viernes, 18 de diciembre de 2009

Las miradas de Luis Armando Roche


Miradas amplias y heterogéneas, abiertas y comprensivas, que se han expresado mayoritariamente a través del cine, pero también del teatro, la música y la cultura popular venezolana. Miradas de un creador incansable que se atrevió a tomar una cámara para interpretar su entorno. Luis Armando Roche (Caracas, 1938) tenía apenas 25 años cuando dirigió Gennevilliers, puerto de París, un trabajo académico de 7 minutos producido por el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDEHC, por sus siglas en francés) de París, donde se había formado como cineasta. Ese mismo año dirige Vamos a ver dijo un ciego a su esposa sorda, también bajo la producción del IDHEC, su primera obra de ficción, de 6 minutos, interpretada por los hoy reconocidos Herman Lejter, Carlos Cruz Díez y Ángel Hurtado y otros venezolanos que vivían entonces en la capital francesa. Al año siguiente escribe y dirige Raymond Isidore y su casa, un curioso documental sobre el hogar del enterrador del cementerio de Chartres, decorado con materiales de reciclaje. Tres cortometrajes que avizoraron el estilo del que sería con los años uno de los realizadores fundamentales de la producción de nuestro país, merecedor del Premio Nacional de Cine en 1999 y objeto central del más reciente de los Cuadernos Cineastas Venezolanos, editados por la Fundación Cinemateca Nacional. Una veintena de películas respaldan su trayectoria. Sus miradas, a la vez, exponen sus cualidades como ser humano.

La labor como investigadora y redactora de Carolina Lozada se revela minuciosa y exigente en las 88 páginas del cuaderno, divididas en una biografía, un análisis detallado del cine de Roche, una selección de críticas sobre cinco de sus filmes, un conjunto de interesantes textos del propio cineasta (cuatro de ellos inéditos), una filmografía (que se extiende hasta el teatro y la producción discográfica) y una bibliografía amplia e inclusiva. Se trata de un trabajo muy completo que interpreta las claves básicas de sus motivaciones creativas.

Lozada transmite, de manera sobria y precisa, la posturas de Roche ante la música académica y la popular, las tradiciones culturales venezolanas y las manifestaciones surreales de la vieja Europa donde se formó. Ese encuentro entre ambos mundos es lo que marca su filmografía, sobre todo en sus documentales sobre personajes del arte cotidiano, de la música de la Venezuela profunda, de los grandes creadores de hoy. Ese encuentro cultural también se expresa en sus obras de ficción, fundamentalmente, a juicio del autor de estas líneas, en su primer largometraje El cine soy yo (1977), coproducción con Francia que rinde homenaje tanto al personaje popular venezolano, representado en un “toero”, como al propio cine como expresión transformadora. Aquel aventurero que recorre el país en un camión ballena, acompañado por una francesa y un niño, para proyectar las películas por doquiera que iba.

El viaje real y el viaje interno, el encuentro y el contraste de dos culturas, el espejo y sus dos lados —y yo diría los espejismos también— son “herramientas narrativas” de Roche que se hallan en todas sus películas. Ese espíritu libertario, que bebe en las fuentes del surrealismo y de su admirado Luis Buñuel, se manifiesta en su personal registro e interpretación de la realidad. Todo esto se encuentra en el número 8 de los Cuadernos Cineastas Venezolanos dedicado a un realizador que sigue siendo fiel a sí mismo como una forma de serle fiel al país.

Alfonso Molina

sábado, 12 de diciembre de 2009

Eme con cesura

Jairo Rojas, amigo y eventual colaborador de 500 ejemplares, obtuvo el III Premio de Reseñas Literarias organizado por ReLectura, cuyo fallo se dio a conocer el pasado 05 de Diciembre. Rojas participó con un texto titulado “Eme con cesura”, sobre el libro Eme sin tilde, de Luis Moreno Villamediana. Desde los 500 felicitamos a Jairo y aprovechamos la ocasión para publicar la reseña ganadora.

Eme con cesura

Primera vida, / mi corazón se mueve; / segunda vida, / mi corazón lo mueven los fantasmas; / tercera vida, / mi corazón se cuelga de las ramas. Bajo esta división tripartita comienza el poema “Historia”, del libro Eme sin tilde (Caracas: Equinoccio 2009), de Luis Moreno Villamediana. División que se extiende en la totalidad arquitectónica del poemario: “Otros inicios, o Historia de algunos elementos etcétera”, “[intermission]” y “Eme sin tilde”. Las tres partes son distintivas pero comunicativas entre sí. Sin embargo, la sustancia de su poética la encontramos en “[intermission]”, el centro, la médula que rige la propuesta estética del poemario. De este apartado, compuesto de un solo poema, emerge la imagen paradigmática que en todo el libro se torna un hecho continuo: dos aislados y aparentemente desamparados signos ortográficos (: ;), que en el quehacer poético de Villamediana actúan como elementos autónomos que se aventuran a un poética propia.

Junto a esta presencia, en el mismo texto, surge lo que es parte de la constante temática del poeta; la presencia del doble: “la vida de la que hablo / es doble / como este doble signo / en nuestro cuerpo” (p. 47).

Villamediana alienta el evangelio de la experimentación, construyendo sus textos con honduras lingüísticas y conceptuales antes que sólo miradas subjetivas, descriptivas o dramáticas del mundo. Para ello se vale, en primer término, de la composición morfológica del poema, utilizando recursos como el punto y coma, la barra inclinada, los paréntesis dentro de paréntesis, los guiones y los corchetes. El poema “Cantar digesto” es apropiado para ilustrar parte de su estética:

Odiseo/vecinos/no me llamen/

Luis/tanto gusto

(se estrechan varias manos)

(-con un guante dos guantes ningún guante) (p. 19)

Estos versos muestran quiebre del ritmo y atonalidad, oscilación y cesura. Son éstos recursos distintivos de la poesía de Luis Moreno Villamediana, autor que viene asomándose con paulatina fuerza desde su primer libro Cantares Digestos (Mérida: Mucuglifo, 1995), y cuya propuesta experimental se manifiesta con mayor notoriedad en el poemario En defensa del Desgaste (Mucuglifo 2008), libro con el que mantiene, Eme sin tilde, una especial correspondencia y coherencia estilística. Su poesía abre un inesperado pliegue de musicalidad; o mejor, una nueva musicalidad a través de las fracturas del orden sintáctico y también, por añadidura y efecto, giros inesperados del sentido o el significado de la lectura: “es temprano y hace como viento; como al llover, / sin lluvia; /, / tal vez pronto caminen frente a mí todos y cada / uno de los árboles ellos” (p.73).

Eme sin tilde expresa la búsqueda en el camino de la deconstrucción y el experimento, y por lo tanto exige al lector concentración ante las múltiples posibilidades que los diacríticos van conformando. Son textos que se desprenden de la linealidad sintáctica y lírica a favor de una imagen (inédita) en constante repliegues. Es fácil imaginar, por ende, que la temática de Eme sin tilde se enmarque en un lenguaje heterodoxo y con cierta distancia e ironía con los referentes.

El mundo externo bajo formas inesperadas: el polvo, los cuervos, el viento, la espalda, el verano o los granos de azúcar son materia versificable: “los granos de azúcar, regados / en la mesa / como planeta sobre el quieto hueco oscuro” (p. 22). De igual manera la persona Luis, que con la distancia se torna un doble, forma parte, junto al tema del amor en sus diversas inflexiones, del grueso de la temática villamediana: “Se cansa el fantasma se cansa / de esa callada eternidad de/sus solas manos / sin las manos las manos / que me cierren los ojos luego de unos años / de carne y hueso” (p.58). En suma, los atributos de Eme sin tilde apuntan hacia un compromiso de agudeza verbal, literaria y metafísica.

Jairo Rojas

Ilustración: “Diego, 1953”, Alberto Giacometti










viernes, 4 de diciembre de 2009

El samurai de los Andes


Había oído hablar tanto de Ednodio Quintero que pensé varias veces en él durante la odisea que habría de llevarme al corazón de los Andes. Él es el hombre desnudo. El personaje solitario que habrá de enfrentarse al lento proceso de sobrevivir. Aquel viaje me hizo recordar a Marlow, cuando se adentra en la selva africana para emprender la búsqueda de Kurtz. Pero yo no estaba en África sino en Venezuela. No avanzaba hacia el corazón de las tinieblas sino que asistía a una cita literaria en la ciudad de Mérida. Sin embargo, había oído hablar tanto de Ednodio Quintero que pensé varias veces en él durante la odisea que habría de llevarme al corazón de los Andes y, no sé por qué, me vino a la mente la novela de Conrad y la de ese personaje escindido por la ambigüedad del bien y del mal, la civilización y la barbarie. Pensé que Ednodio Quintero también era un hombre escindido que escribía para encontrarse a sí mismos en un escenario onírico.

Antes de llegar a Mérida hice un largo periplo con un grupo de amigos. Entre ellos estaban los editores de Candaya, que son quienes están dando a conocer en España la obra de Ednodio Quintero y de otros autores venezolanos. Fuimos a los sitios de Caracas a los que suele ir el autor de Mariana y los Comanches: El café Arabica, frente al Centro Plaza de Los Palos Grandes, donde se encuentra la librería Noctua. Estuvimos también en el Gran Café de Sabana Grande y en la librería El Buscón. Después nos dirigimos en coche a la ciudad de Valencia y a Chichiriviche, en el Parque Nacional de Morrocoy. Al cabo de unos días, llegamos a Trujillo, cerca de allí, en Mesitas, había nacido el escritor que aún no conocía, pero del que seguía su rastro como si estuviera reuniendo pruebas para detenerlo. Ednodio Quintero había dejado por escrito algunas de las pistas que yo buscaba: «Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Viví hasta una edad irremediable -los seis años- en aquella aldea de los Andes, un sitio olvidado de los cartógrafos y de Dios... Mis ancestros de origen español, campesinos de Andalucía y Extremadura, se habían asentado en esas tierras altas hacía ya trescientos años. Mis ancestros indígenas, provenientes de la rama norteña de los Chibchas, vivían allí desde un tiempo remoto. De los primeros heredé mi vocación mediterránea y la lengua de Cervantes y Quevedo, de los segundos, el cabello rebelde, mis ojos de japonés alucinado y mi conciencia de guerrero».

Camino de Mérida, nos detuvimos en el fabuloso Pico del Águila, el punto más elevado de la carretera transandina con una altitud de 4.118 metros. Sentí que me faltaba el oxigeno. Oía mi propia respiración persiguiéndome. Igual que el protagonista del inquietante y misterioso cuento “El combate” escucha la risa burlona del enemigo escudada detrás de la máscara de hierro. Oye su respiración silbante y persistente como el zumbido de un moscardón. El hombre se encuentra desnudo e inerme en el escenario del combate. Está dispuesto a luchar contra el guerrero. Se enfrentará también al pasado plagado de voces que no han muerto. La literatura es ese guerrero que se oculta tras la brillante armadura. Se camufla para parecer otro. Se escuda detrás de los personajes para actuar impunemente. Ednodio Quintero es el hombre desnudo. El rebelde solitario que habrá de enfrentarse al lento proceso de sobrevivir. Al compromiso de escribir. ¿Estará condenado -como el protagonista del cuento- a oscilar el resto de sus días entre carcajadas de burla y voces muertas? El escritor se escuda en la literatura para camuflar los sentimientos. Los cuentos que se reúnen en Combates contienen imágenes que no se pueden explicar con palabras. Simplemente hay que dejarse arrastrar por ellas: la poesía épica de las palabras.

Tras atravesar el bello paisaje del páramo, llegamos a Mérida. Entonces conocí a Ednodio Quintero. Estuvimos varios días juntos sin apenas hablar. Lo veía cenar rodeado de muchachas en el restaurante del hotel La Pedregosa, lo veía también delante de una cerveza Solera en el T'Café, bebiendo whisky en el Mogambo y con su amigo Vila-Matas presentando Combates en la librería La Ballena Blanca. Era cierto que el Samurai de los Andes tenía aspecto de japonés. A fin de cuentas había vivido una larga temporada en Japón y la fisonomía de los países acaba marcando el físico y el carácter de las personas. Me di cuenta de que Ednodio era un hombre discreto que procuraba pasar por la vida de soslayo. También hacía fotos de soslayo. Retrataba perfiles, orejas, codos, sienes, mechones de pelo. Le interesaba la vida pasajera para retratarla por escrito. Tuve la sensación de que pertenecía a esa clase de personas solitarias que ocultan una vida intensa y convulsa. Una soledad plagada de encuentros. Llevaba la vida nocturna reflejada en el silencio sonoro de sus ojos de japonés alucinado. Ambos participamos en una mesa redonda y nos miramos de soslayo y luego de soslayo hablamos sin mirarnos. Enseguida descubrí que dominaba las distancias cortas. La distancia más corta, la más íntima, es la que se produce entre el escritor y el lector. Él y su literatura eran la misma cosa. El guerrero que se enfrenta con palabras y silencios al destino. Descubrí que no sólo era el Samurai de los Andes sino el dueño de las peroratas. Esa era su auténtica vocación. Me confesó que hacía tiempo que había dejado de escribir cuentos, se aburría, prefería las novelas, y sobre todo soltar peroratas. Pasar de una cosa a otra sin tener que ceñirse al tiempo y el espacio. Un aluvión de palabras. Hablar y escribir al trepidante ritmo de los pensamientos y enlazar las historias sin dar tregua. Hasta que regresa al pasado. Entonces la memoria de Ednodio Quintero se detiene y nos paraliza en relatos tan hermosos y sobrecogedores como “El combate” y “Nocturno”. Como dice en el cuento titulado “El corazón Ajeno”: «Un relato que se respete debe contener en sí mismo, a la manera de un kamikaze de papel, el germen de su destrucción». Y luego añade: «Un relato no acaba cuando calla el relator, continúa girando como una peonza, en el vacío o en algún lugar de la mente». Los cuentos reunidos en Combates siguen dando vueltas en mi cabeza. Los leo en Málaga y me traslado a Venezuela. Ednodio Quintero es Venezuela. La naturaleza en estado puro y salvaje. La naturaleza fiel y promiscua. La naturaleza quieta y escurridiza. Veo Venezuela cuando leo Combates. La vida oculta que late en Combates. La voz de Ednodio Quintero, su silencio, nos atrapa como si fuéramos mariposas nocturnas fascinadas por el brillo resplandeciente de la literatura.

José Antonio Garriga Vela

Ilustración: “Erótika # 25”, Asdrúbal Colmenárez

viernes, 27 de noviembre de 2009

Flores para Lucian Blaga


Héctor Seijas viajó a Rumania con un encargo, él debía llevarle flores a la tumba del poeta Lucian Blaga; las flores iban de parte de Eugenio Montejo. Una vez en Transilvania, específicamente en el pueblo de Lancram, se acercó a una casa con jardín y niños jugando. La madre de los niños, una típica rumana con pañoleta en la cabeza, le concedió unas flores de su jardín, a cambio el extranjero les dio unas monedas a los niños, y fue a cumplir su encargo. Este episodio es parte de lo contado por Héctor Seijas, en esa especie de prólogo que antecede la breve muestra de poesía rumana del libro Siete poetas rumanos (Caracas: El perro y la rana, 2008), que contiene algunos textos de Tudor Arghezi, George Bacovia, Ion Barbu, Tristan Tzara, Nichita Stănescu, Marin Sorescu y, obviamente, Lucian Blaga.

Rumania parece ser el lugar donde se escucha el silencio, mis sospechas surgen a partir de la insistencia de escritores como Blaga, que reflexiona y se detiene sobre él en varios de sus poemas y aforismos: “… el silencio siempre está presente en la poesía, así como la muerte en todo momento está presente en la vida” (p. 40). Y bajo el nombre de “Silencio” titula a uno de sus poemas, parte de cuyos versos extraigo a continuación:

Tanto silencio hay conmigo

que creo escuchar

cómo se estrellan los rayos de la luna

en la ventana (p.28).

El silencio es para Blaga el presentimiento de la muerte. Esa que puede ser cobijada por un ataúd hecho de “Roble”:

(…) gotas de silencio

y no de sangre

corren por mis venas.

¿Por qué me domina

roble

al final del bosque,

con frágiles alas tanta paz,

cuando permanezco en tu sombra

y me acarician tus vibrantes hojas?

¿Quién sabe? Tal vez

con tu tronco han de tallar

muy pronto mi ataúd.

Quizás el silencio que me aguarda

sea el mismo que ahora siento (p.30).

Junto al silencio está la muerte, como siempre a la diestra de todo. Para el escritor George Bacovia, la sombra mortuoria habita la ciudad:

Multitudes de muertos en la ciudad, (…)

los vivos caminan y también se pudren,

con el luto sudoroso del calor;

El olor de los cadáveres persiste,

Hoy tu pecho no es tan terso (…)

Muchos muertos en la ciudad

lentamente se pudren (“Horno”, p.15).

Ante la guerra y el fin, Tristan Tzara acude a la madre, con el temor de quien huye, en su “Canto de guerra”:

Madre

la sequía me marchitó

la hierba del alma

y tengo miedo (p. 66).

Y en su huida deja atrás los espantapájaros que sembró en el campo y ve cómo el

Viejo chopo crecido

al borde de la trinchera

abre los vientres, las entrañas

rubia es la hija del posadero de Hirsoveni

¿Cuántas horas nos quedan? (p.67).

La huida se transforma en espantosa tormenta, donde la muerte es cubierta por la blancura del invierno:

(…) pisamos los cadáveres abandonados en la nieve

abrimos las ventanas de la oscuridad ahogada

por los valles se absolvieron como ventosas a los enemigos

y les dieron muerte hasta la más azul lejanía.

El frío: quebranta los huesos, como la carne

Nosotros dejamos que llore el corazón (“La tempestad y la canción del desertor”, p.73).

En este libro, además del silencio y la muerte, el agua irrumpe como elemento dominante, que hunde al mismo tiempo que regenera. Y para decirlo con los versos de Ion Barbu “deshace un alma en otro sitio” (“Arca”, p.56). Tristan Tzara ilustra la fuerza del agua, el bramido de la tormenta en su “Canto de guerra”:

En el campamento

se abatió la furia de las nubes

y arrastró los cadáveres hasta el río

creció el pudor de las aguas como la fuga de los pueblos

azotó nuestras nostalgias

y las molió como trigo (p.67).

En esta breve selección de poesía rumana no todo es silencio y muerte lluviosa y fría, existen excepciones como Nichita Stănescu y Marin Sorescu, ambos contemporáneos, nacidos en los años 30, cuyos poemas cargados de ritmo lúdico, sobre todo los del primero, y de humor negro, especialmente los del segundo, logran darle a la selección un aire de frescura. En “Quinta elegía”, Stănescu juega con un tribunal regentado por frutas, sombras, hojas y granos:

Nunca me repugnaron las manzanas

que son manzanas, por las hojas que son hojas,

por la sombra que es sombra, por los pájaros que son pájaros.

Pero las manzanas, las hojas, los pájaros, las sombras

se ofendieron conmigo para siempre.

Heme aquí llevado al tribunal de las hojas,

al tribunal de las sombras, de las manzanas, de los pájaros.

Tribunales redondos, tribunales aéreos,

tribunales frágiles, frescos.

Heme aquí condenado por no saber,

por el hastío, por la inquietud,

por no moverme.

Sentencias escritas en la lengua de los granos.

Actas de acusación selladas

con entrañas de pájaros,

fresca penitencia gris por mí decidida (p.85).

Mientras que Marin Sorescu sin abandonar la muerte, pero dándole un giro humorístico y absurdo, inventa un suicidio entre amigos, en su delirante poema “Amigos”:

Vamos a suicidarnos, les digo a mis amigos,

hoy nos hemos comunicado muy bien,

estuvimos tan tristes,

esta perfección en común

no la lograremos de nuevo

y es una pena que perdamos este momento.

Creo que la bañera es la forma más trágica,

hagamos como los notables romanos

que se cortaban las venas, discutiendo sobre la esencia del amor.

Fíjate, herví agua.

Comencemos, queridos amigos, yo cuento: uno, dos, tres (…)

(…) El infierno fue difícil para mí, se los aseguro,

sobre todo al principio, saben, estaba solo,

no había nadie con quien intercambiar unas palabras,

pero poco a poco me integré,

hice algunos amigos.

Un círculo extraordinariamente unido,

discutíamos toda clase de asuntos teóricos.

Nos sentíamos maravillosamente,

incluso llegamos al suicidio (p.99-100).

Héctor Seijas cumplió con el noble encargo, le llevó las flores a la tumba del poeta. A cambio, la mítica tierra rumana metió poemas en sus bolsillos, buena parte de ellos deudores de la canción popular. Tal vez lo hizo como agradecimiento, quizás como un guiño de ojo para que su poesía viajara con él hasta esta tierra tan lejana, con una lengua tan ajena a la suya. Ahora Seijas tenía un nuevo encargo: cogió los poemas y los tradujo, hecho que se agradece. Mientras lo hacía recordaba el pañuelo sobre la cabeza de la señora rumana y los rituales fúnebres de la vieja Transilvania.

Carolina Lozada

Ilustración: “Sfetnicul noptii”, Felix Aftene

lunes, 23 de noviembre de 2009

Baroni: un viaje o la difícil sencillez reveladora

Desde el mismo título Baroni: un viaje (Buenos Aires: Alfaguara, 2007), este libro de Sergio Chejfec, nos señala e invita a transitar junto al narrador un recorrido por una superficie que finalmente hallaremos metaforizada en una pequeña hoja de papel de estraza, arrugada por el puño de una mano. Y, en efecto, si bien allí tiene lugar el curso imaginario de ese viaje, la carga simbólica de ese papel sin lisuras (que al final nos recordará el material de las máscaras pintadas por Reverón o la orografía trujillana) nos lleva a seguir los pasos de un discurso de incierta movilidad que se desplaza entre los pliegues de una geografía múltiple tanto en lo físico, como en lo anímico e intelectual.

A partir de la descriptiva reflexión que motiva la figura de José Gregorio Hernández, hecha sobre una talla de madera por la artista trujillana Rafaela Baroni, Chejfec va construyendo una particular constelación que tiene al personaje de Baroni como centro, desde el cual se irradian diversos vínculos con figuras como el mismo médico santo de Isnotú, poetas como Juan Sánchez Peláez e Igor Barreto o artistas como Armando Reverón, Juan Andrade y Tomás Barazarte.

Se trata de un viaje por interioridades e intersticios, un acercamiento detenido y cauteloso, profundamente intelectual y de un admirable despojo, que explora cierta inocencia inmanente, cierta pureza de alma, y la recóndita sabiduría artística enraizada a esa particular geografía, pues como bien dice el narrador, en el largo monólogo que conforma la novela:

Me pareció que esa inocencia es un código genético del arte, y que si yo quería hablar de Baroni debía obedecerlo, así como si quería hablar de cualquier otra cosa. Y podría decir más: en un punto sentí una extraña nostalgia, o un sentimiento de privación, frente a su capacidad para establecer esas relaciones simples, unívocas entre objetos materiales y resultados de la imaginación (p.101).

A lo cual añade más adelante, refiriéndose a la artista trujillana:

ella representaba para mí la infancia del arte. No sólo en el sentido de ingenuidad, o más bien excluyendo ese sentido, sino infancia como elocuencia, por un lado, como vitalidad, pero especialmente como proveedora de vida: la vida como contagio (p.102).

El discurso se despliega como una enigmática (y a la vez muy concreta) y detallada reflexión sobre un espacio que constantemente es cartografiado, al menos, en tres planos: el correspondiente a realidad física aludida en la narración (Boconó, Betijoque, Isnotú, Valera, Mérida, Hoyo de la Puerta, Maracay, Caracas, etc.); el conformado por la dimensión existencial de los poetas y artistas aludidos y ligados a esos espacios o a las experiencias por ellos suscitadas; y, por último, el texto mismo como extensión explorada (o por explorar). Este último deviene, además, autorreferencial, en la medida en que nos recuerda cómo (o dónde) ha sido narrado lo hasta ahora dicho o anuncia qué, posiblemente, se dirá después. Estrategia de interpelación al lector que resulta sin duda efectiva en la tarea de hacerlo cómplice del rito de imaginar tales “construcciones cartográficas”.

Una suerte de ingravidez determina todas las percepciones espacio temporales de esta novela. Característica que le atribuye el narrador a uno de los personajes, cuando dice: “Así no solamente él, incluso el ambiente a su alrededor tendía a la ingravidez; no a lo irreal o a lo borroso, sino hasta lo latente y devaluado” (p.67).

Como hemos dicho, es un texto lleno de marcas que anuncian posibles desarrollos de la anécdota emprendida, muchos de los cuales no alcanzan a ser más que formas potenciales de un discurso que quizás nunca vendrá, pero de cuyo sólo señalamiento ya se deriva una suerte de existencia. Así, la trama narrativa se va tejiendo con un cúmulo de cabos sueltos, precisamente calculados. Y al ambiente “ingrávido” y moroso antes señalado, se suma, para hacerlo más patente, una red de indefiniciones sobre el suceder, que crea una sensación de continua latencia.

A través de esta dilatada reflexión que se desplaza geográficamente, se ponen en relieve los atributos topográficos que emparentan espacio y pensamiento: “espacio en el sentido más abstracto e intangible de la palabra, la palpitación del entorno, la sensación de armonía, fatalidad o amenaza, el tono del ambiente” (p.79). Con mirada extranjera el narrador innominado haya en el otro y en lo otro, en lo distinto, una presencia incisiva en la que se manifiestan valores elementales que conjugan la inocencia artística y la simplicidad de lo primitivo; aquello que perdura sin renunciar a lo primigenio. Indagación que se torna obsesiva y que convoca la admiración y la nostalgia por aquello que se sabe auténtico pero inaccesible (irremediablemente ajeno): formas de emprendimiento artístico profundamente ligadas a un orden natural, ritual y colectivo, donde entre máscaras y sombras, rituales y escenificaciones se retan cotidianamente los límites entre lo real y lo ficticio, lo sagrado y lo profano, lo culto y lo popular, la vida y la muerte.

Pero al final, quizás hay otro plano donde se da ese ejercicio cartográfico, esa búsqueda incesante de relaciones y el continuo reajuste de coordenadas que permiten comprender la superficie y los volúmenes constreñidos en la imagen del arrugado papel de estraza encontrado en un ascensor. El plano donde se mueve el escritor, en la perpetua cacería de las palabras que se adecuan a su necesidad expresiva, esas capaces de establecer las misteriosas relaciones con las cosas y las ideas, esas que alcanzan a compendiar la nostalgia por la difícil sencillez reveladora.

Arturo Gutiérrez Plaza

Ilustración: Fotografía de Sergio Chejfec


lunes, 16 de noviembre de 2009

Sombras de una voz fugitiva


En México la antigua tradición del libro misceláneo ha recuperado terreno perdido gracias, sobre todo, a escritores que Octavio Paz congregó en el proyecto editorial de Vuelta. Gabriel Zaid, Alejandro Rossi, Adolfo Castañón y Aurelio Asiain, entre otros, aunque de generaciones diferentes e idiosincrasias estéticas inconfundibles, han compartido la fascinación por un hábito literario prestigioso en la era modernista —títulos como Azul... y Lunario sentimental lo prueban— que casi desapareció del horizonte hispánico hasta los años sesenta, cuando Borges y Cortázar lo reactualizaron. En Caracteres de imprenta (1996), Asiain nos ofreció una miscelánea organizada con perfil ensayístico que incorporaba con naturalidad la semblanza, la entrevista y la traducción. No obstante Luna en la hierba: medio centenar de poemas japoneses (Madrid: Hiperión, 2007) funcione como antología de poemas japoneses “elegidos, traducidos y comentados” por Asiain —según rezan la cubierta y la portada de Hiperión—, no debemos olvidar la familia a la que más exactamente pertenece, que es, a mi ver, la que acabo de describir.

En las obras de los mexicanos que he mencionado se observa una clave común: no tanto la diversidad de géneros o temas que abarca el volumen como el diálogo de lo diverso con una raíz ensayística. Dicha tendencia se comprende si prestamos atención a que, desde su nacimiento, el ensayo cultivó la heterogeneidad. Montaigne se refería a sus Essais como “cuerpos monstruosos compuestos de miembros distintos” y Bacon a sus Essays como “meditaciones dispersas”. El giro que le da Asiain a la miscelánea con Luna en la hierba es de una milagrosa indeterminación formal: pese a la operación de mercadeo editorial que quiere simplificarlo para el rápido consumo y pese a la tendencia ensayística de Caracteres de imprenta, el nuevo libro se las arregla para ser varias cosas a la vez sin que ninguna de ellas predomine. Estamos ante un florilegio de traducciones, pero, no menos, ante un conjunto de ensayos acerca de la lectura y traducción de poesía y ante una resurrección de los antiguos cancioneros.

Sobre lo que tiene de antología de poesía vertida al español, cabe indicar que el prologuista es consciente de que en ese territorio abundan los precipicios: “Las versiones imitan la forma japonesa, se apegan a la cantidad silábica del original [...] e intentan seguir el orden de las palabras y las imágenes de los originales. Son criterios desde luego discutibles” (p. 15). El verbo imitar nos da la primera pista: estas traducciones no pretenden reemplazar el texto matriz, porque serán siempre una escritura otra. Desde hace siglos se ha sugerido que dicha escritura está condenada a un rango inferior: Some hold translations not unlike to be / The wrong-side of a Turkey tapestry (para curarme en salud me abstengo de traducir los versos de James Howell, que modulan, por cierto, un cliché tampoco evitado por Cervantes). No me parece que a eso pueda confinarse una “imitación”, la cual postula con valiente humildad su condición de sombra de una voz fugitiva. Nada ingenuo es Asiain; buena parte de sus comentarios se ocupan de la imposibilidad de transportar de una lengua a otra el vocabulario o los efectos de éste en el lector; a veces, nos ofrece incluso versiones “más literales” que, no por ello, resultan más satisfactorias para el intérprete, quien, tras optar por una de las variantes, advierte: “espero que haya quedado lo esencial” (p. 80). De esa manera, se desarticulan las expectativas de fusión con el origen; se renuncia a la autoridad tradicional de muchas traducciones que acumulan capital simbólico aprovechándose de la fe de un público realista y melancólicamente resignado a la ciudadanía de Babel. Asiain enfatiza la índole doble de su tarea: es un intermediario, como los traductores a los que aludo, pero también se revela como crítico, hermeneuta. El latín interpretatio, recuérdese, significaba tanto la acción de explicar como la de traducir de un código verbal a otro: fuera del lenguaje, al fin y al cabo, nunca encontraremos sentido; sólo con palabras podemos aproximarnos a las palabras. En tal aporía que pone una y otra vez en evidencia, en tal laberinto, Asiain acepta perderse con júbilo. Al reflexionar sobre los esfuerzos que requiere la comprensión de un poema, sobre el fascinante riesgo de imitarlo en otro idioma, su iniciativa no establece una sensación de identidad entre el original y nosotros (equivaldría a mentirnos, a engañarnos). Lo recibido por quienes desconocen el japonés es una invitación a comulgar inteligentemente con la existencia de una distancia insalvable.

De allí parte el ensayismo de Luna en la hierba, cuya materia serían los avatares de la lectura de poesía, particularmente en el umbral de dos o más lenguas. Multitud de indicadores permiten percibir la lucidez con que Asiain delinea el sutil espacio de su ensayo, agazapado en la “edición”. Un “Aviso” precede al volumen, sentando, tal como el “Avis au lecteur” de Montaigne, bases conceptuales con un tono de intimidad intelectual. El intercambio epistolar con un amigo muy concreto, por ejemplo, se señala como génesis de los comentarios a las traducciones (p. 16), lo que hace fácil proyectar la amistad al público que ahora lee. Montaigniana, asimismo, es la lucha con los absolutos metafísicos o las ilusiones de objetividad del cientificismo moderno. Asiain lo recalca: “Los comentarios [...] quieren justificar mis decisiones, explican los criterios en que me he basado y los caprichos a los que he cedido, aclaran puntos oscuros y se distraen a veces en consideraciones laterales” (p. 16). La “distracción” como método, si hacemos memoria, es una constante de los Essais. De igual importancia es la peculiar coherencia del sujeto que no se limita a traducir o a hacer la exégesis de textos inalcanzables. Repárese en los “caprichos” que se anuncian; también en la entronización del gusto como quizá el más humano de los criterios a la hora de discutir un poema de Kiyohara no Fukayabu: “el original no dice a la letra que la noche no se haya cerrado; dice que aún está anocheciendo y se asoma el alba; pero me gusta la oposición entre la noche que no se cierra y las nubes que caen como un velo” (p. 54). El de Asiain es un personaje que, como el de los Essais, recrea una red de preferencias en el fondo intuitivas o irracionales; por si ello no bastara, su humor liquida toda pretensión de que el conocimiento provenga de una fuente abstracta, no individuada: “Niho no humi, en la primera línea [de un poema de Fujiwara no Ietaka], podría traducirse como Mar de los Somormujos: nombre poético del Lago Biwa en japonés, algo rasposo en español y menos evocador que el habitual. Dejo esos patitos a otros traductores” (p. 76).

El ensayo que puede descubrirse en esta antología se transforma en biografía mental del que escribe: téngase en cuenta el je suis moi-même la matière de mon livre con que Montaigne nos saludaba. El Asiain editor parece repetir el gesto. La descripción que en varias oportunidades hace de la tradición poética japonesa se asemeja a la que podría hacerse de su propia lírica. Su poemario República de viento (1990), que mereció el Premio Loewe a la Creación Joven, no ocultaba su adhesión a cierto barroco alejado de las exuberancias ornamentales de los epígonos de Lezama y cercano a un disciplinado ascetismo sediento de trascender las proliferaciones ilusorias para alcanzar una verdad desnuda, casi pura (“cosas elementales, que no vale la pena / empeñarse en nombrar”). Para Asiain, ahora en su papel de editor o traductor, “a cambio de no extenderse más allá de las treinta y una sílabas, la poesía japonesa tuvo una suerte de crecimiento interior: [...] sometió su universo simbólico a una codificación extrema que no podía sino resolverse en un manierismo. [Su] complejidad formal y el enrarecimiento referencial hacen pensar en [el] barroco español” (p. 13-14).

Luego de cruzar el puente que une la edición de poesía a una estética personal, llegamos al último de los libros que cohabita armónicamente en Luna en la hierba con los que ya he apuntado: el cancionero. La labor dispersa de los antiguos trovadores occitanos fue, para nuestra fortuna, compilada por individuos que, no contentos con la reproducción de las canciones, les añadieron vidas, relatos biográficos, y razós, interpretaciones de las piezas que intentan dar con los motivos personales o artísticos del trovador. Suma de creaciones: a las del poema japonés y la “imitación” castellana, Asiain agrega una página especular con un “comentario” hecho a veces de vida, a veces de razó y casi siempre lleno de felices cristalizaciones de su sensibilidad poética, donde hallamos fraseos eficaces, no ancilares, animados con el mismo rigor del poema y su traducción. Ante una composición de Ôtomo no Yacamochi la discusión sobre aliteraciones, por eso, puede recurrir a la aliteración y se carga de imágenes: “No hace falta saber japonés y ayuda el oído español para percibir el aleteo de las aliteraciones en la primera mitad del poema: un paisaje fonético en cuyo centro se despliegan las dos alas de harubi ni hibari (alondra en el día de primavera)” (p. 26).

Luna en la hierba depara una imprevista riqueza, en la que participan la curiosidad cultural y la límpida destreza literaria de un autor que dialoga con diversos poetas y diversas épocas, encarnando en la práctica del libro una experiencia de otredad.


Miguel Gomes