lunes, 29 de septiembre de 2008

Los trabajos del sueño de Mario Bellatin


El último libro de Mario Bellatin, El Gran Vidrio (Barcelona: Anagrama, 2007), puede ser descrito, justamente, como un libro. La tautología no tiene por fin insinuar que el volumen debe percibirse como un objet d’art o un ready-made, por más que su nombre nos refiera a Duchamp. Más allá de esa admitida relación, El Gran Vidrio es un embrollo que simultáneamente perturba los axiomas de lo real y lo ficticio, y el vínculo entre un texto y su definición. El subtítulo nos habla de “tres autobiografías”, pero esa idea poco tiene que ver con la detallada exposición de la vida del autor. Asimismo, la contraportada informa que la obra narra “una fiesta que se realiza anualmente en las ruinas de los edificios en la ciudad de México”; sin embargo, no hay rastros de esa celebración en la obra, lo que amplía aun más el concepto de desconexión como fe literaria. El contraste entre lo expuesto y lo omitido revela la abundancia del proyecto de Mario Bellatin.

Lo que se lee en esas ciento sesenta y cinco páginas es entonces el desorden de lo literal; en ese contexto, hablar de autobiografía no supone una alusión ni a la etimología ni al sentido común. La anécdota sólo puede leerse, entonces, como el ocultamiento de otras anécdotas fantasmas. El nexo entre una y otras tiene que postularse como una defensa de la multiplicidad de los significados, en la tradición que incluye a Tomás de Aquino y Dante. Así, El Gran Vidrio contiene su propia teoría de lectura: cada renglón representa algún contenido severamente metamorfoseado y tal vez irredimible. Con eso sabemos que es difícil ligar con exactitud las historias a unos eventos previos. El pasado del libro queda, de esa forma, casi abolido como excusa o pretexto. Lo autobiográfico termina por ser una posibilidad contemporánea, más que una detallada reedición de lo añorado.

En la primera sección, “Mi piel luminosa”, una mujer exhibe los genitales de su hijo a cambio de variados regalos: brazaletes, zarcillos de plásticos, labiales… La operación de trueque de hecho convierte los órganos sexuales del niño en una especie de lingam un poco devaluado pero aún potente: el símbolo original es ahora un objeto justipreciado como mercancía, cuyo valor se desprende de un acto remunerativo, siempre actual, y no de uno enteramente religioso—que implica une renovación de gestos venerados y antiguos. Es cierto que hay antecedentes de esa actividad:

54. Sé además que el oficio de madre que se dedica a mostrar los genitales de sus hijos no es tampoco de su invención.
55. Se trata de una práctica milenaria para la cual no todas las mujeres con hijos están capacitadas
(p. 15).

Esas frases apuntan a la conversión de tales expresiones en rito, pero en verdad de esas viejas ceremonias se sabe muy poco: su certeza está vagamente respaldada por unos rumores. Las visitas de esa específica mujer y el niño a los baños públicos es asunto de un eterno presente, onírico, turbiamente imposible. Lo que esa historia pueda revelar de Mario Bellatin es, también, confuso: quizá la fábula sea una reelaboración del tema de la malformación orgánica que se halla en todos sus libros. Aun así, que la materia haya sido transformada hasta promover los tanteos y la adivinación señala, con toda claridad, que esa autobiografía, como las siguientes, es un ejemplo del trabajo del sueño—lo que Freud llamara Traumarbeit. Las oraciones numeradas de esa sección acentúan esa naturaleza: como los ambientes y los decorados, cada una de ellas exalta un contenido a veces arbitrario, en ocasiones unido a otros por la mera apariencia y no por la lógica de la transición. Entre una y otra no pocas veces la sucesión rebate toda expectativa de suspenso, como si lo contado tuviera más que ver con la calidad de los sueños que con los rigores de su interpretación.

La misma variedad se encuentra en las otras partes de El Gran Vidrio. En “La verdadera enfermedad de la sheika”, lo autobiográfico está centralizado en la existencia de una comunidad derviche y su guía (la sheika), en las continuas visitas del narrador al hospital, en su profesión y en la prótesis que suple el brazo faltante. Esos elementos están enrarecidos por la presencia de una realidad invisible y no menos fidedigna. En algún instante, el narrador vive una epifanía que le descubre lo que hay de viable bajo lo manifiesto:

En ese momento se me hizo claro que para mí la sheika no era más que un punto entre una instancia y otra. Es decir, que me servía de referente para estar seguro de la existencia tanto de un mundo material como de uno conformado sólo por el espíritu. Aunque seguramente ella no hubiera estado de acuerdo con mi forma de pensar, pues ella habría insistido una y otra vez en que todo no era más que lo mismo (93-94).

Lo que haya de memoria en esas páginas tiene ese doble contenido material y espiritual; podría incluso decirse, como lo haría la sheika, que ese par se disipa hasta ser una sola entidad indistinguible. La escritura de la propia vida debe dar cuenta, de esa forma, de esa complejidad, que en la última parte de El Gran Vidrio incluye el incesante cambio de sexo, no por medio de un acto ornamental o quirúrgico, sino por la simple continuación de la historia: que Bellatin haya agregado una cuartilla a otra debería explicar suficientemente esa metamorfosis. Allí, en “Un personaje en apariencia moderno”, Bellatin es más explícito en relación con sus objetivos: “¿Qué hay de verdad y qué de mentira en cada una de las tres autobiografías? Saberlo carece totalmente de importancia” (159). Si hay algo relevante es, justamente, la fusión de toda identidad verdadera y mentirosa en un libro, sea una novela o un inventario de rotundas confidencias.

En El Gran Vidrio puede que haya, incluso, una cuarta autobiografía. La fiesta carnavalesca descrita en la contraportada a lo mejor es otra instancia del mencionado trabajo del sueño: en esa imagen probablemente se resuelva un aspecto potencial de la vida de Mario Bellatin. Esa conjetura asimismo expande el concepto de literatura y materialmente lo lleva de la tripa de papel al cartón. Esa propagación expone bien los propósitos generales de la obra.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “The Cherry Picture”, Kurt Schwitters

domingo, 28 de septiembre de 2008

"Las posibilidades" de Rocío Silva


Aunque sin mayores méritos, salvo el tema del que habla la poeta: “mujeres […] violadas y violentadas por el personal militar cuando muchas veces sin motivo alguno, fueron acusadas de terrorismo. De la misma manera, los miembros de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru secuestraron a muchas jóvenes bajo el pretexto de la militancia guerrillera pero con la finalidad última de convertirlas en esclavas sexuales (p. 11)”, Rocío Silva Santisteban (Lima, 1963) fue galardonada por Las hijas del terror (Lima: Ediciones Copé, 2007) con el Premio Copé de Plata en la XXII Bienal de Poesía, premio Copé, que organiza PETROPERÚ, en el año 2005.

Ya desde el inicio del texto, Silva Santisteban ingenuamente se excusa (y se justifica) diciendo que el texto es “un intento por poetizar el miedo, el dolor, la indiferencia y la crueldad. No puedo hablar 'en vez de' las mujeres que sobre sus cuerpos llevan la marca del sometimiento y la humillación. Trato de acercar mi palabra, en la medida de mis posibilidades y limitaciones, a las huellas que sus cuerpos dolientes han dejado sobre todas nosotras y nosotros, huellas que con increíble autoritarismo monologante la ciudad letrada se ha negado la mayoría de las veces siquiera a mirar (Ibíd., el subrayado es mío)”.

Sin embargo, más allá de esta “pretensiosa” reflexión, casi nada de esto ocurre. Al terminar de leer el libro, uno se da cuenta de que en realidad la mayoría de los textos (salvo excepción de los poemas de las páginas 17, 19 y 20) sólo son confesiones—casi existenciales—de mujeres de la clase media capitalina (y por ende urbanas) que no vivieron directamente estos sucesos, y donde el cuerpo y el dolor—característica de sus libros anteriores—sumados a la soledad, se asocian para darnos una lectura más urbana (obviamente) que campesina (o “andina”) de este conflicto que Rocío en un principio “intenta” poetizar.

Así, en el poema de la página 16 nos dice: “No quiero morir/sólo descansar/permanecer suspendida como una nube/flotar y dormir/arder y perder la forma/como un gas evanescerme/a lo largo de un extenso territorio/fugar del cuerpo/extenderme hasta llegar al lugar del vacío//No quiero morir/sólo hacerme daño/un vidrio una estaca un punzón/cualquier cosa que me agreda un poco/algunos tajos cerca del talón/una gillette como un pincel/ la paleta empapada de rojo/la nariz también enrojecida/endurecerme/una roca maciza/un monolito de carne”.

De esta manera, se puede entender que el discurso va más allá de los atisbos de aquella reflexión—casi—existencialista de la que hablé líneas arriba, hasta llegar a esa etapa patológica que todas las grandes urbes tienen: el intento (autodestructivo) de suicidio: “me tomo una taza de café/y dos lexotanes/y dos urbadanes/y dos actifeds/y me vuelvo a tirar sobre las sábanas/me acurruco entre las frazadas/para no escuchar ni sentir//y quisiera apagar la luz/clic/para siempre (p. 23)”; producto tal vez de las peripecias que dicha clase media pasó en el quinquenio 1985-1990: “Yo abro las piernas y dejo/que él fornique sobre mí como un cerdo/como un cerdo rosado/—frota tu sucio placer, ¡frótamelo!—/por un kilo de azúcar/una lata de leche (p. 34)”; “Domingo. Despierto con el ruido del mar/golpeando la pared del acantilado/tengo el libro de Eliot sobre las piernas/al frente, en la cuna, la niña infla los cachetes y parece/que va a pronunciar la magnífica palabra (p. 33)”.

También es notorio que, en algunos poemas, Silva Santisteban se deja ganar por una sociologizante “perspectiva de género (poético)”—«Pobreza: ¿es o me parece nombre de mujer? (p. 32)”, “es absurda la frivolidad de este sufrimiento, lo sé,/estudio el sistema sexo-género/la ciudad y la individuación/pero más allá de mi razón/algo supura (p. 36)”—, y una ineludible y temporal “retórica posmoderna”—lo que ella llama, al cerrar el libro, “mixes y samplers”—, algo que, creo, es totalmente válido, pero que, de alguna manera, desvirtúa el meta-relato que ella misma plantea al comienzo, pues, “no hay cuestión de género que condicione el discurso ni la lengua: son la identidad y la pertenencia, ahora sí, las que señalan el espacio de acción”, dice Ramiro Vicente (1), respecto a este texto.

Quizá una bondad (?) del libro radique en ese trabajo de imaginación (no palabra imaginada) cercana, en algunos casos, a la de telenovela mexicana (véase el título): dramática, emotiva y mediatizante, donde la mujer se hace la víctima (o se victimiza) cumpliendo perfectamente su rol de mártir (no por que ella lo quiera, sino porque así lo estipula el guión), sin que, por ende, exista una cuestión reivindicativa respecto al género: “no más, por favor, no, no, déjenme morir/cuatro cinco seis/ya no, Dios, ya no, ya no/siete/estaba completamente muerta, muerta, muerta,/ocho (p. 21)”; “ya no más, ya no más por favor/no apagues la luz, deja eso,/no, no lo hagas,/ya no quiero, no me obligues/me duele, no me trates así (p. 66)”.

Y salvo algún atisbo de reflexión en dicho guión: “Una sombra en la azotea desaparece/ante el primer rayo de sol/son el mal y el pecado que huyen/para luego asaltarme por la espalda (p. 47)”; “acá está lo tan esperado, papá—grita/un precioso bocado de tu propia carne/me arrancho el trozo y te lo devuelvo/y no me vuelvas a llamar bastarda/come de mi carne (pp. 64-65, subrayado mío)”, la poeta (no sé si intencionalmente) se convierte en la constructora de una realidad demasiado centrista, lo que llamo simplemente la “versión del fisgón”, y que da paso a la descripción de una realidad “hegemonizante” de la que toda metrópoli se jacta para saberse conocedora de su misma periferia.

¿Si no, por qué asumir la voz de otras personas, así sea que éstas no tengan los medios para hacerlo? Silva Santisteban cae, pues, en lo que ella misma ha dicho con respecto a Cecilia Valenzuela, que también ha utilizado ese estilo testimonial “no personal” del conflicto interno “para convencerse a sí mism[a] de su bondad: asumiendo que el otro, (…) es un ser que debe ser tutelado y encaminado por la vida” (2); por ello, no me parece que quede librada de la 'demagogia y del populismo', tal como manifiesta Javier Ágreda (3) en un comentario respecto al libro.

Para terminar, tal vez sería bueno recomendar un buen tema para que Rocío Silva Santisteban escriba más adelante: el problema de las “Trabajadoras del hogar” algo que, supongo, sí debe estar más cercano a su entorno y donde ella probablemente sí sea una testigo fiel, para que de esta manera pueda retratar lo que también “la ciudad letrada se ha negado la mayoría de las veces siquiera a mirar”; pues no creo que ellas también crean que “Gozar y moverse, gozar y moverse, gozar/y moverse: a eso debería estar resumida/la historia de la eternidad. (p. 39)”.


(1) http://www.paralelosur.com/revista/revista_dossier_025.htm
(2) http://kolumnaokupa.blogsome.com/2008/04/25/chichi/
(3) http://agreda.blogspot.com/2007/las-hijas-del-terror.html


José Córdova. Co-director de la revista de creación literaria “Ablaciones”. Co-editor de Cascahuesos Editores y director de la bitácora Panóptico Literario (http://panopticoliterario.blogspot.com/). Ha publicado dos antologías de su poesía: Pre-textos (Arequipa: Editorial UNSA, 2002) y la plaqueta Perfil del desencuentro (Arequipa: Cascahuesos Editores, 2007).

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Mujeres del sur

Las mujeres del sur son rostros, manos, cabelleras y quehaceres. Imágenes de mujeres habitantes de los pueblos del sur merideño. Viejas con rostros atravesados por el tiempo, niñas de miradas curiosas, muchachas con sus vestidos de primera comunión, mujeres de blanco, en preparativos para el altar, son parte de las imágenes captadas por los fotógrafos José Alejandro González y Gerard Uzcátegui y compiladas por Libia Planas en el libro Mujeres del sur (Mérida: Centro de Conservación Documental Pueblos del Sur, 2008). Este libro, dividido en dos épocas, en las miradas de dos fotógrafos, en etapas de blanco y negro y en momentos de color, fija trozos de las historias sencillas y cotidianas de las habitantes de esas pequeñas poblaciones ubicadas en uno de los costados de la ciudad de Mérida. Así tenemos las fotografías de mujeres en sus faenas diarias: parteras, hacedoras de jabón de tierra, mujeres que desgranan el maíz, mujeres que amasan el pan, mujeres rezanderas que curan el “mal de ojo”.

El lente de los fotógrafos se detiene en detalles como la trenza de una larga y encanecida cabellera, las uñas de manos acostumbradas al trabajo rudo del campo, las manos de hilanderas con sus hilos antiquísimos; hilos y arrugas como la escena de un cuento construido a fuerza de memoria, a fuerza de repetición. Los dedos de parteras, mujeres dadoras de luz; brazos fuertes para amasar el pan, manos que velan la tierra. Fotos que siguen los pasos lentos de pies cubiertos con zapatos tejidos. Rostros muy viejos con sonrisas generosas de niño. Paredes de cocinas rústicas, atravesadas por plantas enredaderas, adornadas con utensilios de oficios caseros, puertas de madera crujiente, tan antiguas como los años, como el pasado. Casas con pasillos alumbrados por la luz tenue del campo.

Todo en Mujeres del sur nos remite a un tiempo y un lugar donde la vida transcurre más despacio, sin apuro. Un tiempo con olor a café recién colado, a cocina de leña. Un tiempo rozado por las ramas verdes de los maizales y perseguido por los ecos de las faenas campesinas. Un tiempo invadido por sonrisas de niñas despeinadas entre los tejados de sus casas.

De este libro sólo resentimos que los breves párrafos que anteceden a las fotografías no estén a la altura de las imágenes que muestran. Son textos escuetos, sin gracia; sin embargo, fotografías como las de “Ana María, la última de los Briceño” sentada en su cocina, con su pañoleta roja cubriéndole la cabeza, y su vestido de flores, y la imagen de Ana María Parra, la partera que nos mira a los ojos con su sombrero de paja, entre otras tantas, hacen de Mujeres del sur un rico patrimonio fotográfico y documental sobre la gente y la vida de estos pueblos venezolanos.


Carolina Lozada
Ilustración: “Puertas de amor”, Jean-Luc Crucifix

miércoles, 17 de septiembre de 2008

De la renovación social y literaria en Diez días de un fin de siglo


La portada de la novela Diez días de un fin de siglo (San José: EUNED, 2007) de Emilia Macaya, nos invita a ver la película de ciencia ficción Metrópolis, de Fritz Lang, y a la a vez nos “programa” para leer la novela, entonces, en clave de ciencia ficción. Sin embargo, a pesar de la ambientación futurista, de los aires escatológicos y de las referencias al siglo XX y a otros siglos como tiempos pasados, el texto es una reflexión sobre la condición humana, y más aún, sobre la situación de la mujer en culturas patriarcales. Así, a través de diversos personajes, como Flamina, Isabel o Virginia, nos vamos adentrando en un mundo donde rigen la represión y la autocensura. Como reza la contraportada: “En medio del aislamiento al que ha obligado una catástrofe tóxica de efectos impredecibles, diez personajes, por diez días sucesivos, recontarán historias mientras develan su destino final, al tiempo que transforman y vuelven a definir sus vidas”. La novela se propone como un juego entre metatextos e intertextos, la riqueza de referencias literarias y culturales es sumamente amplia y exige un lector avisado, activo: para empezar, los diez personajes que cuentan diez relatos durante diez noches remite a Los cuentos del Decamerón de Bocaccio; luego, el relato principal se ve aumentado por las historias que se van insertando en él, y que terminan por conformar el complejo entramado. Por otro lado, la disposición y el juego tipográfico es un recurso más: dependiendo del narrador, los personajes, el momento, la historia u otros elementos, así la tipografía va cambiando, lo cual también demanda esfuerzo de parte del lector. Diez días de un fin de siglo es una novela arriesgada (en su propuesta formal y en su temática) en un medio costarricense acostumbrado a las pautas realistas y referenciales, así como a la simpleza narrativa, pues esta novela rompe con tales esquemas: la riqueza del lenguaje, la madurez y fluidez narrativa, la gama de “citas” culturales y la fuerza y pasión que se desprende de las vivencias de los personajes femeninos convierten la historia en un todo refrescante, vivo; por ello, podemos afirmar que la propuesta explora otros territorios y anuncia nuevas tendencias. Ahora, si bien acá tenemos novelas con énfasis en criticar la realidad social y cuestionar el papel de la mujer, tales como La loca de Gandoca, no logra ninguna conjugar la calidad narrativa junto con la verdadera profundización, como sí lo logra Diez días de un fin de siglo. Y es que ahí donde otros textos se quedan en la superficie, esta novela cuestiona los fundamentos mismos de una cultura falocéntrica, pues solamente de tal modo es posible pensar en un cambio. No en balde se cierne sobre la sociedad que se describe una catástrofe: el hombre blanco capitalista es quien nos ha llevado al borde del abismo, es él quien ha destruido todas las formas humanas de lo bello y elevado. Entonces, Emilia Macaya opta por un apocalipsis: recordemos que en mitología un apocalipsis implica un renacimiento. Solamente en una nueva sociedad es posible pensar y sentir distinto, y más aún, ser aceptado por ello.

En la tradición literaria costarricense es notoria, y me parece necesario destacar, la impronta que han dejado mujeres como Carmen Lyra, Virginia Grutter, Eunice Odio o Yolanda Oreamuno, quienes en una época más hostil se pronunciaron contra los estereotipos y prejuicios; contrario a las generaciones más jóvenes, las cuales solamente responden a lo "políticamente correcto", y escriben una "literatura feminista" más digerible por cierto público. Emilia Macaya no se deja llevar por las modas. Ella, experta en teorías de género, propone un texto desmitificador del lenguaje (fundamento de una cultura patriarcial) desde el punto de vista formal y propiamente lingúistico, no desde el mero contenido, directo y referencial.

Así, en Diez días de un fin de siglo, la autora nos invita a cuestionar los papeles tradicionales asignados a la mujer, nos invita a repensar los textos culturales que nos conforman; en última instancia, nos invita al cuestionamiento y por ende a la transformación. Contar historias es crearlas de nuevo, es convertir la palabra en el instrumento fundacional, pero no una palabra dominada y dominadora, sino una palabra que sea signo de libertad y liberación. El fin de un siglo implica renovación, cambio, y la novela es una clave para entrar en una nueva perspectiva, tanto social como literaria. Celebramos, por todo lo anterior, la llegada de un texto con las características descritas. Queda la invitación hecha para leer, disfrutar, pensar y disentir, si se quiere, con esta novela de una destacada escritora e intelectual costarricense.


Gustavo Solórzano Alfaro
http://asterion9.blogspot.com/

martes, 16 de septiembre de 2008

Honduras de paso


Es indudable que la poesía como escritura invente un espacio donde las metáforas no estén sujetas al devenir del tiempo. La poesía se reinventa en cada palabra que su hacedor escribe, no sólo en la cotidianidad precisa sino también en la fugacidad del momento. La Antología poética Honduras de paso del colombiano Felipe García Quintero (Mérida: Gitanjali, 2007) nos permite adentrarnos en la significación de la palabra, nos inserta en el mundo del lenguaje y su eje de ente comunicante. Su poesía cargada de paradojas funciona como un espejo donde el doble sentido de la vida nos encierra en el vacío dejado por la celeridad con que se destruyen las sociedades actuales. García Quintero vislumbra en sus textos la ceguera absoluta que acompaña al desespero, visión permanente de la insidia con que el hombre manipula la palabra:

El ciego sabe del cielo
por sus manos
las calles que me pierde
de su memoria
son tardes
de palabras compartidas
pasos ciertos como de aves
quiero sus manos
el color vencido
que su voz nombra.


La poesía de Felipe García Quintero camina por vertientes difíciles de predecir; lo que aparenta ser una antipoética, una negación de la escritura, se traduce en sus versos en un proceso de creación que deja de lado la constante simbolización del grafema para resurgir como arte poética. En el poema “Agua Rota” nos dice:

evito las palabras. A cada palabra evito las palabras.
Con cada paso.
Cuando escribo no quiero usarlas, no quiero tocarlas cuando hablo.
Escribo para dejas de escribir.

Pareciera que el texto anterior nos acerca a la incertidumbre vivida durante el proceso de creación; no es negarse a continuar trabajando la escritura sino sentirse absorbido por el tiempo circundante de la memoria.
En “Polvo del nombrar”, el poeta asume la paradoja de la existencialidad. La nada y el todo dejan de ser abstracciones filosóficas para convertirse en intimidades constantes. La ontología figura como el acercamiento interior entre el autor y su escritura:

LA NADA TOCA MI MANO con su voz
Expulsa el aire del paisaje cuando levanto la mirada del polvo para pregunta: ¿Quién vive?, ¿soy yo alrededor sin mí?
Escucho así las nubes dispersas mis pensamientos sobre la piedra


En “Del aire al fin”, García Quintero rememora fragmentos de su infancia. La señal desierta queda atrás, aunque prevalece en el fondo de la memoria. Los días vencidos aparecen fugazmente para acercar un relámpago al texto ensimismado. En la escuela se pregunta el poeta ¿aprenderemos a hablar? Es indudable que la voz de la infancia ya deriva hacia los caminos de la escritura.

Aun cuando el amor no es un referente marcado en esta antología, aparece señalado en algunos poemas. El poeta nos dice:

Así el amor nos quite los dientes, y temblando en el polvo la furia nada sea para el mundo su escritura.
Triste delirio donde ya no estamos.
de todo cuanto dijimos, sólo queremos ser lo que se aleja roto entre las manos por el aire.
Y si por amor perdimos los dientes, pudiéramos en el grito amar el silencio, si ahora la risa queda


El texto menciona el amor fundiéndolo con un aire de sátira, donde el humor negro prevalece sobre lo puritano del sentimiento.

Es obvio que cuando leemos a Felipe García Quintero corremos el riesgo de interiorizar los sentimientos de soledad e incertidumbre, pues su poesía está cargada de ellos. La vida como paradoja remite a la nostalgia pero también a la muerte. La muerte no como el último eslabón de la existencia sino al parecer como discontinuidad de lo que tanto amamos: la poesía.


José Gregorio González Márquez


Ilustración: “Un hombre caminando con dificultad por la calle”, Carlos Revilla

domingo, 7 de septiembre de 2008

“Tú eres el perro tú eres la flor que ladra”


La antología de poesía surrealista compilada por Floriano Martins, Un nuevo continente (Caracas: Monte Ávila, 2008), parece mostrar, en principio y someramente, que el apoyo de ese movimiento es verbal. La tradición que va de Rosamel del Valle (1901-1965) a Luis Fernando Cuartas (1959) contiene suficientes imágenes poéticas como para suponer que esa acumulación es medular. Esa afirmación no es degradante: una revuelta en la lengua tiene implicaciones políticas y hasta metafísicas. Esas imágenes son una contravención de toda lógica comunicativa. ¿Cómo glosar este par de versos de César Moro: “El pigargo la raya del oro aséptico/El bordón de bronce al aire de las rutas librar”? Lo que allí se nota es más que un sencillo reordenamiento sintáctico; entre las particulares palabras y lo posiblemente aludido hay una opacidad deliberada, proferida, central. Martins advierte que esa distancia no equivale a un nuevo lenguaje: “El surrealismo (…) proponía justamente un cuestionamiento perenne de los lenguajes que se presentasen como irreductibles” (IX). En esa explicación, el surrealismo es una experiencia crítica; que se asiente en el lenguaje y que sea también un lenguaje no parecen nociones contrapuestas.

Las proposiciones de Martins no necesariamente destacan esa condición. De hecho, su prólogo evita resumir la historia y las prácticas del surrealismo en un concepto manejable. En esas páginas se repasa el interés del movimiento en la libertad, la poesía y el erotismo, y se resalta el vínculo entre poesía y rebelión y entre individuo y sociedad. Sin embargo, esas señales apenas justifican el inventario de nombres elegidos. La cercanía entre surrealistas y beatniks, por ejemplo, puede servir para crear otra opacidad, que eventualmente tendría que complicar la selección. Como Martins declara, “ya la relación con lo Beat estaba absolutamente dentro del espíritu de rechazo que caracterizaba al surrealismo, interrelación que fue percibida por el grupo El Techo de la Ballena, en Caracas, y por los poetas brasileños Roberto Piva (1937) y Claudio Willer” (XXIII). Esa avenencia se funde en la obra de Philip Lamantia (1927-2005), quien fuera miembro tanto de la generación Beat como de un grupo surrealista. Su presencia en la antología es el resultado, entonces, de una manifiesta adscripción, apoyada en la rúbrica: que Lamantia haya firmado algunos documentos oficiales de la banda de Chicago oficialmente lo vuelve un surrealista. Es la redundancia asociada a la brevedad autográfica, que ampara la ausencia de autores como Allen Ginsberg o Gary Snider—igualmente interesados en la rebeldía, pero sin colegiación.

La poesía de este volumen es esencialmente surrealista por alistamiento y expresión. Lo que une a Humberto Díaz-Casanueva y a Aimé Césaire no es la confianza en la mecánica del automatismo, sino la constancia de la imagen verbal, de donde sea que venga. Según el primero, “el carácter ‘automático’ de la imagen no se concilia con mi afán de coaligar el fondo más tenebroso, irracional e incoherente y la lucidez más implacable junto con la emisión de sentido” (69). Para Césaire, por el contrario, “la escritura automática viaja de la superficie al fondo de las cosas” (159). Esa oposición no es obstáculo para que ambos estén en este libro; los une la conservación, siquiera parcial, de alguna simpatía por algunos dictados, y la organización verbal de los poemas. En un estadio intermedio se encuentra Hesnor Rivera, para quien debe haber un equilibrio entre la “desorganización de la palabra” y el “hilo de coherencia” de lo comunicado (363). La afirmación de Claudio Willer es igualmente rotunda: “Para mí, no hay contradicción entre el más desenfrenado automatismo surrealista y la idea poundiana de precisión y rigor en cada palabra” (553). Un poema de Juan Sánchez Peláez incluido en el libro elabora esa unión de manera sutil:

Ezra Pound quizá tenga un taller literario en el más allá o sonría frecuentemente por la inmensa ternura de Gerard de Nerval. Ha de expresar el americano universal cuando mire a las nubes: “estos perros lanudos son nuestros”. Pero entonces verán los ángeles su corazón marino y de almendra. Y atisbarán en lo oscuro, más abajo, como surgiendo de la tierra, estallando en el aire, un abanico fino de resplandor (…) (276).

En esas líneas, la ortodoxia retórica propia del surrealismo—presente en Elena y los elementos (1951)—ha sido apaciguada; aun así, hay un reconocimiento instantáneo de su afiliación, ligado a cierta junta de nombres y adjetivos; es casi una denominación de origen. En eso se distingue el surrealismo del unicornio chino descrito por Borges: podríamos estar frente a ese animal y no saber qué es; por su parte, no hay frase de aquél que no parezca remitir a su propia condición, como un espejo. La tautología, así, es persistente: surrealismo es surrealismo es surrealismo. Más allá de la alianza entre vida y poesía que exigen sus proclamas, el surrealismo es casi ahora una nacionalidad. En la Antología de la poesía norteamericana de Cardenal y Coronel Urtecho, por ejemplo, los autores elegidos son norteamericanos; en Un nuevo continente, todos son, de algún modo, surrealistas.

La referencia geográfica del título sin duda es pertinente. El propósito expreso de Martins es lograr “una inmersión más profunda en la poesía que se ha escrito en todo el continente, vinculada o no a este movimiento que defendió, visceralmente, que sólo el lenguaje poético alcanza la totalidad del ser” (XXX). La vinculación, como hemos visto, puede estar en los enunciados, si no en los manifiestos: más de seiscientas páginas lo prueban aquí complejamente. Entre Francisco Madariaga, Blanca Varela y Léon-Gontran Damas puede haber diferencias de grado, no de naturaleza. Con el resto de autores, ellos son habitantes de un espacio simbólico. Para mí, Damas fue una revelación; de sus poemas iniciales me atrajeron la contención y el juego de las repeticiones:

HAY NOCHES

Hay noches sin nombre
hay noches sin luna
en que hasta la asfixia
húmeda
me atrapa
(…)
Unas noches sin nombre
unas noches sin luna
la pena que me habita
me oprime
la pena que me habita
me ahoga
(…)

Pero el sentido explícito del título seleccionado por Floriano Martins tiene que ver con la presencia de textos de Damas, de Aimé Césaire, Philip Lamantia, Claudio Willer y otros. El nuevo continente de la poesía surrealista excede los límites de lo establecido antes por Stefan Baciu y Aldo Pellegrini: allí conviven el portugués, el español, el francés y el inglés. Con toda justicia se puede decir que Martins ha logrado una antología de poesía surrealista realmente americana. La certeza de tales adjetivos, como un acto de fe, está ya en el principio. Puede que un escéptico se permita dudar de la congruencia de lo surrealista o de lo americano; sin embargo, la riqueza de las escogencias está notariada en el índice: Rosamel del Valle, Pellegrini, Moro, Gilberto Owen, Luis Cardoza y Aragón, Díaz-Casanueva, Juan José Ceselli, Enrique Molina, Emilio Adolfo Westphalen…—cada nombre una sinécdoque del poema, otra forma de la redundancia.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “A Warning to Mother”, Leonora Carrington

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Adriano González León, Uno y otros cuentos


Los cuentos de Adriano González León están hechos de reciclaje, construidos desde una oralidad antepasada donde las voces de los vivos se confunden con las voces de los muertos. Cuentos de otras épocas y lugares de hombres recios y mujeres lánguidas y silenciosas; mujeres con olor a castidad y esperma de vela derretida entre las repeticiones del rosario. También hay en sus cuentos mujeres hambrientas de mundo, pero consumidas en su voracidad por las reglas de hombres toscos y severos. Escribe González León desde espacios con casas en ruinas, apenas sostenidas por recuerdos y odios aposentados en sus paredes. Casas amobladas con sillones que se quedaron moviéndose a solas, con escaparates llenos de ropa vieja, ropa de muertos. Vestidos de duelo, ropas de tías que se quedaron solas y secas. Casas con ventanas de madera apolillada, cuartos con olor a bolitas de naftalina, a alcanfor y agua florida. Sus historias hablan de miedos, secretos y venganzas familiares; buena parte de ellas están armadas de oído a partir de las conversaciones de adultos, escuchadas de soslayo por un niño mientras juega con carritos de madera y carretes de hilos cedidos por tías costureras.

Uno y otros cuentos (Caracas: Monte Ávila, 2005) condensa parte de los tres libros de cuentos del escritor valerano, más un relato en solitario: “Uno”. Así, en forma compilada, tenemos Las hogueras más altas (1957), Hombre que daba sed (1967) y Linaje de árboles (1993); libros en los que el autor cuenta historias de pasiones sin control, de personajes extraños y solitarios, de seres y naturalezas fuera de sus cauces, de regresos tardíos sin esperas:

Mateo Galbán regresó para buscar las viejas imágenes, las viejas voces lejanas. Seco, huesoso, de ojos caídos y renunciantes, se detuvo frente a la puerta de la casa, agujereada y sin pintura, cerrada por un grueso candado. Olió cerca aquel abandono que salía de las paredes dobladas, que caía del alera del zinc mugriento, y dobló la esquina para mirar por la huerta, cubierta de maleza, latas y cajones podridos. Saltó la cerca, y ya dentro, sintió el viejo ramalazo de odio, vivo aún entre las ruinas pero apaciguado por la ausencia de voces humanas (“Las voces lejanas”, 59-60).

El motivo del regreso a lugares abandonados y postrados por el tiempo se repite en varios relatos, especialmente en el libro Las hogueras más altas. Así vemos cómo en “Los antiguos viajeros” un hombre vuelve al lugar que abandonó hace veinte años y se encuentra solo en medio del silencio de la herrumbre:

Una sensación de sequía se le subió a la sangre, un punzante deseo de gritar, de pedir a grandes voces los objetos que solían prestarse los vecinos, de llamar a cada puerta destartalada, a cada postigo marcado por la polilla. Pensó que debía saludar a sus amigos, que debía contarles su regreso. Y levantó los nudillos para golpear al vacío, al hueco de sombras que quedaba entre las escasas paredes. Avanzó hasta el muelle, hasta los restos de muelle, ya con la línea de tren en zigzag, interrumpida sobre los tablones hediondos, junto al lago hediondo de aguas turbias. Todo olía a muerte (81-82).

En estos cuentos de González León, la naturaleza se apega a las reacciones viscerales y humanas y se convierte en una naturaleza rabiosa, cómplice o acusadora de los hombres, acompañando con estruendos, furias de viento y venganzas de sequías los crímenes, las huidas y las acciones soterradas de algunos personajes:

Fue como si una larga muerte, lentamente con los brazos alargados y oscuros como ramas podridas, se extendiera sobre la tierra. Este agrio aliento salía de las piedras o caía de las nubes, unas nubes grandes y lejanas, brillantes y suspendidas al borde del incendio. Por los caminos arrugados, rotos a veces en los costados sin montes, ascendía el mismo aliento, que era un vaho grasiento y sucio (29)

En su libro Hombre que daba sed, hay una presencia marcada de personajes estrambóticos, de orígenes dudosos y oficios particulares; los cuentos “Madán Clotilde”, “Los gallos de metal” y “Decían J.R” dan fe de esta aseveración. En “Madán Clotilde”, el personaje principal es una extravagante pitonisa incapaz de avizorar su propio destino. Mujer de muchos nombres, de oficios inventados por vecinos fisgones, Madán Clotilde es vista con

su túnica de flores y los bordes cosidos con un hilo amarillo, que podría parecer hilo de oro. Flecos con lentejuelas sonoras, al final de los bordados (…) Ahora están aquí, en pedazos, aumentando la eficacia de estas ropas de clarividente, entremezclados con la mugre de muchos años, los gruesos olores del aceite, las mordeduras de cucarachas y ratones (112).

Al igual que Madán Clotilde, el Giuseppe de “Gallos de metal” es un personaje curioso y atractivo para el fisgonear colectivo de un pueblo remoto y rural: “Y tú te paseabas por la plaza, con un saco de pana verde que nadie se hubiera puesto” (135). La soledad de J. R. es triste y pasmosa, una vieja decrépita y ridícula que en medio de su desolación inventa bailes y ceremonias íntimas:

Una fiesta así, que nunca hubo, y ella se encargó de hacerla para ella sola con su pañuelo verde y su camisón traído desde otro sitio para impresionar, aunque no impresionaba a nadie esa noche y ella pensara que la veía mucha gente (146).

Literatura telúrica, donde hombre y naturaleza se encuentran y reconocen cercanías cimentadas en la tierra, en lo primitivo. Narrativa de personajes grotescos, de soledades asumidas, de lugares remendados por la memoria, de amores en forma de recuerdo. Todos estos elementos son parte de la escritura de Adriano González León. Escritura que ciertamente se ve sobrecargada por el reiterado uso de imágenes sobre la desolación y el paso del tiempo, así como de imágenes atestadas de olores hediondos para referirse a los ambientes y personajes sórdidos: “Porque ella, poco a poco, olía feo. Un tufo de meaos, a ungüento, a almizcle. Tufo alumbrado por las chorreras de vela que le agrandaban la noche” (144). Este tipo de recurso es ampliamente usado por Adriano González León, al punto que se hace reiterativo, lo que desemboca en cierta monotonía en la complejidad del libro. No obstante, y a pesar de esta reincidencia, logra González León armar sus historias de manera sólida y atractiva, destreza que permite que sus cuentos sobrevivan al a veces innoble transcurrir del tiempo y se fijen con fuerza dentro del patrimonio literario nacional.



Carolina Lozada

Ilustración: “La prostituta Bijou”, Brassaï

Prefacio a Culpa de los muertos, de Alejandro Maciel


Culpa de los muertos [Barcelona: Editorial Ínsula, 2008] se inscribe en la larga tradición de la escritura de la violencia en América Latina. Desde los cantares tristes de los poetas nahuas postcortesianos, los cuicapicque, recopilados en la Visión de los vencidos por el antropólogo e historiador Miguel León Portilla, que se interrogan "¿Adónde vamos?, ¡Oh amigos!..." y constatan abatidos lo acontecido en la conquista: "Y todo esto pasó con nosotros./Nosotros lo vimos,/nosotros lo admiramos. Con esta lamentosa y triste suerte/nos vimos angustiados", hasta la novela de la dictadura y del exilio, o las diversas escrituras confesionales, la palabra procura representar y así preservar en la memoria cultural el desgarramiento individual y generacional de la violencia política del continente. La literatura de la violencia tiene la tarea de "ponerle palabras hasta lo innombrable," según nos dice el "Personaje" de Culpa de los muertos, mientras se recuerda "con dolor", para parafrasear a Alejandro, el narrador autor, es decir, mientras se hace el trabajo del duelo.

El relato de Alejandro Maciel envuelve al lector en un torbellino de voces que lo incitan a reconstruir un mundo narrativo que oscila entre la evocación de los setenta y la Argentina postcrisis del nuevo milenio. El principio dialógico que rige la novela lleva al lector a cotejar las conversaciones intergeneracionales entre Alex, el narrador, y un joven argentino recién vuelto al país y entre el narrador y su sobrina. Conversaciones que, a su vez, enmarcan otras como la de los amigos desaparecidos en la represión de Corrientes, el pensamiento de un torturador y sus conversaciones con un cura involucrado con el aparato represor, así como las pláticas del personaje y el autor que cuestionan la misma razón de ser de la escritura. De esta manera, Culpa de los muertos no escribe solamente sobre la violencia sino que cuestiona tanto la función de la escritura como la propia escritura de la violencia, es decir, las posibilidades de toda representación del terror. En las charlas tituladas "Sabotajes del personaje al autor," el "Personaje" se rebela e irreverentemente denuncia el mundo caótico que construye la escritura; el autor lo rechaza explicando que con sus intervenciones "Cada vez que aparece, desaparece para el lector" y así hace hincapié en el papel asignado a una lectura comprometida en la novela.

La gran vía de acceso a Culpa de los muertos es un poderoso estilo cuya garra y finura atrapan al lector en "Todos los excesos" de su escritura. Los retruécanos, las citas de versos y canciones, los juegos con la sintaxis y la puntuación, el ritmo exaltado que capta la aguda percepción del entorno de los personajes, el lenguaje de la literatura infantil de la fábula que el narrador le destina a su sobrina por las noches son, entre otros, algunos de los elementos que seducen y sumen al lector en la configuración imaginaria del mundo de la novela.

Culpa de los muertos es también una vía de acceso descentrada a los setenta. La provincia de Corrientes es el centro de un relato que frecuentemente se narra desde el centro cultural y político de las naciones latinoamericanas, del lugar desde donde se irradia el poder de los aparatos del estado. Desde esta perspectiva de las márgenes, los grandes temas de la amistad, la historia, la memoria, la política y la violencia cobran una dimensión inusitada en una escritura consciente del lugar de su confesión y evidente en un implícito doble duelo por un tiempo y un espacio perdidos evocados desde el recuerdo en la ensimismada ciudad de Buenos Aires. No obstante, la evocación del pasado rebasa, como en la mejor tradición literaria, su inscripción magistral en la biblioteca sombría de la representación de la violencia y apela al poder desmitificador del humor y la risa. Culpa de los muertos encierra de esta manera las llaves del placer de la lectura.



Jorge Carlos Guerrero


Ilustración: “Danza macabra. La muerte con el cura y el soldado”