costa del litoral.

¿Busca Marcano que el lector repita de algún modo el distanciamiento en el tiempo que Antenore experimentó con los textos escritos o leídos por Alfonso, que recibió por herencia, para poder así recatar el sentido del deterioro que rodea a los venezolanos? ¿Y qué ha pasado en esos doce años que van del encuentro último con su padre a la escritura de la novela que hace Antenore? Hay un hiato que se interpone como un obstáculo a la interpretación. Este obstáculo es mencionado al principio de Puntos de sutura, cuando Antenore confiesa que el mito de Áyax es algo que lo acompañó durante un tiempo largo, hasta que por una lectura de Esquilo “infiere” que a pesar del abandono de Ayax, el padre, más allá de su muerte, legó un nombre a su hijo que le dio la oportunidad de desarrollar un don (en el caso de Antenore, el don de narrar):


De este modo, el mezquino padre pudo haber acertado. Pero Áyax no había leído a Esquilo. Y me cuesta negar que el reconocimiento de esta historia me afectó. Mucho más, me devastó. Pero eso fue hace mucho. Ocurrió en esos tiempos en que, como a Kafka, todos los obstáculos me rompían (11).


Esta mención de Kafka es quizá la que complete ese hiato que aparece al final de Puntos de sutura. Su Carta al padre (que es otro hiato de la historia, pues nunca se la dio) es una pieza de reproches, un juicio contra alguien que se interpuso en el desarrollo de Kafka, pero que paradójicamente lo inmortalizó, pues lo hizo en parte escribir esa obra laberíntica por la que ahora todos lo recordamos. Es posible que estos cabos sueltos aporten unas claves en las amarras del final de la novela de Marcano. Sin embargo, pienso que, en el caso de Kafka, la interpretación de la Carta al padre es completada por datos que conocemos de la biografía, es decir, datos extratextuales. Puntos de sutura configura en algunos momentos claves unos vacíos que no se pueden completar con este tipo de datos. Si en algo puede ayudar la biografía, diré entonces que Alfonso Gabbbani se revela, como Marcano, seguidor de los grandes escultores de la Modernidad, y quizá por eso el novelista opte deliberadamente por los vacíos, lo incompleto, lo paradójico, la fragmentación, lo que supone un reto tanto para el escritor como para el lector.


Víctor Carreño

Ilustración: “Hombre mirando el mar”, L. S. Lowry

Fabio Morábito, Nadie se roba los columpios


Una antología de los relatos de Fabio Morábito describe, justamente, los procedimientos de los relatos de Fabio Morábito. Más que reducción, mise en abîme, el compendio Nadie roba los columpios (Caracas: bid & co. editor, 2007) pone en evidencia ese pleonasmo. Allí se entrecruzan impulsos, escamoteos y deliberaciones, en una estructura que sirve a la vez de cosmogonía y continuación: el espesor de esas páginas oscura y simultáneamente reproduce el origen de cada narración y el adelanto de una parte del argumento en desmedro de otras. Lo que ocurra fuera o antes del texto contiene la potencia del mito y la lógica de las conjeturas. Enumerar en una conversación los otros libros de Morábito equivale a una mera superstición bibliográfica; asimismo, precisar en sus cuentos el estado del mundo, los actos causales, la tarea de muchos personajes, la topografía del ambiente, los antecedentes biográficos y las duraderas consecuencias de los gestos, supone admitir la incertidumbre de la certidumbre.

En el primer cuento de esta colección, “El huidor”, sabemos del personaje que está en constante fuga. Su entusiasmo está puesto en derrotar cualquier estancamiento o quietud: la gente lo ve por las calles, en carrera, también saltando entre los edificios, trepado a los balcones, haciendo equilibrio en los salientes. Sus acciones parecen convertir el paisaje de esa ciudad, innombrada, en una selva, al tiempo que refuerzan su carácter urbano: “Cada huida suya, que evidenciaba lo caduco y torpe de lo que tocaba, también certificaba su consistencia, y su asombroso talento para no detenerse hacía que la ciudad se viera más holgada e igualitaria” (15). El ecosistema en que el huidor se halla tiene una historia acumulada, que apenas podemos deducir a partir de la erosión y la roña, y una fundación incipiente. Él, por su lado, se mueve con la sola conciencia del puro movimiento. No contamos con la menor indicación de un motivo; en algún momento, el narrador llega a informar que el personaje “huía de sí mismo, de su pasado” (17), pero esa noticia es vaga y meramente presumible: en verdad carecemos de datos concretos que apunten a una crisis familiar, a un crimen, a alguna extravagante olimpiada. Lo que pueda existir más allá de esa presente fijación queda velado, y eso vuelve la fiebre una entelequia.

No mucho más llegamos a conocer del oficinista de “Mi padre”. La frase inicial es elocuente: “Nunca supe bien cuál era exactamente el empleo de mi padre” (25). Lo que importa, en su caso, es el aburrimiento casi profesional, no los pormenores de los cubículos ni sus obligaciones. El tedio justifica las caminatas que habrá de dar con el niño y su constitución en enseñanza. De nuevo, el paisaje de la ciudad es observado como un texto materialista de Ponge. Su metáfora central es la alcantarilla—el punto en que toda ciudad se multiplica, se desconcentra, se esponja, se desvía. La idea de esa ampliación del escenario es, esencialmente, hermenéutica: el hijo que acompaña al paseante debe aprender a reconocer el aspecto clandestino de los objetos. Se trata de un aspecto de la visión y la lectura fundado en el reconocimiento de las líneas de fuga, el acatamiento de lo que es a un mismo tiempo una presencia y su disolución. A la complejidad de ese espacio y sus repercusiones Morábito la llama “trasfondo”.

Ese concepto explica el modo en que todo paseo es realmente una excursión: “Nunca me reprendió ni me echó discursos. Me agarraba de la mano y no perdía la oportunidad de indicarme el trasfondo y las partes ocultas de cada cosa que hallábamos en el camino” (25). La atención precisa es la que hace la diferencia entre vistazo y escrutinio, lo que permite registrar “el estrato más humilde y precario” de todo (27). En el trasfondo se conjugan las variadas modalidades de lo real, sus escorias y sus advenimientos, como en un sumidero, como lo adivinaron el huidor y el caminante. Es, en fin, un territorio de confusiones sin final, cuyo propósito es dejar “un amplio resquicio para la duda y lo inefable” (16). Tal abismo puede ser igualmente verbal, como en “La cigala”. En ese cuento, la búsqueda de una definición muestra las interminables espirales del lenguaje, el vértigo de una palabra en perpetua metamorfosis. Esa ductilidad prácticamente desmiente cualquier idea de la motivación de los signos lingüísticos. No hay significado allí que no remita a algún otro, igualmente inescrutable y resbaloso. De forma especular, o tal vez redundante, una enunciación es entonces una enunciación. La cigala es una propagación de acepciones, lo mismo que una alcantarilla es un tejido de túneles y fosos—una ciudad en constante explosión.

Como modelo de escritura, la antología de Morábito tiene, pues, la marca de lo posible, que se mueve con digresiones y con trazos de curvas. En el conjunto pueden entrar los escapes de lo doméstico, como en “Las llaves”, o los virajes de lectura y estilo que en “Los Vetriccioli” sufre toda traducción. Otros relatos insisten en la sobrada pertinencia de la fuga: leemos en “La selva se achica” el reporte del deambular de varias tribus, que tratan de alejarse de una línea de luz que los cerca y va angostando su mundo. Parece evidente que, aquí, Morábito reelabora el asunto de los profusos laberintos y la proliferación de los misterios y los significados. La misión es clara: “Teníamos, pues, que llegar ahí donde nuestro mundo se dilataba de nuevo” (104). Lo que esa región representa no es otra cosa que una nueva materialización del trasfondo, con toda su falta de duras convicciones. Siquiera suponer una certeza puede llevar a un personaje al error. Es lo que llegamos a comprobar en “Huellas”, en el que fácilmente un personaje pasa de investigador a sospechoso: aunque sabe que las pisadas en la arena no expresan “nada verdaderamente decisivo acerca de su dueño” (78), el hombre se empeña en seguir interpretándolas como si fueran una señal sin borrones. De pronto, los turistas que él pretende salvar terminan por correr para escapar de lo que vean, quizá, como un asedio. El oficio de experto se mezcla en el relato con el del criminal.

Lo que haya podido quedar fuera de Nadie se roba los columpios existe sólo como posibilidad. El editor pudo haber escogido, por ejemplo, “El turista”—un texto magnífico de La lenta furia (1989). Sin embargo, cualquier ausencia sólo apunta al modo en que Morábito asume la literatura: como una vindicación del margen y su universo de objetos en desuso. Lo que se omite y lo que se reproduce son lo mismo, “en diferentes grados de concreción” (27). En resumen, las páginas de este volumen son también el asomo de lo que no se lee pero sí puede hallarse.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “Back Alley”, Anne Hart

Tejer en el vacío: Lydda Franco Farías


Le tocó ser mujer y no se queja, le tocó pronunciar en femenino y lo asume; sin embargo, ella va “fifty fifty o no hay trato”. La poesía de Lydda Franco Farías está construida con palabras de desacato, palabras armadas y desobedientes, pero al mismo tiempo esa poesía se conduce entre la sutileza de una imagen que se teje en verso como forma de amor y olvido. En su Antología poética (Caracas: Monte Ávila, 2004), la escritora juega con poemas que dialogan entre sí en diferentes momentos y acentos poéticos, con ritmos menguados y crecientes, con sobriedades y desmesuras, con risa y amargura; así tenemos unos Poemas circunstanciales donde la voz de la poeta se asume desde su frágil posición en un mundo en conflicto, huraño y resquebrajado:

pero aquí me quedo
entre escombros y desperdicios (…)
porque un día aparecí sobre la tierra
y tuve voz y grité
y tuve fronteras y no quise despertar sin ellas
y tuve armas y allí están
perfiladas, inmóviles, ariscas
(3)

En su poemario Una hay declaración de autonomía, asunción del ser femenino, voz de mujer con decisión, ironía y desparpajo para permitirse negociar con el otro, sin esperar de éste otra cosa que el acuerdo, la aceptación, la no resistencia a compartir a partes iguales el pecado heredado, el destierro del paraíso:

ten en cuenta muchacho de las cavernas
que he ido ganando el derecho
de perder de igual a igual el paraíso
la paciencia
a compartir la cama
el santo y seña
el mundo
fifty fifty
o no hay trato
(39)

Una es mujer, hecha en primera persona, con sangre y sin sentimiento de culpa. Mujer en rebelión que desde la cama lanza improperios contra la casa, sus oficios y objetos habitantes:

púlete piso en redención de no empañado espejo
arde sin paz cocina del infierno
tápate olla impúdica
cuece a la sazón luego evapórate
suenan cubiertos en estampida muda
a fregar platos les llegó su hora
la carta por favor
quiero probar el albedrío
niños culpables
aúllenle a la luna
no estoy de humor para lidiar con monstruos
que no amor que no
(33)

Pero no todo es ofensiva y resistencia en la poesía de Franco Farías; la mujer que decide afrontar el papel pasivo que históricamente le ha tocado también puede convertirse “en muchacha reversible/lánguida flor de humo/sin defensas” (15).


De manera relajada, las Armas blancas ceden en A/leve, libro donde su poesía se vuelve más circunspecta, con poemas breves y sobrios hechos de versos con oráculos, candelabros, puentes de pasos inciertos y noches sin viento. Sobriedad que mantiene en Recordar a los dormidos, donde la casa es el escenario de sueños, reflexiones y visitas de fantasmas distantes:

en la casa pernoctaban
difuntos en mangas de camisa
venían a recordar a los dormidos
a zurcir airadas reminiscencias (…)
se escuchaban
en la casa tuntuneos
brusco malestar de puertas y ventanas
el techo resbalando a golpe de medianoche
(67)


La voz de la “muchacha indisciplinada” retoma su carga en Summarius, texto en el que versos vibrantes, furiosos y sin pausa se acumulan en un vertiginoso poema cuyas reflexiones y argumentos se superponen unos a otros en un apremio de circunstancias y tiempo:

dentro de un cuarto de hora debo llenar una página en blanco dentro de un cuarto de hora tendré listo el argumento sin volver atrás porque en un cuarto de hora esta oficina donde no hago más que maldecir y maldecir y hacer los que otros nunca hacen (…) dentro de un cuarto de hora pueden pasar tantas cosas por ejemplo alguien llamó para decirme que me ama a pesar de que esta noche no dormirá conmigo (23)

En los últimos poemarios de Lydda Franco Farías, presenciamos anuncios premonitorios, oscuras acechanzas, vemos seres provenientes de la neblina, se nos asoman sombras y danzas funestas, nos tropezamos con hallazgos friolentos:

me encontrarán tendida a ras de luna
o flotando lluvia abajo
en la resaca del último cigarro
en el silencio que vibra emparamado
desde donde pronuncio mi postrer discurso (…)
ya voy tierra
ya voy cenizas
ya voy olvido
(84)

Como quien se va acercando al final del recorrido, sabiendo que el camino se hace más corto a cada paso, la poeta va disminuyendo las distancias de sus versos, haciéndolos más ligeros y profundos como últimas palabras que, teme, tragará el silencio. Los versos se hacen breves como la danza de la llama que se extingue, y en su fluir evaporado hay un “desprenderse de uno mismo/caer en el vacío” (101). En adelante y hasta el final, el tiempo y el vacío serán los aliados para tejer penumbras desde el olvido, con una voz que va menguando y haciéndose muerte.


Carolina Lozada

lunes, 11 de agosto de 2008

Rubi Guerra, La tarea del testigo


Esta novela es, en su brevedad, múltiples cosas: el viaje imaginario y detallado de un autor cumanés (¿José Antonio Ramos Sucre?), una apología del sueño y la hipnosis, una poética de la narración, la intromisión de la cinematografía en la novela, el examen sumario de la castidad institucional… Esa variedad no es rebuscada ni penosa; a veces, a Guerra le basta un aforismo para sugerir una constelación de significaciones: “El sanatorio era un espacio célibe” (43). Esa descripción es suficiente para mostrar cómo la vida erótica del personaje principal, el Cónsul, oscila entre el síntoma y la remisión, como una enfermedad. Con ello se complica su cuadro clínico: a la amibiasis y el insomnio se le suman otras tensiones, lo que hace de su itinerario un recuento prácticamente patológico. En definitiva, el acopio de achaques parece concretar para el Cónsul una importante modalidad de escritura, como si fuera vital relacionar la materialidad de la dolencia con sus efectos metafísicos; asimilada por Guerra, esa particularidad le da coherencia a la novela, al unificar todos los elementos mencionados al inicio bajo una idea general—la rara combinación de lo quimérico y lo real.

Visiblemente, La tarea del testigo (Caracas: Fundación Editorial El perro y la rana, 2007) cuenta la travesía europea del Cónsul. Su destino último debe ser Ginebra, donde habrá de encargarse de la legación. Antes se detiene en Hamburgo y Merano—o mejor, en sendos hospitales de Hamburgo y Merano. Esa experiencia sanitaria la entendemos por las cartas que el personaje le envía a Alberto. Allí se detallan las penurias de su viaje en barco de Venezuela a Italia, las estadías en los sanatorios, varias conversaciones con un paciente checo, unos cuantos recuerdos de infancia y juventud, y algunas peripecias. La sucesión no se reduce, necesariamente, a un hilo argumental; de hecho, podría decirse que hay en la superficie una ligera desconexión de eventos. Sin embargo, creo que a Guerra le importa menos la sintonía manifiesta que las correspondencias temáticas sutiles. De allí que pueda describirse esta novela como una especie de ficción metaliteraria.

Hay un recuerdo que hace evidente esa característica. Como lo señala J. A. (el Cónsul) en unas líneas del 13 de febrero de 1930, un episodio que tuviera lugar en Hamburgo se vincula con las imágenes de una revuelta popular que ha guardado por años. En medio de una batalla entre el ejército gubernamental y las fuerzas rebeldes, un hombre detiene su carrera en mitad de una plaza, como llamado por el niño, que observa las refriegas desde una rendija en un segundo piso. Al darse vuelta lentamente, se descubre que ese hombre está herido, y muere. El horror de esa visión sólo pueden atenuarlo las historias de un viejo sirviente. Una pregunta surge, inevitable: “¿Qué poder o habilidad tenía este hombre (o las historias que contaba) para mantener apartado el miedo y el horror que para entonces eran mi compañía permanente?” (29). Quizá, se nos dice al instante, lo que importa no es tanto lo contado como el tono. Guerra no se explaya en esa discusión, pero eso que apenas sugiere tiene hondas implicaciones en toda la novela, como postulado teórico y como connotación de la anécdota misma.

La voz de aquel anciano narrador es la versión benigna de un fuego interior. El estrangulador alemán que le confiesa sus crímenes al Cónsul, por otra parte, encarna más bien un dictamen perverso. Como el asesino Hans Beckert en M, de Fritz Lang, ese hombre es como un médium que obedece alguna forzosa prescripción. De hecho, el desarrollo de la aventura de Hamburgo sigue en parte ese modelo cinematográfico. Beckert se justifica alegando que al homicidio lo empujan “un fuego, una voz, una agonía”; “una llama me toca”, oye decir el Cónsul a su interlocutor. En ambas situaciones, lo que se representa es una compulsión dionisíaca desviada. En Merano, otro incidente refuerza esa interpretación. Allí interviene otro antecedente fílmico. El Cónsul y su amigo checo, Reisz, se inmiscuyen en los lances de El gabinete del doctor Caligari y, al hacerlo, rescriben con su vida la obra. En esa adaptación factual, el sonámbulo Cesare es un paciente de su mismo sanatorio, un tipo también pálido y alto que ejecuta la orden de matar de su tío, el doctor Kircher. En este caso, la hipnosis ratifica la importancia de esa relación entre dictado y acto. Kircher inteligentemente resume ese contacto al conversar con el Cónsul y Reisz:

Las voces. Si no las conocieran no estarían aquí. Sólo quien escucha las voces puede penetrar en el país de los sueños. Ellos [los científicos] y sus discípulos no estaban dispuestos a dejarse guiar por ellas, pues son muchos los que oyen las voces, pero objetivamente es muy dudoso que sean dignos de ellas (67).

Esa opinión ratifica la naturaleza entre creativa y siniestra de ese impulso. Lo que defiende Kircher es, en fin, una fuerza poética, no distinta en su origen a la que subyuga a todo autor en la hipótesis romántica del arte. En tal escenario, lo imaginario y lo real se entrecruzan. Tal vez no sea exagerado pensar que Guerra se refiere a su personaje como “el Cónsul” como un tenue homenaje a Geoffrey Firmin, otro escucha alumbrado, el diplomático y dipsómano de Bajo el volcán, de Lowry; esa alusión confirma la complejidad temática de su novela.

Como Guerra propone, todo testigo ciega voluntariamente su visión para darle paso a esa energía que lo sobrepasa y en algo lo dirige. Su tarea consiste en la aplicada atención a esa llama y en volverla creación o cataclismo. Al final de la novela el propio Guerra se presenta como el testigo de la agonía del Cónsul que vemos al comienzo. En ese momento se convierte en el demonio de ese velado Ramos Sucre, en el lector que puede manejar los destinos del autor inicial, en alguien que, al escuchar las voces, le otorga sobrevida a un corpus.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “Fotograma de El gabinete del doctor Caligari”

António Lobo Antunes, Ayer no te vi en Babilonia


Un grosellero con una muñeca tirada a su lado, sin dueña. Un cuerpo pequeño, de niña; colgado, muerto, balanceándose en forma de recuerdo en el insomnio de la madre. Una mujer sin sangre, con el vientre cerrado. Un hombre en Évora, lejos de la mujer que lo espera en Lisboa. Una noche en ciudades portuguesas sin sueño, con árboles extranjeros plantados en sus suelos, asomados desde el afuera de los ventanales: pitas, boj, manzanos, olmos; árboles callados que acompañan la lluvia y los insectos entre los recuerdos de seres que desde el adentro de la noche se miran y se encuentran en los pasillos del pasado. Recuerdos, voces y lejanías son parte de Ayer no te vi en Babilonia (Barcelona: Mondadori, 2007) de António Lobo Antunes (Lisboa, 1942). Un libro dividido en las horas que van desde la medianoche hasta el amanecer de las cinco de la mañana. Cada hora un tránsito, cada tránsito varias vidas. Escrito en forma de ráfagas, de palabras en bandadas y combinaciones desordenadas de voces, con un lenguaje poético e incisivo, la novela de Lobo Antunes no obedece convenciones narrativas, se escapa, juega, se cuela, entra, sale, arma y desarma y se convierte en un naufragio de voces buscando islas de otros tiempos. La de Lobo Antunes es una novela de ausencias y hastíos, construida en oraciones alteradas por los estados de ánimo de quienes las pronuncian. Novela de “casas, olores y silencios”, de oscilaciones, de pasado, de alucinaciones, de inagotables interrupciones, de cuerpos y objetos cómplices y callados:

(…) parece que el alma se me sale como un humito y tengo miedo de que no regrese más, que quedándome sin alma me quede sin toda mi vida y siga respirando como respiran las cortinas y los árboles que, por más que nos hablen, no podemos oírlos, no nos preocupamos en tal caso por ejemplo de que se asustan, de que sufren, no forman parte de nosotros, andan por ahí y se acabó, cuando llevo muchas horas despierta mi cara comienza a volverse de la misma materia que esas cosas de la oscuridad y deja de ser cara, los brazos dejan de ser brazos así como los muebles han dejado de ser muebles y han perdido el nombre (77).

El escritor portugués reincide en su escritura en forma de memoria, de reconstrucción del pasado con una yuxtaposición agresiva y al mismo tiempo sutil de imágenes, conduciéndonos por hilos narrativos que zigzaguean en superposiciones de tiempo, espacio y enunciaciones. La infancia, la vejez, la guerra, la enfermedad, el desgaste del cuerpo y el temor ante la muerte son parte de los motivos tratados. Temas que en Lobo Antunes se forjan en una escritura con ritmo de movimientos musicales que van in crescendo, pero también movimientos detenidos, suspendidos sobre palabras que quedan revoloteando en habitaciones de silencio:


(…) nada de gritos, de voces, de olas, todo ocurre por dentro lejos de la vista y de las manos (…) mi padre se quitaba la gorra si pasaba un entierro y se quedaba quieto mirándolo, el entierro desaparecía en la esquina y solo entonces mi padre con la gorra calada, si estuviese ahora aquí me la quitaría a mí que no acabo de pasar (…) a mi madre nunca le oí una sola palabra, fue desapareciendo de la casa, las salas comenzaron a cambiar en cuanto dejó de existir y un dedal o un pañuelo escondidos por los muebles (287-288).

En una entrevista realizada al autor, éste confesó que escribe novelas porque no sabe escribir poesía. Contrarios a esta declaración, creemos que su escritura está sólidamente realizada sobre la posibilidad poética de nombrar el mundo. Un mundo que en António Lobo Antunes se conjuga de miseria y sutileza, de horror y encanto, de miedos y esperas, de noches con insomnio, de silencio y guerra.


Carolina Lozada