miércoles, 31 de diciembre de 2008

La tarea del testigo


Escribir sobre personajes entrañables, e incomprendidos en su época, supone un arduo trabajo de búsqueda y reconstrucción. Un acto que implica adentrarse en otros tiempos, otros contextos, otros cuerpos y miradas. Rubi Guerra así lo entiende y de este modo lo asume en La tarea del testigo (Caracas: El perro y la rana, 2007).  Novela que narra el viaje hacia Ginebra, la enfermedad, el tránsito por los sanatorios europeos y los últimos días de un sugerido José Antonio Ramos Sucre, a quien el autor tiene el pudor de nombrar sólo con dos iniciales: J.A. En su narración, Guerra apela a un amplio repertorio de estilos: lo que leemos de las dificultades de esa travesía, entrecortada por el insomnio y las dolencias, está contado en cartas, en relatos oníricos y en descripciones salidas de historias del cine (en especial de “M”, de Fritz Lang, y “El gabinete del Doctor Caligari”, de Robert Wiene). 

 

Ganador del Concurso de Novela Corta Rufino Blanco Fombona (2006), el libro de Guerra conjuga la brevedad de sus 92 páginas con la hondura del expresionismo alemán, cuyos mundos distorsionados por la pesadilla sirven de contexto a la historia contada. El desequilibrio onírico es de gran utilidad en la descripción de la estadía de ese hombre enfermo y atormentado en tierras extranjeras. Así se puede justificar el carácter casi sobrenatural de las aventuras del Cónsul J. A., a veces solo, otras acompañado de un personaje checo, Konrad Reisz, uno de los pacientes que comparte con J.A. la permanencia en la clínica de Merano. Juntos viven sucesos de tinte fílmico, como actos de espionaje y persecuciones. La presencia de Reisz deja entrever una posible reinvención a partir de otro checo: Kafka.    

 

Todos estos elementos permiten apreciar cómo el autor apuesta por una técnica en la que las variadas alusiones a la literatura y al cine enriquecen la significación del texto. La novela de Rubi Guerra es por ese motivo al mismo tiempo ficción y metaficción.  El acertado manejo de estos recursos hace de La tarea del testigo una obra compleja y a la vez sutil, escrita igualmente con esmero, sobriedad, precisión y soltura. Su punto más alto se halla en el final, cuando la muerte definitivamente le gana la batalla a J. A. Allí las páginas refieren el encuentro decisivo entre el narrador (el testigo del título) y ese hombre narrado, convaleciente en una cama, en la oscuridad de sus días de junio:

Me sorprendo de cómo se ha encogido tu cuerpo: desaparece en las sábanas en un gesto de infinita discreción. Persigo algo que decir  — una palabra definitiva que convoque el sentido de belleza, de la vida o de cualquier otra cosa — y no se me ocurre nada. Tú abres una vez más los ojos y me miras con serenidad, con extrañeza, tal vez con afecto, como desde el otro extremo de un puente muy lejano (pág. 86).

La conversación transcurre como una confrontación hecha de manera retrospectiva, desde el presente del narrador, cuando se sabe ya cuál ha sido el destino de la obra de J. A. y cuál fue su papel en la historia política de su país de origen. Ese momento representa la confesión vital del vínculo que existe entre un autor y aquello que imagina. Estas últimas páginas de La tarea del testigo consiguen anclar al lector en medio de ese puente entre dos tiempos y entre dos distancias, entre esas dos voces: la del personaje que agoniza y la del testigo futuro de una convalecencia lejana.

 

Carolina Lozada

martes, 23 de diciembre de 2008

La carretera


Confieso que me acerqué a La carretera (Barcelona: Mondadori, 2007), de Cormac McCarthy, por un interés más fílmico que literario. Buscaba en este libro las señas de una road movie escrita, pero hallé algo más que un libro con un lenguaje cinematográfico evidente; encontré uno de esos autores egoístas que se posesionan de sus lectores. La historia de McCarthy es una sombría pesadilla sobre un mundo arrasado por alguna hecatombe nuclear en un tiempo impredecible. Un padre y su hijo son los sobrevivientes, junto a otros pocos habitantes, de la gran catástrofe, y ambos deambulan como sombras desgraciadas sobre caminos de cenizas buscando el sur, un improbable destino de anclaje, donde el tortuoso viaje a pie finalice y ellos puedan comenzar de nuevo.

 

El libro, al igual que las road movies, se desarrolla a lo largo de un tránsito de eventos y repeticiones vívidas sobre el espacio físico de la carretera. Hombre y niño huyen del mundo herrumbroso y de los oscuros sobrevivientes, quienes, bien sea empujados por el hambre o la locura de la destrucción, acechan los caminos. La carretera está escrita en una continuidad que no admite puntos de quiebre en capítulos; el autor se vale sólo de espacios en blanco, equivalente textual de los cortes en negro del cine. Y a pesar de correr el riesgo de la monotonía por la reiteración de situaciones donde se nos relata cómo el padre busca alimento, trata de abrigar  al pequeño y  mantenerlo calmado ante sus constantes temores, la novela logra colar temas fundamentales de la reflexión humana: el bien y el mal visto desde los ojos de un niño, la mutilación de la memoria colectiva producto de las destrucciones masivas, y esa cosa indefinible entre la culpa y la piedad. Retoma McCarthy, además, antiguos motivos de la búsqueda del hombre: el viaje iniciático fundacional y el motivo de Prometeo, el hombre que les roba el fuego a los dioses:

 

Y no nos va a pasar nada malo.

Desde luego que no.

Porque nosotros llevamos el fuego.

Así es. Porque llevamos el fuego (p. 65)

 

En esta historia, el niño representa el fin y el principio de un mismo mundo; muerte y precaria resurrección. El niño, sin los recuerdos inmediatos del mundo antes de la destrucción, sin las ceremonias del ayer, deberá armar su propia memoria a partir de los datos aportados por el padre en su calamitosa convivencia entre los escombros del viaje:

 

Siguieron la vía hasta la locomotora y se subieron a la pasarela. Herrumbre y pintura descamada. Entraron a la cabina y el hombre sopló la ceniza que tapizaba el asiento del maquinista y puso al chico a los mandos (…) Hizo ruidos de tren y de sirena diesel pero no estaba seguro de qué podían significar para el chico esos ruidos (p. 134).

 

El relato fundamental de esta novela es el viaje de iniciación del pequeño, cuya inocencia infantil se irá desvaneciendo ante el absurdo y la rudeza de un universo que intenta sobrevivir entre la desolación del caos. Las cosas ya no son iguales que antes, pero el hijo también desconoce ese “antes”, y al padre le duele tanto recordarlo que prefiere obviarlo, deshacerse de un mundo precedente que ya se desdibuja como las viejas reminiscencias: “A veces el niño le hacía preguntas acerca del mundo que para él no era ni siquiera un recuerdo. Se esforzaba mucho para responder. No existe pasado” (p. 45).

 

El sur, una incierta posibilidad de destino del viaje de estos dos caminantes, no es más que una medida de postergación del siempre inminente final, sobre todo para el padre, que, enfermo, deberá guiar a su hijo en la búsqueda de un mejor lugar. El final de la novela es bastante predecible, sin embargo Cormac McCarthy se vale de buenos artilugios para mantener al lector recorriendo La carretera por sus solitarias y largas extensiones y sus oscuros vacíos. Tales artilugios se pueden resumir en la precisión de la escritura de McCarthy, en la que se destaca una narración sin excesos, completamente centrada; el acertado manejo de los personajes en un proceso de maduración que se puede registrar de principio a fin, sobre todo en el personaje del niño; y el buen empleo de un recurso notablemente fílmico: el suspenso. Durante el recorrido de padre e hijo estaremos expectantes de los peligros que los acechan en un mundo sin mar azul, con un cielo de ceniza.

 

Carolina Lozada

Ilustración: Fotograma de la adaptación fílmica de la novela de McCarthy,  “The road”, de John Hillcoat 

sábado, 13 de diciembre de 2008

Pedir demasiado. Victoria de Stefano

Pedir demasiado (Caracas: Fundación Bigott, 2004) de Victoria de Stefano no es una novela de grandes anécdotas y acciones imbricadas; al contrario, es una novela breve, con una historia escueta, sencilla, casi simple, pero al mismo tiempo es un libro complejo que explora lo humano, el devenir cotidiano. La historia de Pedir demasiado se centra en la vida de Manuel, un hombre mayor, y sus reflexiones sobre sí mismo, las miradas sobre el pasado y el presente personal, su difícil relación con Marcia, su hermana adinerada, y la relación con su hija Denise, quien se encuentra refugiada en su habitación, tratando de mitigar el dolor ante la trágica muerte de su prometido. Toda la acción de este libro transcurre en un día y unas horas más, a raíz de la llamada de Marcia a Manuel en la que le informa acerca de un fideicomiso que recibirán él y Denise, y cuya posible materialización les permitirá a ambos pensar en una vida más holgada.

El accionar de la novela es lento, pero fluido, los acontecimientos son cautelosos, con momentos detenidos que permiten la irrupción de exploraciones en la memoria pasada del personaje y con detenciones en el presente, en la observación de lo circundante, del tiempo que está transcurriendo:

El futuro no era más que un comienzo sin fin: pasado, presente y las liebres de la vida que por cualquier lado podían saltar. El futuro era un pozo cegado al que sólo se podía conocer como pauta de lo figurado en el emporio de la imaginación. El pasado era largo y más que largo pesado, mientras el presente, del cual dependía todo futuro y sobre el que gravitaba todo pasado, era un entretanto de apelmazados instantes pronto difuntos (p. 123).

La voz narradora sutilmente se entromete en ese fluido de pensamientos de los que no escapa la inquietante curiosidad en torno a la cosa amorosa, a través de la presencia de la mujer de la floristería que frecuenta Manuel y la empatía que surge entre ambos. El amor es tratado en este libro como una incierta posibilidad satelital que gira alrededor de la vida de Manuel. El amor tocando la puerta de un hombre que ya se ha acostumbrado a estar solo. El amor como incertidumbre, pero sin amargura, al contrario, una posibilidad con recatado optimismo:

De cualquier modo, si las cosas no ocurrían como deseaba y esperaba, si todas sus expectativas eran burladas y las cosas no mejoraban, le sobraría tiempo, mucho tiempo, para volver a su viejo amor por los desafíos musicales. Tiempo, mucho tiempo (pp. 129-130).

A partir de la cotidianidad de Manuel, irrumpida por un factor sorpresa, el anunciado fideicomiso, Victoria de Stefano arma su novela sin grandes aspavientos, ni pretendidos factores sorpresa dentro de la trama. Sin embargo, y a pesar de la aparente simplicidad, la escritora logra entrever el constante preguntarse sobre lo humano, una reflexión ontológica que pareciera natural en su condición de estudiosa egresada de la Escuela de Filosofía.

Desde mi punto de vista, lo mejor logrado de esta novela no es la historia en sí, sino la capacidad narrativa de la escritora. Victoria de Stefano es poseedora de un dominio narrativo que puede llegar a momentos de una riqueza sublime. Tan cierta es esta aseveración que el lector puede olvidarse de la monótona historia de un hombre en un tránsito de su vida, en el que se pregunta por esa frágil distancia entre el triunfo y el fracaso. El lector puede quedar suspendido entre esas construcciones narrativas que de Stefano logra armar con soltura y elegancia. Los ejemplos de esta certeza abundan en el texto, al punto que sólo es necesario detenerse en cualquier página al azar para encontrar pruebas de la altura de su prosa:

Después de que sus pisadas se extinguieran en la alfombra, el silencio y las tinieblas se fundieron de un solo golpe. De conformidad con la tibieza que se propagaba por el cuarto, su cuerpo, su mismo cuerpo agobiado por el cansancio, se estaba yendo. Todo tan efímero, tan fútil, tan superfluo… Ese estarse ahí en la cobarde disposición de sumirse en la cámara oscura del sueño, de la que se acusaba y acusaría culpable siempre. Ese estarse ahí dándose la vuelta hacia otra parte, aprestándose a rodar de escalón en escalón, cayendo más lejos y más debajo de donde el dolor, al menos por unas horas, pudiera alcanzarla (p.26).

Tal destreza hace de Victoria de Stefano una particularidad en el universo narrativo venezolano, tan generalmente descuidado en el manejo de la prosa.

Carolina Lozada
Ilustración: “Estructura urbana” de Luis Medina Manso

viernes, 12 de diciembre de 2008

Premio



La reseña escrita por Carolina Lozada sobre la novela La tarea del testigo (Caracas: El perro y la rana, 2007) de Rubi Guerra, resultó ganadora en el II Concurso de Reseñas organizado por el equipo de ReLectura y el Grupo Editorial Santillana. Dicha reseña puede ser leída en el foro de ReLectura (http://www.relectura.org/myphpBB2/viewtopic.php?t=640) y en una próxima edición del Papel literario del diario El Nacional.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Las joyas de Tintín


Que el título de un libro vincule el impreciso sustantivo “literatura” con el nombre de un personaje de cómic puede ser un refuerzo de tal imprecisión. En principio, lo que hace Tom McCarthy en Tintin and the Secret of Literature (Berkeley: Counterpoint, 2008)* muy bien podría interpretarse como la necesaria amplificación de un concepto y una práctica: visto así, este volumen sería el legatario de la discusión que iniciara Tinianov en 1929 y que concibe el acto literario como una función heterogénea y móvil: es literatura lo que una época define como tal. Esa conjetura inaugural, meramente epidérmica, nos forzaría a admitir la pertinencia de un proyecto gráfico a la hora de precisar un canon, de modo que la literatura tendría que definirse como una institución no del todo fundada en máquinas verbales.

Sin embargo, McCarthy declara, después de varias vueltas y análisis, comparaciones y exégesis, que no:

Confundir cómic con literatura sería un error, y aun más con respecto a la revolucionaria obra de Hergé, en la que, como apunta Numa Sadoul (…), el medio ‘se apropia de un espacio original y autónomo entre dibujo y escritura’. Llena de significación, intensamente asociativa, sobrecogedoramente seductora, esa obra, no obstante, ocupa un espacio debajo del radar mismo de la literatura (p. 32; la traducción es mía).

A primera vista, esa declaración es engañosa. McCarthy de hecho no sugiere en la última frase la existencia de un escalafón que tenga a la historieta como un género poluto—esa visión sería parte de un mandato obsoleto fundamentado en la afectación estética y la denuncia política: el cómic como degeneración artística o ejercicio de casta alienación. Su propósito es de orden hermenéutico, lo que supone una creencia en el caudal simbólico de los trabajos de Hergé y en su complejidad estructural. La zona que asaltan las aventuras de Tintín, según McCarthy, es más bien el punto ciego en el que confluyen la narración con sus detalles, sus inadvertencias, sus imposibilidades; es la franja donde el acto creativo debate la comunicación y sus problemas, y donde termina por aceptar lo indecible como certeza medular. Eso explica que en las discusiones y el índice onomástico no quepan las imputaciones de Adorno o Ariel Dorfman; la argumentación de McCarthy prefiere recurrir a otros nombres ejemplares: Barthes, Blanchot, De Man, Derrida, Nicholas Abraham y Maria Torok… Esa progenie intelectual lo ayuda a apartarse de las prolongaciones de la historia y a insistir en la pertinencia de la creación como hecho sincrónico.

Pero McCarty no se entrega a las generalidades que vindican la misma cualidad para toda experiencia, ni pretende conformar la apología de un medio: no todo cómic ocupa, naturalmente, ese lugar de incertidumbre comunicativa. Son los sucesivos episodios de Tintín los que vindican ese estado de perpetua confusión y ambigüedad que igualmente caracteriza la literatura. Más que un repaso de los avatares de la narración gráfica, Tintin and the Secret of Literature es el estudio de conjuntos homólogos: la conjunción del título asocia sin equívocos las contingencias del ficticio periodista belga con la actividad de la escritura. Entre ellos hay un vínculo basado en las fallas de transmisión de un mensaje. Una y otra vez en los álbumes de Hergé, lo emitido se interrumpe, se pierde, se embrolla; un trozo de papel circula sin ser del todo descifrado; algún código se resiste al análisis y la comprensión; un recado se anula. Según McCarthy, esa condición repetida es también el sustento de la literatura, cuya lengua es siempre un sitio vaciado de mensajes completos, de significados absolutos. A partir de esa premisa, la conclusión para McCarthy parece obvia: “el secreto de la literatura es Tintín” (p. 162).

Ese desenlace tiene el enorme interés de la provocación bien defendida. Si en este libro hay referencias a aquellos nombres claves de la teoría y la crítica, no es para pronunciarse, oblicuamente, a favor del inventario. El impulso de McCarthy es antropófago: lo que le importa es la deglución, y el inmediato desvío, de variados criterios filosóficos. Sus demostraciones usan el aparato ajeno para construir una hipótesis propia. De Barthes toma la idea de la narración como contrato y mercancía; de Abraham y Torok le importa la noción de cripta, el espacio hueco de donde surge toda transmisión; de Jacques Derrida asume la relevancia de la copia y de la falsedad. Con todo lo apropiado, McCarthy crea un modelo de lectura en el que los elementos “Tintín” y “literatura” son intercambiables—en ambos sucumben las señales de una interpretación viable, concluyente. El modo en que se apela a la cripta ilustra bien esa incautación: “Ella está de lado de la patología, no de la cura” (p. 90). Así se descarta el propósito de la fe psicoanalítica. Lo que funciona son, así, las leyes de una endeble analogía, por la cual constatamos que unos postulados son en algo semejantes a otros.

El libro de McCarthy se propone con fortuna el examen de la correlación entre una obra particular y una disciplina. Aunque sus proposiciones no son de antemano extensibles a todos los cómics, su imaginación y su rigor podrían sugerir un estudio equivalente, cuya sospecha inicial puede plantear que una historieta puede aceptarse como literatura, que la literatura puede leerse como cómic.


* Hay traducción española: Tintín y el secreto de la literatura (Madrid: El Tercer Nombre, 2007).

Luis Moreno Villamediana

Ilustración: Fragmento de “El cangrejo de las pinzas de oro”, Hergé

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Unas lágrimas lejos


La más reciente novela de Alan Pauls, Historia del llanto (Barcelona: Anagrama, 2007), tendría que definirse como una bildungsroman descoyuntada, en la cual la construcción de un individuo es apenas perceptible en medio del impreciso cronograma. La narración de una pedagogía requiere el plano detallado de una transformación, y con él una apertura y un fin: la experiencia y la instrucción deben dejar sus trazos en una conciencia que vemos moverse de una laguna—intelectual, moral, emocional—a una cosa aprendida. En la obra de Pauls, la omisión de muchas estaciones es en sí una estrategia. La cultura política y sensible del personaje central aparece in media res y a medias constituida, como si su estatuto no dependiera enteramente de un discurso anterior desde el cual progresar. El niño de cuatro años que aparece en la página inicial tiene en su haber algunos complejos procesos cognitivos: ya sabe que prefiere de Superman no los poderes sino las defecciones, conoce bien la soberanía del dolor, puede vislumbrar en sí mismo la debilidad de su héroe favorito. Ese temprano aprendizaje es la presunción, oscura, de todo lo que resulta distante e indescriptible.

La estructura formal de esa omisión es la del testimonio, como el subtítulo de la novela lo indica. Con eso se declara, en principio, el modo en que la biografía se convierte en fábula: toda recuperación intacta del pasado es simplemente inadmisible y se torna una utopía a la inversa—lo improbable en tal caso lo hemos dejado atrás, en un espacio que ahora sólo existe como sueño o como conjetura. Los años apuntalan, dice Pauls, “una ficción que siempre habla de otro” (p. 69). Entre una edad y las siguientes hay un nexo que surge de la especulación y no de las convicciones de la mnemotecnia. Suponemos que en Historia del llanto el niño impresionable y precoz es el mismo adolescente que domina la doctrina marxista y el mismo hombre cansado de la Bondad Humana y los nobles sentimientos, del alma bella de la habló Hegel; sin embargo, la confusión de los tiempos, la reversión del orden cronológico y de sus armonías—teóricas pero no certificables—nos fuerzan a aceptar la verdad parcial de ese postulado. Lo que a Pauls le interesa es sustentar la extenuación de toda certidumbre narrativa. De allí la relevancia de esos puntos suspensivos encerrados en corchetes y repartidos pródigamente por el texto, como signos materiales de lo excluido y lo dudoso. Ellos nos confirman que algo falta, una sustancia que podría contradecir la propia historia, o hacerla más sinuosa, con digresiones y retardos, o enturbiarla aún más con explicaciones. Los puntos suspensivos son las marcas de un agujero negro que se traga pedazos de escritura. Eso emparenta esta novela con los libros de Onetti, por ejemplo, donde la imaginación de un narrador suple ausencias parejas, donde es posible tantear y convertir ese gesto en argumento. A la vez, la aceptación del testimonio imperfecto, truncado, planta la obra de Pauls en las antípodas de Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi: allí la transcripción del alegato judicial es conservadora y se diría completa.

El modelo narrativo que aquí le da forma a la deposición se halla en los cuentos del padre del protagonista. Una noche, camino al pub donde habrán de asistir al concierto de un conocido cantautor de protesta, el joven pregunta de dónde conoce su viejo a ese hombre notorio:

Es justamente el carácter vago de su relato, la imprecisión en que deja que se diluyan las fechas y los hechos, las zonas confusas que no sólo no parece evitar sino que hasta fomenta, es todo eso, que él nunca sabe si atribuir a una memoria despreocupada, que desdeña los pormenores, o simplemente al cálculo, lo que le da que pensar (p. 42).

Esa vacilación de la historia, con sus marchas y contramarchas, sin admitirlo y secretamente reivindica un aspecto de esa singular paternidad, en un punto más allá de la anécdota. Historia del llanto es, entre otras cosas, el arqueo de influencias de ese padre. El niño cree que sólo ante su padre es capaz de llorar, con lo que le otorga el privilegio de su adelantada y profunda sensibilidad; después, un día de mil novecientos sesenta y seis marca la fecha en que “decide no ceder más, no darle el gusto a su padre, dejar de llorar para siempre” (p. 87). El título de la novela de Alan Pauls gira pues alrededor de ese vínculo compuesto de halagos y renuncias.

Cuando se descubre la capacidad de llorar y ser portentosamente sensible, se asumen los valores de la solidaridad, la salvación diligente, el progresismo—eso que en resumen llama el texto Lo Cerca; se trata, en fin, de las virtudes de la izquierda política, con sus mitos de comprensión del desconsuelo y de su supresión. Hablamos de la hermandad del falansterio, defendida en la música del cantautor que ha vuelto de su exilio a predicar la grandeza de lo que se ofrece y se comparte, en una operación digamos epidérmica, conseguida por la proximidad. Ése es el mundo del padre. Las insuficiencias de esa educación se revelan pronto. Lo directo resulta un compromiso ambiguo con los buenos sentimientos, con la conformidad ideológica disfrazada de comunicación. En algún instante, el niño se confiesa la clave de su precocidad:

Él, la ficción, la usa al revés, para mantener lo real a distancia, para interponer algo entre él y lo real, algo de otro orden, algo, si es posible, que sea en sí mismo otro orden. De ahí todo, o casi todo: leer incluso antes de saber leer, dibujar sin saber todavía cómo se maneja el lápiz, escribir ignorando el alfabeto. Todo sea por no estar cerca (p. 73).

Los talentos del niño prodigio son, de esa manera, la afirmación de una ruptura con la política asumida como artículo de fe, como la vive el padre. El fenómeno de la precocidad, que el adolescente ejecutará como estudio extensivo del canon marxista, termina por impedirle llorar el once de septiembre en el que Pinochet asalta la Moneda. La muerte de Allende y el fin de su gobierno son sentidos como exasperación irreductible a las señas del llanto; esa tragedia es de nuevo lo real postergado, mediato, viscoso. El adolescente, sin entenderlo del todo esa vez, se aviene con los misterios de su testimonio.

Lo Lejos es, en resumen, la plantilla sobre la que se arma el texto de Alan Pauls. Su sintaxis quebrada y tortuosa es otra expresión material de esa idea. Las frases subordinadas no hacen otra cosa que alejar el encuentro de un nombre y su verbo, que postergar el sentido, y con ello se distancian de aquellos contactos facilones. Lo que queda del padre en Historia del llanto no es la práctica de una política sino su rarefacción, calcada en el orden de las palabras, que al final sólo repiten de ese padre los espacios vacíos, los fósforos ocultos.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “Crying Girl”, Roy Lichtenstein

sábado, 8 de noviembre de 2008

Esclavos de la Libertad. Los Archivos Literarios del KGB, vol. I, de Vitali Shentalinski

Hace pocas semanas comentaba el texto de Coetzee Contra la Censura, uno de los pocos libros que analizan el bosque de la prohibición; hoy llevo a su atención Esclavos de la Libertad (Barcelona: Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2006) que estudia algunos de los árboles de la censura y la represión en el ámbito soviético. A veces las cosas vienen así de rodadas. De hecho, el libro trata de unos cuantos de esos árboles, por no decir muchos. El propósito del autor fue el de descender al infierno de los archivos de la Lubianka para descubrir manuscritos y documentos requisados por las autoridades y que podrían muy bien no haber salido jamás a la luz. En este aspecto el libro cumple. Poemas inéditos, el diario personal de Mijaíl Bulgákov, capítulos y novelas enteras de Andréi Platónov, etc., aparecen confiscados en esos malditos archivos, y es de esperar que algún día aparecerán editados (en esta obra se nos ofrecen algunos extractos). Pero, como no podía ser de otro modo, los documentos de las instrucciones y procesos contra los escritores también aparecen, como demostración de la persecución, la manipulación, la arbitrariedad y, sobre todo, la omnipresencia del pensamiento único estatal. Isaak Bábel, Mijaíl Bulgákov, Borís Pilniak, Ósip Mandelshtam, Nikolái Kliúyev, Andrei Platonov, Maksim Gorki, entre otros, son los autores que se tratan. Fusilados, silenciados, deportados, puestos en campos de concentración, aislados o asesinados sin más, los destinos de estos escritores pasaron todos por el cauce de la Cheka, después OGPU, después NKVD, después KGB. Nunca para bien, y casi todos bajo las contradictorias indicaciones "Estrictamente confidencial" y "Conservar a perpetuidad". No es que los documentos extraídos resuelvan todos los enigmas. El caso de Mandelstam y su "Oda a Stalin" sigue difiriendo según las versiones; Coetzee apunta a que el autor fue forzado a escribirla; Shentalinski declara que Mandelstam la escribió voluntariamente en un intento de congraciarse con el Estado. Aparece el diario de Bulgákov, pero los escasos fragmentos que aparecen en el libro (junto con las cartas ya publicadas en Cartas a Stalin, Ed. Grijalbo), poco hacen por aclarar por qué Stalin decidió dejarlo en una relativa paz silenciada, sin hacer nada contra él, físicamente, pero amordazado y convertido en un exiliado literario en su patria, lo que en definitiva llevó al escritor a la muerte, esta vez sí física, después de haber sufrido la muerte civil.

Pocos regímenes han desarrollado una ideología tal como para ideologizar también el arte y la literatura en todas sus formas de expresión. Sólo el nazi y el soviético, que yo recuerde. Gracias a este libro vemos cómo, además, el régimen soviético no escatimó esfuerzos ni recursos para reprimir y suprimir no ya las expresiones que quedaran fuera de la ideología, sino las intenciones y omisiones de los escritores y artistas. Sin embargo, este libro tiene defectos y excesos. Defectos básicos: ¿Por qué no transcribir íntegramente una conversación entre Stalin y Pasternak en lugar de extractarla? Y excesos de todo tipo. Estilísticos ("¡Repiquetea ya, máquina de escribir! ¡No enmudezcas, mi férreo ruiseñor!"); de fondo: al lector no le interesa para nada, o muy poco, las objeciones que recibiera el autor al respecto de su trabajo de investigación, máxime cuando no representaron un obstáculo real y no impidieron ni frenaron su trabajo. Y excesos de forma: "Si [Tólstoi] hubiera vivido durante los años del gobierno bolchevique, es seguro que no habría podido evitar la espada represiva de la Checa". Es posible, incluso probable, pero la frase sobra. Si este libro se lee contra la planilla teórica del texto de Coetzee, el lector se verá considerablemente iluminado sobre el hecho de la represión soviética en la literatura. Leído en solitario, el lector echará en falta información previa y más documentación de la aportada (que se insinúa que existe) y, sobre todo, una investigación colateral de los hechos. Con todo, es lo que hay, y bienvenidos sean los documentos descubiertos, que nos relatan las tragedias de unos escritores que fueron asesinados, de una u otra manera, por necesidades o caprichos de Estado.

Lluís Salvador

http://www.lecturaserrantes.blogspot.com/

domingo, 2 de noviembre de 2008

Entre el cuerpo y el mar: la poesía de María Calcaño




La edición de la Obra poética completa de María Calcaño (Caracas: Monte Ávila, 2008) contiene suficientes hallazgos y caídas como para representar con exactitud una carrera. Esa combinación no es inusual, por supuesto: toda compilación de todo lo escrito revela siempre una confusa idea de la literatura, los momentos en que una tradición se continúa o se mina, los hitos de una era, la previsión de una poética o futura o imposible, la certidumbre y el cansancio. La poesía de Calcaño demuestra que tales movimientos pueden informar un mismo libro, y así deniega cualquier razón positivista de un cuerpo literario—lo que en una página podría haberse leído como avance, en la siguiente queda refutado. En ese sentido, este volumen tiene la maleabilidad de aquello que no ha sido cristalizado en un canon parcial y defectuoso ni en una reputación definitiva.

La sección de los libros inéditos permite aseverar que la autora (1906-1956) ya escribía a los catorce años: Anotaciones y otros fragmentos tiene como fecha de origen 1920. Hasta 1940 Calcaño trabajó en esas líneas, algunas suficientemente completas para considerarse poemas, o aforismos sin faltas, o conmovedoras sospechas sin necesidad de desarrollo. Una que otra vez, los versos saben combinar el humor con algo de atenuada crítica social: “Vestía de azul/y llevaba muchos cosméticos./Era como un cielo con arrugas” (240). Para una mujer que repetidamente declara entregarse al amor con naturalidad, el exceso visual es una saña impuesta por las convenciones; a ella le basta, en sus poemas, sólo cuerpo desnudo de artificios. A veces, la concisión es elocuente y abrevia algunas tramas y obsesiones: “¿Por cuáles filtros habrá llegado el mar/al corazón de las rocas?” O en otro similar: “¿Qué de dónde vengo?/¿Y el mar?” (232). La insinuada genealogía es como el espejo de otros poemas de todos los libros de Calcaño; entre ellos, varios incluidos en Entre la luna y los hombres (1961), en especial “Por el bello fauno arrebatada”:

Persiguiendo unas algas
me alejo de la playa.
La mañana se queda pendiente
De mis ojos.

Una alta ola
me alcanza todo el mar.
Y ha invadido el mar mi selva
con su cristal crujiente y deshilvanado.

Arrebatada por el más bello fauno,
que no soñó la tierra,
¡me doy un susto de azul inmenso!

¡Toda abrazos, toda vida,
toda aliento!

Estoy como un mar
como se está con un hombre
(166)

Lo interesante de esa sección es la imposibilidad de saber qué se escribió en qué tiempo. La coherencia temática de María Calcaño es así una forma de fidelidad a la persona conjeturablemente esencial, capaz de transformar algunas imágenes en señal autobiográfica. En el universo de esa persistencia, el erotismo es, apenas, una faz, no materia absoluta—como Cósimo Mandrillo lo dice en el prólogo. En el texto citado, por ejemplo, la conciencia de la sensualidad es apenas oblicuamente genital: el sentimiento de goce parece relacionarse más con la idea de participación en la naturaleza, en una ligadura que puede describirse como vaga reiteración de los sexos, pero sin apostarse del todo en esa descripción. La simetría entre esa observación del paisaje marino y lo que se comenta en otras páginas sobre hombre y mujer es más bien un mecanismo mnemotécnico: con él Calcaño manifiesta un modelo de relación que debe servir como pedagogía. De esa manera, la correspondencia se convierte en instrumento simultáneamente psicológico y retórico, alude a la vez a una historia emocional y a un principio de escritura. En otra parte de Entre la luna y los hombres, Calcaño expone un fundamento: “Es amor (..) Envejeciendo junto a los árboles/me dispersaré/sin perder este júbilo” (151). Ese “Poema del destino fundamental” enumera delirios, carne, desatinos, muslos, gozo, regazo, niños, pero en ese inventario no entran los amantes: la omisión de los hombres creo que prueba la expansión del erotismo privado y el contenido del volumen.

Hay unos textos muy cortos en Alas fatales (1939), el primer libro de Calcaño, de una importancia capital. El índice de esta colección los omite, como si fueran apéndices bizarros o inefables—supongo que los excluye también la edición original. O son poemas o capitulaciones. Al principio jugué a ponerlos juntos hasta formar un orbe dividido:

Yo
(Ceniza, fuego, astro, canto
o flor. Mi dolor y mis sueños. Yo)
(5)
Ahora
(Fruta madura, por el sol del mediodía.
El amor en sazón.
Racimo grávido sobre la boca ansiosa)
(11)
Después
(Misterio. Sombra. Nada. De esta ocasión arcana,
brotará la Vida)
(45)
El tiempo inmenso
(la carne nueva temblará como la
primavera, en un árbol florecido)
(57)
Cualquier tiempo
(el dolor es firme. La ilusión es móvil.
En el espejo de las horas se reflejan el cielo estrellado,
la noche sin aurora…)
(73)

Como creación fragmentada y dispersa, esas estrofas tienen enorme sentido: en ella vemos la inmersión de la voz en la cadena que componen el presente, el porvenir, la utopía y la disolución. La forma del texto sería diferente a la de otros de Calcaño, que en general combina los descubrimientos de la modernidad literaria con algunas rimas fáciles, versos breves con otros suficientemente largos, cierta banalidad con cierta conmoción. En esta Obra poética completa sólo hay un poema, inédito hasta ahora, que se aproximaría a la primicia de estas líneas:

También esta sangre
viciosa, pervertida y torturada
que salió de una vena,
por la cual transitan más billones
de vidas en milímetros
media de un planeta a otro
pone su recuerdo escarlata
como un indicio terrible
en la complicidad capital
de este expediente aterrador
(313)

Basta aquí la ausencia de algunos signos ortográficos y un ritmo casi prosaico para conformar un acto novedoso. Pero una segunda lectura de aquellas estrofas, separadas de nuevo, parece indicar que más bien son capitulaciones. Cada una de ellas introduce un gran contenido: las definiciones de sí misma, la pasión de la pareja, la maternidad, la muerte, asuntos misceláneos. Esa interpretación ayuda a refutar la leyenda de univocidad de la poesía de Calcaño. La estructura de Alas fatales es, entonces, la perfecta metonimia de este libro y sus complejidades.


Luis Moreno Villamediana




Ilustración: “Sunrise with Sea Monsters”, J. M. W. Turner

martes, 21 de octubre de 2008

Un terrible amor guerrero


De James Hillman había leído dos ensayos estupendos: El sueño y el inframundo (Paidós) y El pensamiento del corazón. (Siruela). El primero es uno de los textos más hondos y sugestivos que he leído sobre el manoseadísimo y canónicamente intrigante tema de los sueños; el segundo, un agudo alegato en defensa de la estética y sus verdades. Ahora leo A terrible love of war (Nueva York: Penguin, 2004), aparecido poco después de la invasión americana (y británica y española, se olvida muchas veces) a Irak. Hillman no menciona ese dato sino de manera episódica, pero su libro, polémico, provocador, de sabia erudición y don imaginativo, no puede sino entrar en diálogo tácito con un momento dramático de la historia de su país (y del mundo). Es quizá el libro más “estadounidense” del doctor Hillman. Un panfleto contra las simplificaciones de la guerra, un esfuerzo por imaginarla y por entender sus mitos persistentes. Quien dijo que la guerra es incomprensible e inimaginable, propuso un enorme reto de comprensión y de imaginación que Hillman intenta encarar en estas páginas.

La guerra tiene no sólo su política sino su mitología, su filosofía y su estética. No se trata sólo de instintos ni de ideales. Hillman escarba en el testimonio de los soldados americanos y británicos, en los mitos griegos y en la literatura de guerra: “La inhumanidad de la guerra es mejor captada por los poetas y los novelistas, porque su imaginación se adentra en el alma afligida más allá del reportaje de los hechos”. También el autor quiere adentrarse en el “alma afligida” de la guerra, no por desdén a lo real sino justo por respeto no sólo a lo que pasa sino a lo que se queda.

Antes de la aflicción, esa marca de ceniza de la guerra, hay el ardor de las pasiones templadas por un viejo amor guerrero. Una pasión tenaz pero cada vez menos confesable. Hillman nos recuerda que la guerra no sólo es el estado habitual de la humanidad sino que es una de sus grandes pasiones. Nuestra hipocresía la está convirtiendo en guerras a control remoto, en bombas bajo la ropa y en secuestros. Escondida la guerra, no desaparecen sus efectos. Somos es en general más cobardes y correctos pero igual de mortíferos. No sólo entre humanos y otros animales sino con el medio mismo en que vivimos. Dice Hillman, con un acento que rescata a conciencia del mejor romanticismo: Es como si la tierra misma se hubiera convertido en el enemigo.

En medio de cuerpos destrozados y el ruido de la metralla, una frase del general Patton, recogida en la película biográfica de 1970 que dirigió Frank Schaffner con guión de Coppola, da tono al libro: “Sólo Dios sabe cuánto adoro la guerra”. Ese dios, a Hillman no le cabe duda, no es otro que una reencarnación del Ares griego y el Marte romano, pero también Cristo, tan invocado en la política norteamericana. Cristo es un dios guerrero. Todas las religiones monoteístas, dice Hillman y no dice cosa nueva, comparten esa adoración por la guerra. Lo que sí es nuevo para mí es su asociación del dios cristiano de la redención y el amor con el dios pagano de la guerra. Marte, de todos los dioses paganos, es el más inhumano. No por ello deja de ser un dios olímpico. La guerra, dice Hillman, es esencialmente monoteísta. Su elenco se cifra en aliados y enemigos. “En el principio fue no el verbo sino la guerra”.

James Hillman es un Padre tolerantísimo o es herético del psicoanálisis, un psicoanalista que defiende la Ilustración, “tan cerca de Venus como de Apolo”, y no le hace ascos a sentar en su diván-trinchera-tertulia las sombras pensantes de gente que no ha dado la espalda a los fantasmas y las vigilias bélicos. Más que defender una iglesia de pensamiento, a Hillman le interesa el pensamiento acerca de su tema. No renuncia a hacer más complejas sus preguntas ni a encontrar respuestas fuera de su templo.

Los Estados Unidos miran cada dos por tres a muchos de sus ciudadanos volver de los destrozos de la guerra, destrozados muchas veces ellos mismos. Hillman discurre sobre lo que es ser un veterano de guerra en EEUU. Sus narraciones en primera persona son parte de un ensayo de comprensión que no quiere ser una tesis de salón. No quiere pensar a control remoto ni lanzar una bomba al lector, ni siquiera secuestrarlo. Quiere invitarlo a una discusión para él fundamental.

Es una pena para nosotros que Hillman, en rasgo más bien convencional en un intelectual americano, no tenga más en cuenta la particular historia guerrera de la otra América, después de todo casi tocaya. Alguien diría que no es él el llamado a explorar de forma abarcante, profunda y descarnada el territorio de las guerras latinoamericanas. Aun así, Hillman no escatima alusiones a las más variadas guerras europeas y del Medio Oriente, y además sus ideas no pretenden ser para exclusivo consumo parroquial. De todos modos, el hilo reflexivo está tendido. Entrelíneas, el mismo lector no puede sino trasladar algunas de las reflexiones sobre la guerra a su propio contexto, incluso aquellos lectores que carecen de memoria bélica, pero no por ello han espantado los duelos del militarismo.

Hillman no hace una denuncia sino un examen de la guerra. La guerra, dice con sagaz provocación, es tan inhumana como sublime. No por nada atrae tanto. Tan sublime como el amor. Yo mismo, asegura, escribo mis textos como si estuviera planeando un asalto militar. Yo también soy un veterano, pero todas mis guerras han sido psicológicas. Como quien dice: no soy inmune a la locura ni a las influencias de la guerra. Ni nosotros. ¿Cuáles son nuestras guerras?

Otra idea sugestiva, como tantas en este libro: una de las peores cosas de la guerra es la anestesia que provoca, ese afán de olvidarlo o literalizarlo todo, de creer que lo normal o dado es la paz, lo civil, lo humano, lo secular y otras excepciones. “La normalización puede permitir la sobrevivencia, y puede ser también uno de los errores humanos más estúpidos”. Y añade: “Habituarse a la guerra puede significar una toma de partido, no por la sobrevivencia, sino por la muerte”. De esas paradojas está hecho el pensamiento de Hillman.

No viene mal desconfiar a veces de la jerga, común entre los psicoanalistas, cuyo efecto muchas veces es menos la reflexión que la hipnosis. Pero cómo negar que me emocionan sus temas, el respeto por la imaginación y la pasión por lo estético, la dimensión política por lo general ausente en las indagaciones psicológicas, la riquísima trama cultural en que se inscribe. Hillman llega a ser fantástico cuando se despoja de sus tics doctrinarios y también cuando interpreta de forma crítica a sus propios maestros, cosa que por fortuna no es infrecuente.

En el mundo hispano, el primer comentarista de Hillman ha sido Rafael López Pedraza, cubano con décadas de residencia en Venezuela, autor entre otros libros recomendables de Ansiedad cultural, Anselm Kieffer y la psicología de Después de la catástrofe y Dionisos en exilio, libros a los que me gusta volver y que no se me agotan de una sentada. Lo mismo me está ocurriendo con los de James Hillman.


Leonardo Rodríguez

http://lacasaazulada.blogspot.com/

Ilustración: “After M Whurther Run Glandelinians attack and blow up train carrying children to refuge”, Henry Darger

martes, 14 de octubre de 2008

Narrativa vanguardista latinoamericana


Qué grato es encontrarse con Teresa de la Parra y su “Ermitaño del reloj” en la selección de cuentos que compone el libro Narrativa vanguardista latinoamericana (Caracas: bid & co/Universidad de los Andes, 2007); pero además de Teresa de la Parra se encuentran María Luisa Bombal, Silvina Ocampo y Marta Brunet. Sin embargo, no todas son escritoras, también hay escritores, es sólo que las damas van primero. De una dama con el talento mayor de escritora como Teresa de la Parra, tan celebrada por Ifigenia y Memorias de Mamá Blanca, conocemos muy poco su incursión en la cuentística, así que esta compilación es una buena ocasión para acercarse a esta faceta de la escritora venezolana. Su cuento “El ermitaño del reloj” tiene mucho de naturaleza muerta, de “cosa-objeto” que adquiere vida y también sentimientos, e igualmente decisiones de muerte. Un relato encantador y amargamente fatalista. En María Luisa Bombal se percibe un desgarramiento ante lo real, ante lo cotidiano, en su relato “El árbol”. En esta historia, la escritora chilena nos presenta a la “ausente” Brígida, una joven esposa burguesa que poco a poco va descubriendo y padeciendo su vacío existencial, ese vacío que hace que su vida se resuma en un bostezo vespertino. Brígida intentará cubrir simbólicamente la desnudez de su vacío vital con el follaje del árbol que la resguarda del afuera de su ventana. El follaje cubre esa desnudez; una vez derrumbado el árbol, no obstante, cae el velo y Brígida queda expuesta: “Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos” (269).

Silvina Ocampo, más curiosa, inicia un viaje de preguntas, de búsqueda del origen, en su cuento “El viaje olvidado”, y Marta Brunet en “Soledad de la sangre” asume una voz íntima que reflexiona desde la condición de ser-mujer dentro de una relación “amorosa” convencionalmente patriarcal. Brunet, con mayor osadía que su compatriota Bombal, muestra un sujeto femenino que quiere irrumpir desde una prisión cerrada con las llaves de las alianzas:

Iba huidiza, apretados contra el pecho los destrozados discos, sintiendo el fluir de la sangre por la herida caliente y pegajosa en el cuello, adentrándose hasta la piel fina del pecho. Caminaba con la cabeza gacha, rompiendo la negrura y el viento. Caminaba (…) podía andar, andar, sin fin (302).

Al grupo de estas mujeres transgresoras se unen los escritores que desde sus narraciones irrumpen con otros modos de contar, con otras maneras en la disposición espacial de su escritura. Ellos abordan temas escabrosos, usando para ello motivos grotescos y figuras siniestras. Comulgando con la tendencia vanguardista que exhibe la fealdad, lo grotesco, que ridiculiza los convencionalismos artísticos, la comodidad burguesa. Estos escritores vanguardistas latinoamericanos juegan con formas de humor, con relatos estrambóticos; así , en este orden tenemos al ecuatoriano Humberto Salvador y su cuento “Sandwich”: “¿Recuerda usted los sandwichs que se vendían a cinco y diez centavos? ¡Eran sadwichs de muerto! En uno de ellos se encontró un pedazo de oreja y por ese dato se ha descubierto todo. ¿Los comió usted?” (163).

De la misma manera, podría citar a Vicente Huidobro y su texto “El gato con botas y Simbad el marino o Badsim el marrano”, donde con humor y desbordada imaginación construye el país de Oratonia, fundándolo con su religión oficial y sus respectivas religiones herejes:

En Oratonia, como todo país que se respeta, tienen su religión oficial. En Oratonia se practica el culto a la mosca (…) En todo el país está estrictamente prohibido cubrir los guisos y los comestibles con rejillas de alambre (…) Cuando una mosca se para en la nariz o trota por el cráneo de un circunstante, todos le miran con religioso silencio y el elegido se inclina de orgullo y de felicidad, bendiciendo al destino que le señala como amado de la diosa (216).

Los ejemplos podrían seguirse extendiendo, los clásicos nombres de Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández, Roberto Arlt y Felisberto Hernández, obviamente, son parte de esta antología. Sin embargo, quiero destacar los trabajos de Pablo Palacio y Juan Emar. “El unicornio”, del chileno Emar, es un cuento con una alta carga de vanguardia, construido con un arsenal de imágenes delirantes y oníricas, armado de situaciones extraordinarias y una narración acelerada de acontecimientos que incluyen cadáveres, viajes submarinos y amores necrófilos: “Sobre la misma mesa recosté el cadáver de mármol de Camila, y muy lentamente—por fin—, lo desnudé. Tal cual ella había hecho momentos antes con el fruto, hice yo ahora desde sus cabellos hasta sus pies” (246).

El escritor ecuatoriano Pablo Palacio relata los oscuros deseos de Nico, el hijo del carnicero, Nico, “El antropófago”:

Al principio le atacó un irresistible deseo de mujer. Después le dieron ganas de comer algo bien sazonado; pero duro, cosa de dar trabajo a las mandíbulas. Luego le agitaron temblores sádicos: pensaba en una rabiosa cópula, entre lamentos, sangre y heridas abiertas a cuchilladas (114).

Insisto, los ejemplos pueden seguir reproduciéndose, lo mismo que la satisfacción de hallar nombres casi secretos con otros que forman ya parte del canon. Ese balance se debe al riguroso trabajo de Álvaro Contreras, encargado de la selección de los textos y autor de la acuciosa introducción, que permite situar estos cuentos en su momento histórico y que discute, además, sus temas y su lenguaje. La conjunción de esas páginas de análisis y las narraciones hacen del libro Narrativa vanguardista latinoamericana un volumen necesario para los interesados en la literatura de América Latina.


Carolina Lozada

Ilustración: “Arte abstracto – 1943”, Joaquín Torres-García

miércoles, 8 de octubre de 2008

Contra la Censura. Ensayos sobre la Pasión por Silenciar, de J. M. Coetzee


En primer lugar, precisemos que el título original, Giving Offense: Essays on Censorship (1996), es levemente diferente de la traducción castellana (Barcelona: Random House Mondadori/Debate, 2007). Vendría a decir: "Ofendiendo: Ensayos sobre la Censura". Ni contra nada, ni pasiones desatadas por silenciar. Comprendo que la traducción castellana es más rotunda, más comercial, pero ¿es necesario corregir a un premio Nobel y a su editor estadounidense [la Universidad de Chicago]? ¿Y por dos veces?
Sin duda, en este país se tiene la impresión generalizada de que la censura es cosa del pasado y asociada a regímenes autoritarios. A poco más de un año del secuestro de una revista en España (satírica, además; ni todas las democracias han podido salvaguardar el animus jocandi cuando se refiere a ciertas personas, al parecer siendo el mensaje, "con respecto a ciertas cosas, ni en broma"); después del debate europeo (de los ¡oh tan civilizados! europeos) sobre las caricaturas de Mahoma, sólo se puede llegar a la conclusión de que aquí se puede hablar de todo... menos de lo que no se puede hablar. La principal conclusión de políticos y analistas fue que una cierta "autocontención" por parte de los autores era deseable. "Autocontención", si lo miran bien, verán que lo que quiere decir a las claras es "autocensura", un concepto que, como demuestra Coetzee, es el fin último de la censura, siendo la máxima aspiración de ésta el quedar como una estructura residual y casi autodestruida, habiendo conseguido que el papel de censor lo interpreten los propios autores.
Así pues, la censura, institucional o no, sigue existiendo, en España, en Europa, en las sociedades "civilizadas" y, por supuesto, en las autoritarias, semiautoritarias y en transición.
Hay muy poco escrito sobre la censura, ensayos sobre su naturaleza, claro está. Y sólo recuerdo uno sobre la censura en el franquismo, donde se reseñaba (entre otras cosas) la mutilación y censura de un discurso del propio Franco. Mirando la bibliografía que acompaña el texto de Coetzee, esta escasez parece ser internacional.
Por desgracia, sólo un tercio del libro, aproximadamente, está dedicado a estudiar la censura en abstracto. Los otros dos tercios se dedican a casos concretos: la censura a la pornografía en El Amante de Lady Chatterley; la censura soviética (Osip Mandelstam, Solzhenitsin, Zbigniew Herbert); la censura del apartheid sudafricano. Son ejemplos ilustrativos y muy interesantes (y sobre el apartheid es casi seguro que es lo primero que se publica en español), donde se dicen cosas valiosas, pero el excesivo detalle siempre tiene el riesgo de fijarse en el roble y perder de vista el robledal.
Pero, y remarcando de nuevo que esos ejemplos son impresionantes en su análisis y pueden constituir la base de estudios futuros, Coetzee hace, en un análisis abstracto y caracterológico de la censura, una labor fundamental, que descubre las contradicciones y esencias de una actividad que no sólo es enfermiza, redentorista y autodestructiva, sino que lleva en sí misma las semillas de su propio ridículo.
Por escasez de libros semejantes y lucidez de pensamiento, es éste un libro imprescindible para comprender esa manía por imponer preceptos y (de)formar mentalidades.


Lluís Salvador

http://www.lecturaserrantes.blogspot.com/

lunes, 29 de septiembre de 2008

Los trabajos del sueño de Mario Bellatin


El último libro de Mario Bellatin, El Gran Vidrio (Barcelona: Anagrama, 2007), puede ser descrito, justamente, como un libro. La tautología no tiene por fin insinuar que el volumen debe percibirse como un objet d’art o un ready-made, por más que su nombre nos refiera a Duchamp. Más allá de esa admitida relación, El Gran Vidrio es un embrollo que simultáneamente perturba los axiomas de lo real y lo ficticio, y el vínculo entre un texto y su definición. El subtítulo nos habla de “tres autobiografías”, pero esa idea poco tiene que ver con la detallada exposición de la vida del autor. Asimismo, la contraportada informa que la obra narra “una fiesta que se realiza anualmente en las ruinas de los edificios en la ciudad de México”; sin embargo, no hay rastros de esa celebración en la obra, lo que amplía aun más el concepto de desconexión como fe literaria. El contraste entre lo expuesto y lo omitido revela la abundancia del proyecto de Mario Bellatin.

Lo que se lee en esas ciento sesenta y cinco páginas es entonces el desorden de lo literal; en ese contexto, hablar de autobiografía no supone una alusión ni a la etimología ni al sentido común. La anécdota sólo puede leerse, entonces, como el ocultamiento de otras anécdotas fantasmas. El nexo entre una y otras tiene que postularse como una defensa de la multiplicidad de los significados, en la tradición que incluye a Tomás de Aquino y Dante. Así, El Gran Vidrio contiene su propia teoría de lectura: cada renglón representa algún contenido severamente metamorfoseado y tal vez irredimible. Con eso sabemos que es difícil ligar con exactitud las historias a unos eventos previos. El pasado del libro queda, de esa forma, casi abolido como excusa o pretexto. Lo autobiográfico termina por ser una posibilidad contemporánea, más que una detallada reedición de lo añorado.

En la primera sección, “Mi piel luminosa”, una mujer exhibe los genitales de su hijo a cambio de variados regalos: brazaletes, zarcillos de plásticos, labiales… La operación de trueque de hecho convierte los órganos sexuales del niño en una especie de lingam un poco devaluado pero aún potente: el símbolo original es ahora un objeto justipreciado como mercancía, cuyo valor se desprende de un acto remunerativo, siempre actual, y no de uno enteramente religioso—que implica une renovación de gestos venerados y antiguos. Es cierto que hay antecedentes de esa actividad:

54. Sé además que el oficio de madre que se dedica a mostrar los genitales de sus hijos no es tampoco de su invención.
55. Se trata de una práctica milenaria para la cual no todas las mujeres con hijos están capacitadas
(p. 15).

Esas frases apuntan a la conversión de tales expresiones en rito, pero en verdad de esas viejas ceremonias se sabe muy poco: su certeza está vagamente respaldada por unos rumores. Las visitas de esa específica mujer y el niño a los baños públicos es asunto de un eterno presente, onírico, turbiamente imposible. Lo que esa historia pueda revelar de Mario Bellatin es, también, confuso: quizá la fábula sea una reelaboración del tema de la malformación orgánica que se halla en todos sus libros. Aun así, que la materia haya sido transformada hasta promover los tanteos y la adivinación señala, con toda claridad, que esa autobiografía, como las siguientes, es un ejemplo del trabajo del sueño—lo que Freud llamara Traumarbeit. Las oraciones numeradas de esa sección acentúan esa naturaleza: como los ambientes y los decorados, cada una de ellas exalta un contenido a veces arbitrario, en ocasiones unido a otros por la mera apariencia y no por la lógica de la transición. Entre una y otra no pocas veces la sucesión rebate toda expectativa de suspenso, como si lo contado tuviera más que ver con la calidad de los sueños que con los rigores de su interpretación.

La misma variedad se encuentra en las otras partes de El Gran Vidrio. En “La verdadera enfermedad de la sheika”, lo autobiográfico está centralizado en la existencia de una comunidad derviche y su guía (la sheika), en las continuas visitas del narrador al hospital, en su profesión y en la prótesis que suple el brazo faltante. Esos elementos están enrarecidos por la presencia de una realidad invisible y no menos fidedigna. En algún instante, el narrador vive una epifanía que le descubre lo que hay de viable bajo lo manifiesto:

En ese momento se me hizo claro que para mí la sheika no era más que un punto entre una instancia y otra. Es decir, que me servía de referente para estar seguro de la existencia tanto de un mundo material como de uno conformado sólo por el espíritu. Aunque seguramente ella no hubiera estado de acuerdo con mi forma de pensar, pues ella habría insistido una y otra vez en que todo no era más que lo mismo (93-94).

Lo que haya de memoria en esas páginas tiene ese doble contenido material y espiritual; podría incluso decirse, como lo haría la sheika, que ese par se disipa hasta ser una sola entidad indistinguible. La escritura de la propia vida debe dar cuenta, de esa forma, de esa complejidad, que en la última parte de El Gran Vidrio incluye el incesante cambio de sexo, no por medio de un acto ornamental o quirúrgico, sino por la simple continuación de la historia: que Bellatin haya agregado una cuartilla a otra debería explicar suficientemente esa metamorfosis. Allí, en “Un personaje en apariencia moderno”, Bellatin es más explícito en relación con sus objetivos: “¿Qué hay de verdad y qué de mentira en cada una de las tres autobiografías? Saberlo carece totalmente de importancia” (159). Si hay algo relevante es, justamente, la fusión de toda identidad verdadera y mentirosa en un libro, sea una novela o un inventario de rotundas confidencias.

En El Gran Vidrio puede que haya, incluso, una cuarta autobiografía. La fiesta carnavalesca descrita en la contraportada a lo mejor es otra instancia del mencionado trabajo del sueño: en esa imagen probablemente se resuelva un aspecto potencial de la vida de Mario Bellatin. Esa conjetura asimismo expande el concepto de literatura y materialmente lo lleva de la tripa de papel al cartón. Esa propagación expone bien los propósitos generales de la obra.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “The Cherry Picture”, Kurt Schwitters

domingo, 28 de septiembre de 2008

"Las posibilidades" de Rocío Silva


Aunque sin mayores méritos, salvo el tema del que habla la poeta: “mujeres […] violadas y violentadas por el personal militar cuando muchas veces sin motivo alguno, fueron acusadas de terrorismo. De la misma manera, los miembros de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru secuestraron a muchas jóvenes bajo el pretexto de la militancia guerrillera pero con la finalidad última de convertirlas en esclavas sexuales (p. 11)”, Rocío Silva Santisteban (Lima, 1963) fue galardonada por Las hijas del terror (Lima: Ediciones Copé, 2007) con el Premio Copé de Plata en la XXII Bienal de Poesía, premio Copé, que organiza PETROPERÚ, en el año 2005.

Ya desde el inicio del texto, Silva Santisteban ingenuamente se excusa (y se justifica) diciendo que el texto es “un intento por poetizar el miedo, el dolor, la indiferencia y la crueldad. No puedo hablar 'en vez de' las mujeres que sobre sus cuerpos llevan la marca del sometimiento y la humillación. Trato de acercar mi palabra, en la medida de mis posibilidades y limitaciones, a las huellas que sus cuerpos dolientes han dejado sobre todas nosotras y nosotros, huellas que con increíble autoritarismo monologante la ciudad letrada se ha negado la mayoría de las veces siquiera a mirar (Ibíd., el subrayado es mío)”.

Sin embargo, más allá de esta “pretensiosa” reflexión, casi nada de esto ocurre. Al terminar de leer el libro, uno se da cuenta de que en realidad la mayoría de los textos (salvo excepción de los poemas de las páginas 17, 19 y 20) sólo son confesiones—casi existenciales—de mujeres de la clase media capitalina (y por ende urbanas) que no vivieron directamente estos sucesos, y donde el cuerpo y el dolor—característica de sus libros anteriores—sumados a la soledad, se asocian para darnos una lectura más urbana (obviamente) que campesina (o “andina”) de este conflicto que Rocío en un principio “intenta” poetizar.

Así, en el poema de la página 16 nos dice: “No quiero morir/sólo descansar/permanecer suspendida como una nube/flotar y dormir/arder y perder la forma/como un gas evanescerme/a lo largo de un extenso territorio/fugar del cuerpo/extenderme hasta llegar al lugar del vacío//No quiero morir/sólo hacerme daño/un vidrio una estaca un punzón/cualquier cosa que me agreda un poco/algunos tajos cerca del talón/una gillette como un pincel/ la paleta empapada de rojo/la nariz también enrojecida/endurecerme/una roca maciza/un monolito de carne”.

De esta manera, se puede entender que el discurso va más allá de los atisbos de aquella reflexión—casi—existencialista de la que hablé líneas arriba, hasta llegar a esa etapa patológica que todas las grandes urbes tienen: el intento (autodestructivo) de suicidio: “me tomo una taza de café/y dos lexotanes/y dos urbadanes/y dos actifeds/y me vuelvo a tirar sobre las sábanas/me acurruco entre las frazadas/para no escuchar ni sentir//y quisiera apagar la luz/clic/para siempre (p. 23)”; producto tal vez de las peripecias que dicha clase media pasó en el quinquenio 1985-1990: “Yo abro las piernas y dejo/que él fornique sobre mí como un cerdo/como un cerdo rosado/—frota tu sucio placer, ¡frótamelo!—/por un kilo de azúcar/una lata de leche (p. 34)”; “Domingo. Despierto con el ruido del mar/golpeando la pared del acantilado/tengo el libro de Eliot sobre las piernas/al frente, en la cuna, la niña infla los cachetes y parece/que va a pronunciar la magnífica palabra (p. 33)”.

También es notorio que, en algunos poemas, Silva Santisteban se deja ganar por una sociologizante “perspectiva de género (poético)”—«Pobreza: ¿es o me parece nombre de mujer? (p. 32)”, “es absurda la frivolidad de este sufrimiento, lo sé,/estudio el sistema sexo-género/la ciudad y la individuación/pero más allá de mi razón/algo supura (p. 36)”—, y una ineludible y temporal “retórica posmoderna”—lo que ella llama, al cerrar el libro, “mixes y samplers”—, algo que, creo, es totalmente válido, pero que, de alguna manera, desvirtúa el meta-relato que ella misma plantea al comienzo, pues, “no hay cuestión de género que condicione el discurso ni la lengua: son la identidad y la pertenencia, ahora sí, las que señalan el espacio de acción”, dice Ramiro Vicente (1), respecto a este texto.

Quizá una bondad (?) del libro radique en ese trabajo de imaginación (no palabra imaginada) cercana, en algunos casos, a la de telenovela mexicana (véase el título): dramática, emotiva y mediatizante, donde la mujer se hace la víctima (o se victimiza) cumpliendo perfectamente su rol de mártir (no por que ella lo quiera, sino porque así lo estipula el guión), sin que, por ende, exista una cuestión reivindicativa respecto al género: “no más, por favor, no, no, déjenme morir/cuatro cinco seis/ya no, Dios, ya no, ya no/siete/estaba completamente muerta, muerta, muerta,/ocho (p. 21)”; “ya no más, ya no más por favor/no apagues la luz, deja eso,/no, no lo hagas,/ya no quiero, no me obligues/me duele, no me trates así (p. 66)”.

Y salvo algún atisbo de reflexión en dicho guión: “Una sombra en la azotea desaparece/ante el primer rayo de sol/son el mal y el pecado que huyen/para luego asaltarme por la espalda (p. 47)”; “acá está lo tan esperado, papá—grita/un precioso bocado de tu propia carne/me arrancho el trozo y te lo devuelvo/y no me vuelvas a llamar bastarda/come de mi carne (pp. 64-65, subrayado mío)”, la poeta (no sé si intencionalmente) se convierte en la constructora de una realidad demasiado centrista, lo que llamo simplemente la “versión del fisgón”, y que da paso a la descripción de una realidad “hegemonizante” de la que toda metrópoli se jacta para saberse conocedora de su misma periferia.

¿Si no, por qué asumir la voz de otras personas, así sea que éstas no tengan los medios para hacerlo? Silva Santisteban cae, pues, en lo que ella misma ha dicho con respecto a Cecilia Valenzuela, que también ha utilizado ese estilo testimonial “no personal” del conflicto interno “para convencerse a sí mism[a] de su bondad: asumiendo que el otro, (…) es un ser que debe ser tutelado y encaminado por la vida” (2); por ello, no me parece que quede librada de la 'demagogia y del populismo', tal como manifiesta Javier Ágreda (3) en un comentario respecto al libro.

Para terminar, tal vez sería bueno recomendar un buen tema para que Rocío Silva Santisteban escriba más adelante: el problema de las “Trabajadoras del hogar” algo que, supongo, sí debe estar más cercano a su entorno y donde ella probablemente sí sea una testigo fiel, para que de esta manera pueda retratar lo que también “la ciudad letrada se ha negado la mayoría de las veces siquiera a mirar”; pues no creo que ellas también crean que “Gozar y moverse, gozar y moverse, gozar/y moverse: a eso debería estar resumida/la historia de la eternidad. (p. 39)”.


(1) http://www.paralelosur.com/revista/revista_dossier_025.htm
(2) http://kolumnaokupa.blogsome.com/2008/04/25/chichi/
(3) http://agreda.blogspot.com/2007/las-hijas-del-terror.html


José Córdova. Co-director de la revista de creación literaria “Ablaciones”. Co-editor de Cascahuesos Editores y director de la bitácora Panóptico Literario (http://panopticoliterario.blogspot.com/). Ha publicado dos antologías de su poesía: Pre-textos (Arequipa: Editorial UNSA, 2002) y la plaqueta Perfil del desencuentro (Arequipa: Cascahuesos Editores, 2007).

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Mujeres del sur

Las mujeres del sur son rostros, manos, cabelleras y quehaceres. Imágenes de mujeres habitantes de los pueblos del sur merideño. Viejas con rostros atravesados por el tiempo, niñas de miradas curiosas, muchachas con sus vestidos de primera comunión, mujeres de blanco, en preparativos para el altar, son parte de las imágenes captadas por los fotógrafos José Alejandro González y Gerard Uzcátegui y compiladas por Libia Planas en el libro Mujeres del sur (Mérida: Centro de Conservación Documental Pueblos del Sur, 2008). Este libro, dividido en dos épocas, en las miradas de dos fotógrafos, en etapas de blanco y negro y en momentos de color, fija trozos de las historias sencillas y cotidianas de las habitantes de esas pequeñas poblaciones ubicadas en uno de los costados de la ciudad de Mérida. Así tenemos las fotografías de mujeres en sus faenas diarias: parteras, hacedoras de jabón de tierra, mujeres que desgranan el maíz, mujeres que amasan el pan, mujeres rezanderas que curan el “mal de ojo”.

El lente de los fotógrafos se detiene en detalles como la trenza de una larga y encanecida cabellera, las uñas de manos acostumbradas al trabajo rudo del campo, las manos de hilanderas con sus hilos antiquísimos; hilos y arrugas como la escena de un cuento construido a fuerza de memoria, a fuerza de repetición. Los dedos de parteras, mujeres dadoras de luz; brazos fuertes para amasar el pan, manos que velan la tierra. Fotos que siguen los pasos lentos de pies cubiertos con zapatos tejidos. Rostros muy viejos con sonrisas generosas de niño. Paredes de cocinas rústicas, atravesadas por plantas enredaderas, adornadas con utensilios de oficios caseros, puertas de madera crujiente, tan antiguas como los años, como el pasado. Casas con pasillos alumbrados por la luz tenue del campo.

Todo en Mujeres del sur nos remite a un tiempo y un lugar donde la vida transcurre más despacio, sin apuro. Un tiempo con olor a café recién colado, a cocina de leña. Un tiempo rozado por las ramas verdes de los maizales y perseguido por los ecos de las faenas campesinas. Un tiempo invadido por sonrisas de niñas despeinadas entre los tejados de sus casas.

De este libro sólo resentimos que los breves párrafos que anteceden a las fotografías no estén a la altura de las imágenes que muestran. Son textos escuetos, sin gracia; sin embargo, fotografías como las de “Ana María, la última de los Briceño” sentada en su cocina, con su pañoleta roja cubriéndole la cabeza, y su vestido de flores, y la imagen de Ana María Parra, la partera que nos mira a los ojos con su sombrero de paja, entre otras tantas, hacen de Mujeres del sur un rico patrimonio fotográfico y documental sobre la gente y la vida de estos pueblos venezolanos.


Carolina Lozada
Ilustración: “Puertas de amor”, Jean-Luc Crucifix

miércoles, 17 de septiembre de 2008

De la renovación social y literaria en Diez días de un fin de siglo


La portada de la novela Diez días de un fin de siglo (San José: EUNED, 2007) de Emilia Macaya, nos invita a ver la película de ciencia ficción Metrópolis, de Fritz Lang, y a la a vez nos “programa” para leer la novela, entonces, en clave de ciencia ficción. Sin embargo, a pesar de la ambientación futurista, de los aires escatológicos y de las referencias al siglo XX y a otros siglos como tiempos pasados, el texto es una reflexión sobre la condición humana, y más aún, sobre la situación de la mujer en culturas patriarcales. Así, a través de diversos personajes, como Flamina, Isabel o Virginia, nos vamos adentrando en un mundo donde rigen la represión y la autocensura. Como reza la contraportada: “En medio del aislamiento al que ha obligado una catástrofe tóxica de efectos impredecibles, diez personajes, por diez días sucesivos, recontarán historias mientras develan su destino final, al tiempo que transforman y vuelven a definir sus vidas”. La novela se propone como un juego entre metatextos e intertextos, la riqueza de referencias literarias y culturales es sumamente amplia y exige un lector avisado, activo: para empezar, los diez personajes que cuentan diez relatos durante diez noches remite a Los cuentos del Decamerón de Bocaccio; luego, el relato principal se ve aumentado por las historias que se van insertando en él, y que terminan por conformar el complejo entramado. Por otro lado, la disposición y el juego tipográfico es un recurso más: dependiendo del narrador, los personajes, el momento, la historia u otros elementos, así la tipografía va cambiando, lo cual también demanda esfuerzo de parte del lector. Diez días de un fin de siglo es una novela arriesgada (en su propuesta formal y en su temática) en un medio costarricense acostumbrado a las pautas realistas y referenciales, así como a la simpleza narrativa, pues esta novela rompe con tales esquemas: la riqueza del lenguaje, la madurez y fluidez narrativa, la gama de “citas” culturales y la fuerza y pasión que se desprende de las vivencias de los personajes femeninos convierten la historia en un todo refrescante, vivo; por ello, podemos afirmar que la propuesta explora otros territorios y anuncia nuevas tendencias. Ahora, si bien acá tenemos novelas con énfasis en criticar la realidad social y cuestionar el papel de la mujer, tales como La loca de Gandoca, no logra ninguna conjugar la calidad narrativa junto con la verdadera profundización, como sí lo logra Diez días de un fin de siglo. Y es que ahí donde otros textos se quedan en la superficie, esta novela cuestiona los fundamentos mismos de una cultura falocéntrica, pues solamente de tal modo es posible pensar en un cambio. No en balde se cierne sobre la sociedad que se describe una catástrofe: el hombre blanco capitalista es quien nos ha llevado al borde del abismo, es él quien ha destruido todas las formas humanas de lo bello y elevado. Entonces, Emilia Macaya opta por un apocalipsis: recordemos que en mitología un apocalipsis implica un renacimiento. Solamente en una nueva sociedad es posible pensar y sentir distinto, y más aún, ser aceptado por ello.

En la tradición literaria costarricense es notoria, y me parece necesario destacar, la impronta que han dejado mujeres como Carmen Lyra, Virginia Grutter, Eunice Odio o Yolanda Oreamuno, quienes en una época más hostil se pronunciaron contra los estereotipos y prejuicios; contrario a las generaciones más jóvenes, las cuales solamente responden a lo "políticamente correcto", y escriben una "literatura feminista" más digerible por cierto público. Emilia Macaya no se deja llevar por las modas. Ella, experta en teorías de género, propone un texto desmitificador del lenguaje (fundamento de una cultura patriarcial) desde el punto de vista formal y propiamente lingúistico, no desde el mero contenido, directo y referencial.

Así, en Diez días de un fin de siglo, la autora nos invita a cuestionar los papeles tradicionales asignados a la mujer, nos invita a repensar los textos culturales que nos conforman; en última instancia, nos invita al cuestionamiento y por ende a la transformación. Contar historias es crearlas de nuevo, es convertir la palabra en el instrumento fundacional, pero no una palabra dominada y dominadora, sino una palabra que sea signo de libertad y liberación. El fin de un siglo implica renovación, cambio, y la novela es una clave para entrar en una nueva perspectiva, tanto social como literaria. Celebramos, por todo lo anterior, la llegada de un texto con las características descritas. Queda la invitación hecha para leer, disfrutar, pensar y disentir, si se quiere, con esta novela de una destacada escritora e intelectual costarricense.


Gustavo Solórzano Alfaro
http://asterion9.blogspot.com/

martes, 16 de septiembre de 2008

Honduras de paso


Es indudable que la poesía como escritura invente un espacio donde las metáforas no estén sujetas al devenir del tiempo. La poesía se reinventa en cada palabra que su hacedor escribe, no sólo en la cotidianidad precisa sino también en la fugacidad del momento. La Antología poética Honduras de paso del colombiano Felipe García Quintero (Mérida: Gitanjali, 2007) nos permite adentrarnos en la significación de la palabra, nos inserta en el mundo del lenguaje y su eje de ente comunicante. Su poesía cargada de paradojas funciona como un espejo donde el doble sentido de la vida nos encierra en el vacío dejado por la celeridad con que se destruyen las sociedades actuales. García Quintero vislumbra en sus textos la ceguera absoluta que acompaña al desespero, visión permanente de la insidia con que el hombre manipula la palabra:

El ciego sabe del cielo
por sus manos
las calles que me pierde
de su memoria
son tardes
de palabras compartidas
pasos ciertos como de aves
quiero sus manos
el color vencido
que su voz nombra.


La poesía de Felipe García Quintero camina por vertientes difíciles de predecir; lo que aparenta ser una antipoética, una negación de la escritura, se traduce en sus versos en un proceso de creación que deja de lado la constante simbolización del grafema para resurgir como arte poética. En el poema “Agua Rota” nos dice:

evito las palabras. A cada palabra evito las palabras.
Con cada paso.
Cuando escribo no quiero usarlas, no quiero tocarlas cuando hablo.
Escribo para dejas de escribir.

Pareciera que el texto anterior nos acerca a la incertidumbre vivida durante el proceso de creación; no es negarse a continuar trabajando la escritura sino sentirse absorbido por el tiempo circundante de la memoria.
En “Polvo del nombrar”, el poeta asume la paradoja de la existencialidad. La nada y el todo dejan de ser abstracciones filosóficas para convertirse en intimidades constantes. La ontología figura como el acercamiento interior entre el autor y su escritura:

LA NADA TOCA MI MANO con su voz
Expulsa el aire del paisaje cuando levanto la mirada del polvo para pregunta: ¿Quién vive?, ¿soy yo alrededor sin mí?
Escucho así las nubes dispersas mis pensamientos sobre la piedra


En “Del aire al fin”, García Quintero rememora fragmentos de su infancia. La señal desierta queda atrás, aunque prevalece en el fondo de la memoria. Los días vencidos aparecen fugazmente para acercar un relámpago al texto ensimismado. En la escuela se pregunta el poeta ¿aprenderemos a hablar? Es indudable que la voz de la infancia ya deriva hacia los caminos de la escritura.

Aun cuando el amor no es un referente marcado en esta antología, aparece señalado en algunos poemas. El poeta nos dice:

Así el amor nos quite los dientes, y temblando en el polvo la furia nada sea para el mundo su escritura.
Triste delirio donde ya no estamos.
de todo cuanto dijimos, sólo queremos ser lo que se aleja roto entre las manos por el aire.
Y si por amor perdimos los dientes, pudiéramos en el grito amar el silencio, si ahora la risa queda


El texto menciona el amor fundiéndolo con un aire de sátira, donde el humor negro prevalece sobre lo puritano del sentimiento.

Es obvio que cuando leemos a Felipe García Quintero corremos el riesgo de interiorizar los sentimientos de soledad e incertidumbre, pues su poesía está cargada de ellos. La vida como paradoja remite a la nostalgia pero también a la muerte. La muerte no como el último eslabón de la existencia sino al parecer como discontinuidad de lo que tanto amamos: la poesía.


José Gregorio González Márquez


Ilustración: “Un hombre caminando con dificultad por la calle”, Carlos Revilla

domingo, 7 de septiembre de 2008

“Tú eres el perro tú eres la flor que ladra”


La antología de poesía surrealista compilada por Floriano Martins, Un nuevo continente (Caracas: Monte Ávila, 2008), parece mostrar, en principio y someramente, que el apoyo de ese movimiento es verbal. La tradición que va de Rosamel del Valle (1901-1965) a Luis Fernando Cuartas (1959) contiene suficientes imágenes poéticas como para suponer que esa acumulación es medular. Esa afirmación no es degradante: una revuelta en la lengua tiene implicaciones políticas y hasta metafísicas. Esas imágenes son una contravención de toda lógica comunicativa. ¿Cómo glosar este par de versos de César Moro: “El pigargo la raya del oro aséptico/El bordón de bronce al aire de las rutas librar”? Lo que allí se nota es más que un sencillo reordenamiento sintáctico; entre las particulares palabras y lo posiblemente aludido hay una opacidad deliberada, proferida, central. Martins advierte que esa distancia no equivale a un nuevo lenguaje: “El surrealismo (…) proponía justamente un cuestionamiento perenne de los lenguajes que se presentasen como irreductibles” (IX). En esa explicación, el surrealismo es una experiencia crítica; que se asiente en el lenguaje y que sea también un lenguaje no parecen nociones contrapuestas.

Las proposiciones de Martins no necesariamente destacan esa condición. De hecho, su prólogo evita resumir la historia y las prácticas del surrealismo en un concepto manejable. En esas páginas se repasa el interés del movimiento en la libertad, la poesía y el erotismo, y se resalta el vínculo entre poesía y rebelión y entre individuo y sociedad. Sin embargo, esas señales apenas justifican el inventario de nombres elegidos. La cercanía entre surrealistas y beatniks, por ejemplo, puede servir para crear otra opacidad, que eventualmente tendría que complicar la selección. Como Martins declara, “ya la relación con lo Beat estaba absolutamente dentro del espíritu de rechazo que caracterizaba al surrealismo, interrelación que fue percibida por el grupo El Techo de la Ballena, en Caracas, y por los poetas brasileños Roberto Piva (1937) y Claudio Willer” (XXIII). Esa avenencia se funde en la obra de Philip Lamantia (1927-2005), quien fuera miembro tanto de la generación Beat como de un grupo surrealista. Su presencia en la antología es el resultado, entonces, de una manifiesta adscripción, apoyada en la rúbrica: que Lamantia haya firmado algunos documentos oficiales de la banda de Chicago oficialmente lo vuelve un surrealista. Es la redundancia asociada a la brevedad autográfica, que ampara la ausencia de autores como Allen Ginsberg o Gary Snider—igualmente interesados en la rebeldía, pero sin colegiación.

La poesía de este volumen es esencialmente surrealista por alistamiento y expresión. Lo que une a Humberto Díaz-Casanueva y a Aimé Césaire no es la confianza en la mecánica del automatismo, sino la constancia de la imagen verbal, de donde sea que venga. Según el primero, “el carácter ‘automático’ de la imagen no se concilia con mi afán de coaligar el fondo más tenebroso, irracional e incoherente y la lucidez más implacable junto con la emisión de sentido” (69). Para Césaire, por el contrario, “la escritura automática viaja de la superficie al fondo de las cosas” (159). Esa oposición no es obstáculo para que ambos estén en este libro; los une la conservación, siquiera parcial, de alguna simpatía por algunos dictados, y la organización verbal de los poemas. En un estadio intermedio se encuentra Hesnor Rivera, para quien debe haber un equilibrio entre la “desorganización de la palabra” y el “hilo de coherencia” de lo comunicado (363). La afirmación de Claudio Willer es igualmente rotunda: “Para mí, no hay contradicción entre el más desenfrenado automatismo surrealista y la idea poundiana de precisión y rigor en cada palabra” (553). Un poema de Juan Sánchez Peláez incluido en el libro elabora esa unión de manera sutil:

Ezra Pound quizá tenga un taller literario en el más allá o sonría frecuentemente por la inmensa ternura de Gerard de Nerval. Ha de expresar el americano universal cuando mire a las nubes: “estos perros lanudos son nuestros”. Pero entonces verán los ángeles su corazón marino y de almendra. Y atisbarán en lo oscuro, más abajo, como surgiendo de la tierra, estallando en el aire, un abanico fino de resplandor (…) (276).

En esas líneas, la ortodoxia retórica propia del surrealismo—presente en Elena y los elementos (1951)—ha sido apaciguada; aun así, hay un reconocimiento instantáneo de su afiliación, ligado a cierta junta de nombres y adjetivos; es casi una denominación de origen. En eso se distingue el surrealismo del unicornio chino descrito por Borges: podríamos estar frente a ese animal y no saber qué es; por su parte, no hay frase de aquél que no parezca remitir a su propia condición, como un espejo. La tautología, así, es persistente: surrealismo es surrealismo es surrealismo. Más allá de la alianza entre vida y poesía que exigen sus proclamas, el surrealismo es casi ahora una nacionalidad. En la Antología de la poesía norteamericana de Cardenal y Coronel Urtecho, por ejemplo, los autores elegidos son norteamericanos; en Un nuevo continente, todos son, de algún modo, surrealistas.

La referencia geográfica del título sin duda es pertinente. El propósito expreso de Martins es lograr “una inmersión más profunda en la poesía que se ha escrito en todo el continente, vinculada o no a este movimiento que defendió, visceralmente, que sólo el lenguaje poético alcanza la totalidad del ser” (XXX). La vinculación, como hemos visto, puede estar en los enunciados, si no en los manifiestos: más de seiscientas páginas lo prueban aquí complejamente. Entre Francisco Madariaga, Blanca Varela y Léon-Gontran Damas puede haber diferencias de grado, no de naturaleza. Con el resto de autores, ellos son habitantes de un espacio simbólico. Para mí, Damas fue una revelación; de sus poemas iniciales me atrajeron la contención y el juego de las repeticiones:

HAY NOCHES

Hay noches sin nombre
hay noches sin luna
en que hasta la asfixia
húmeda
me atrapa
(…)
Unas noches sin nombre
unas noches sin luna
la pena que me habita
me oprime
la pena que me habita
me ahoga
(…)

Pero el sentido explícito del título seleccionado por Floriano Martins tiene que ver con la presencia de textos de Damas, de Aimé Césaire, Philip Lamantia, Claudio Willer y otros. El nuevo continente de la poesía surrealista excede los límites de lo establecido antes por Stefan Baciu y Aldo Pellegrini: allí conviven el portugués, el español, el francés y el inglés. Con toda justicia se puede decir que Martins ha logrado una antología de poesía surrealista realmente americana. La certeza de tales adjetivos, como un acto de fe, está ya en el principio. Puede que un escéptico se permita dudar de la congruencia de lo surrealista o de lo americano; sin embargo, la riqueza de las escogencias está notariada en el índice: Rosamel del Valle, Pellegrini, Moro, Gilberto Owen, Luis Cardoza y Aragón, Díaz-Casanueva, Juan José Ceselli, Enrique Molina, Emilio Adolfo Westphalen…—cada nombre una sinécdoque del poema, otra forma de la redundancia.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “A Warning to Mother”, Leonora Carrington