miércoles, 23 de marzo de 2011

Tres poetas Tres

Los poetas Gina Saraceni, Rafael Castillo Zapata y Luis Moreno Villamediana leerán sus textos en la Universidad Central de Venezuela

domingo, 6 de marzo de 2011

La mudanza




Queridos lectores y amigos:

Nos mudamos de dominio. Ahora estaremos en la siguiente dirección: http://500ejemplares.wordpress.com/. La nueva casa se encuentra en proceso de acondicionamiento; así que le pedimos nos tengan paciencia, por favor. Mientras tanto, los invitamos a leer allá la reseña sobre La múltiple forma del delirio y La condena, del poeta costarricense Gustavo Solórzano Alfaro.

Saludos,

Carolina Lozada y Luis Moreno Villamediana

viernes, 25 de febrero de 2011

O todo se está escribiendo o ya ha sido escrito

1.

Por supuesto, la idea no es nada nueva, y quizás se remonte al preciso momento en que alguien, por primera vez, fue capaz de transcribir (de hacer escritura) algún relato oral. En ese momento dejamos de ser simplemente obra del sueño o de la imaginación divina para convertirnos en su escritura. El gran Borges adjudica a Thomas Carlyle una muy lúcida y sintética referencia al respecto: “La historia universal es una Escritura Sagrada que desciframos y escribimos inciertamente, y en la que también nos escriben”.

Una intriga, aparentemente paralela a la (o las) de la trama, surge en las primeras páginas de Bajo las hojas (Caracas: Alfaguara, 2010), de Israel Centeno, y llama la atención del lector para sustraerlo de la cómoda ficción. ¡Epa! −dice uno−, esto no es un simple guiño del narrador; más allá de Julio y su desazón, aquí hay un “nosotros” pidiendo atención, diciendo que no lo descuidemos porque son “ellos” quienes tienen la rienda de esta historia, los que la están contando.

Así, a medida que transcurre la lectura, esa primera persona del plural se nos irá revelando como un equipo de relatores, cuyos miembros bien pueden formar parte o no de las tantas voces que encontramos en la novela. Ese “nosotros” irá ocupando más y más espacio, tomando más y más poder: de simple narrador omnisciente, conocedor del presente, pasado y futuro de los personajes, pasará también a convertirse en un ente controlador de las psiquis, capaz de cambiar pensamientos y acciones con tan sólo un plumazo (¡nunca mejor dicho!). Y con semejante poder es lógico deducir que a la potestad de este nosotros omnisciente, supremo, se encuentra la posibilidad de manipular conciencias y tergiversar hechos, de “alterar el signo, desplazarlo, ponerlo no donde le es propio, sino donde debe estar para que la historia funcione”.

Si me siguen, algunos podrían concluir que aquí se trata simplemente del poder propio (la gracia divina) de un creador de historias, del narrador literario. Otros, hilando un poco más fino, se habrán remitido a “el libro de la vida”, a las Moiras, a eso de que nuestro destino se encuentra escrito y rubricado. Y no faltarán aquellos, que demasiado atribulados por la cotidianidad del país que nos corresponde, hayan hecho una asociación más prosaica e inmediata, porque esto de alterar el signo para que la historia funcione como que tiene mucho que ver con la realidad que nos circunda.

Sí, valen todas estas posibilidades en Bajo las hojas y algunas más; dejan de ser, vuelven a ser y son a lo largo de esta novela, obra de un autor a quien para nada le interesan las verdades absolutas y mucho menos los enigmas con soluciones precisas, cerradas.

Lo que le interesa a Centeno es la literatura, arriesgarse en este caso, a través de sus relatores −que terminan por confluir en un único relator, punta más alta, “vórtice de la pirámide”−, a un magistral ejercicio de metaficción mostrando el entramado de la creación que tenemos entre manos mientras ésta se construye. Siendo así, resulta inevitable que el lector se sienta obligado a participar de una constante reflexión sobre el hecho narrativo y sobre la literatura como un exigente oficio capaz de organizar el mundo.

En este sentido, Bajo las hojas entraña una verdadera lección de elaboración literaria.

2.

Centeno ha declarado: “Mi literatura va a la par de la historia de mi país”. Y pienso que esta frase puede ser considerada principio fundamental de su poética de autor.

En una época en que ciertas palabras se encuentran tan desprestigiadas, es posible que esto que voy a afirmar no le agrade mucho al autor, es posible también que algunos de sus más fervientes y jóvenes lectores lo rechacen de plano, pero igual lo digo, porque estoy convencida de que en el panorama de la literatura venezolana contemporánea no existe una obra más “comprometida” que la de Israel Centeno. Su firme y honrada posición ante los acontecimientos sociales y políticos que le han correspondido −una posición evidente tanto en su vida como en su literatura− ha sido siempre propia de un militante, sólo que su ideología no corresponde a ningún partido posible y mucho menos pretende, a través de su literatura, convencer a nadie de nada, de nada que vaya más allá de la literatura misma. Y es que en este autor la preocupación política es una preocupación ontológica. El compromiso surge de la angustia vital, nunca de un sentido de responsabilidad.

Desde la ya lejana primera edición de Calletania en 1992, hemos visto plasmado en todos sus libros lo más abyecto de un sistema que no para en su descenso hacia el abismo. Pocos de sus textos se libran de personajes que llevan sobre sí el enorme peso de un pasado político que ha determinado su vida de derrotados y marginales o de corruptos, traidores y asesinos.

Bajo las hojas no sólo no es la excepción, más bien es su justo compendio. En medio de una historia que se mueve magistralmente en las aguas encontradas de distintos géneros y subgéneros narrativos −cosa a la que el autor ya nos tiene acostumbrados y por lo que su obra muy bien se ubica en el terreno de la llamada posmodernidad−, nada aquí resulta independiente del telón de fondo, el oscuro entramado político de un país donde se desarrolla la ficción y donde, lamentablemente, también nosotros nos movemos en la realidad, de allí que nos resulte muy fácil reconocer algunos acontecimientos de los cuales incluso muchos fuimos partícipes.

Desde el montaje del asesinato de María Inmaculada, foco propulsor de la novela, hasta las más nimias acciones y aun gestos de esos personajes que se debaten entre la realidad y el delirio, entre ser humanos o bestias, todo, absolutamente todo parece estar determinado por una impenetrable entidad que desde el más alto poder somete y rige los destinos, y a la que podemos llamar, por ejemplo, “Inteligencia Móvil”.

3.

De alguna manera el puzle formal y anecdótico con que se encuentra el lector en las novelas de Centeno (y de allí que el crítico español Luis Alonso Girgado califique su escritura de “literatura difícil y por ello arriesgada […] que precisa de un lector que sea un escrutador atento y activo frente al lenguaje, la prosa”), cada uno de esos puzles −decía− son a su vez parte de uno más amplio, el de su obra narrativa completa hasta ahora publicada.

Se dice que de una u otra forma todo escritor escribe siempre el mismo libro o, si se prefiere, va creando con sus libros capítulos de un libro único que es finalmente su obra. No obstante, en algunos casos esto resulta tan evidente, adquiere tanta importancia y trascendencia, que termina constituyendo un aspecto ineludible en el momento en que ese autor debe ser estudiado o comentado. Son escritores que van forjando paso a paso un muy personal ámbito ficticio que los hace inconfundibles más allá del estilo o de las anécdotas.

Y más allá del depurado estilo de Israel Centeno o de las constantes temáticas, sus obsesiones lo han llevado a construir un universo de imágenes siempre perturbadoras que transitan de un libro a otro sin temor a la reincidencia, afinándose, transmutándose, aportando nuevas claves y creando nuevas incógnitas y sorpresas.

Todo ello se hace abiertamente explícito a partir del cuarto libro, Exilio en Bowery, con el que inicia un ciclo narrativo que el mismo autor (creo) ha calificado como “del exilio” y donde se complace en recrear elementos y atmósfera propios de la literatura gótica: noches, cementerios, vampiros, hombres lobo o licaones, ese raro animal que Centeno rescata de las sabanas africanas para incorporarlo a su particular simbología convertido en perra amarilla.

Tampoco pueden faltar los dobles y los pactos siniestros, que en el caso de Bajo las hojas toman especial relevancia y por eso vale la pena comentarlos brevemente.

· EL DOBLE. En María Inmaculada existe Victoria, esa “otra persona” que ella siempre jugó a ser, o que “jugaba a ser ella”. María Inmaculada, la joven cofrade de los Argonautas Junguianos de los Últimos Días que conocemos en Caracas, tiene su doble en Victoria, la compañera de Julio en Londres. Dos caras de la misma moneda que protagonizan sin embargo momentos distintos en espacios distintos, procurando así un juego constante de ambigüedad o de otredad.

· El PACTO. Manifiestos o tácitos, son varios los pactos que se crean (y se violan) en el transcurso de esta novela, pero el más importante de todos y sin el cual Bajo las hojas no existiría, tiene que ver con un narrador que vende no su alma, sino su talento; que lo vende no al diablo, sino a uno de sus peores sucedáneos tal vez, el poder. Julio, protagonista principal, atormentado creador de historias que sueña “con escribir la gran novela” para dejar de ser un “escritor inexistente”, acepta un extraño “trabajo literario” encomendado por el alto gobierno que le permitirá salir de sus problemas económicos para siempre, convirtiéndose así en uno más de los relatores. ¿Sabe Julio lo que hace?, suponemos que no, porque en algún momento decidirá infringir su compromiso tratando de alterar la trama prevista, aunque se sepa ya perdido. Hecho el pacto no hay vuelta atrás: “nadie retorna al día”.

Israel Centeno no es autor que ceda un ápice de Literatura (Literatura con mayúscula) en procura de público. Bajo las hojas es un reto al lector, quien una vez atrapado por su prosa llegará ansioso de respuestas hasta el final. Cuando cierre el libro será un admirador más de una de las novelas más originales y fascinantes de la literatura actual.

Silda Cordoliani

*Texto leído en la presentación de la novela Bajo las hojas

Ilustración: “La virgen de la leche en polvo”, Nelson Garrido

martes, 15 de febrero de 2011

Mérida: una pócima


Carolina Lozada escribe sobre Mérida y confiesa su amor al Toro acostado en el artículo "Mérida: una pócima", escrito para la revista Matador.

Ilustración: Espasa

lunes, 31 de enero de 2011

La guerra de las mariconas: Copi en sobredosis

Es inevitable no experimentar una gran expectativa cuando un libro de Copi llega a mis manos, así ha sido desde la primera vez que leí uno de sus textos (Las viejas travestis y otros relatos), y el autor argentino—francés me dio en la cara con todo su potencial explosivo. Todo aquel que lo ha leído sabe que su escritura es volátil y adictiva, y La guerra de las mariconas (Buenos Aires: El cuenco de plata, 2010) se acoge muy bien a esta premisa; al punto que en novela tan breve –125 páginas— se produce una guerra entre homosexuales militantes de la FHARC (Front Homosexuel d´Action Révolutionnaire) y una tribu de amazonas; se destruye la tierra y se habita en la luna. En Copi todo es delirio, éste es su modo natural de contar historias, y lo hace con un humor altamente escabroso, desprejuiciado; donde lo grotesco y lo sexual ocupan los primeros planos:

Conceiçao do Mundo(…) me asqueó a un punto apenas soportable. Se sonó la nariz con su mano tosca, que después limpió en mi pantalón. No se afeitaba desde la víspera y su barba azulada asomaba a la luz de la luna. Sus senos enormes y su pija, que me había excitado hasta la locura, me produjeron de repente el efecto de deformidades físicas, como una joroba o un pie deforme. Se tiró un pedo, bajé la ventanilla (pp. 66—67).

En La guerra de las mariconas, una secuela de personajes y situaciones delirantes se desencadenan a partir de la visita de una travesti brasileña a la casa de una pareja homosexual para brindar sus servicios sadomasoquistas. A minutos de la llegada de tan exuberante travesti, negra y vestida de plumas, aparece su “madre” porque Conceiçao do Mundo, que así se llama, “se le olvidó el látigo en el auto”. Antes de finalizar la primera página del libro, el lector acostumbrado a los divertidos excesos y el desparpajo de Copi sabe de antemano que lo que viene es acción de la dura. Relajados, homofóbicos, llegó la ráfaga copiana: “(…) Mi madre penetraba a Vinicio con un frasco de ketchup. Él gritaba como una gata en celo, sacudiendo la hamburguesa de poliéster. –¡Venga a unirse a nosotros, mi Yerno! –se apuró a decir (p.76).

La madre, además de los travestis, es uno de los personajes más recurrentes en la obra de este escritor. Una madre caricaturizada, posesiva, ansiosa, bastante perturbada. Cuando leía las descripciones de la madre en La guerra de las mariconas, no pude evitar asociarla con la madre de Alexander de Large, del filme La naranja mecánica, por su aspecto, estrafalario, colorido y ridículo, de adulta negada a crecer; sin embargo, el aspecto y la actuación de la madre de Copi le ganan en creces al personaje fílmico, por ser mucho más excéntrica y desquiciada:

Mi madre estaba vestida igual que antes, con unos pantalones fuseau cortados en un material elástico rojo fluorescente que destacaba sus senos colgantes, sus muslos gelatinosos y su inmenso clítoris. Pero esta vez no llevaba su casco con antenas; había trenzado sus cabellos blancos con hilos dorados, y de sus trenzas apretadas colgaban bombitas de navidad (p.76).

Las relaciones entre Copi, su pareja Pogo Bedroom (“joven maricón norteamericano, musculoso, rubio y de bigotes”), Conceiçao do Mundo (quien en realidad es una hermafrodita, princesa de una tribu amazónica, poseedora de la pija más grande y hermosa que Copi ha visto en su vida), la enloquecida progenitora de Copi, Vinicio da Luna (“la madre” de Conceiçao do Mundo), y New-New, el cuasi perro asiático de la tribu amazónica se enredan en un cúmulo de situaciones sexuales y desquiciadas que harán de esta novela, en particular, una de las más trepidantes del autor:

Las amazonas se volvieron peligrosas (…) El resultado es que están abandonadas en la Luna a merced de cualquier charlatán (…) Antes de la llegada de Vinicio da Luna, llevaban una vida salvaje muy libre; su bisexualidad las ponían a salvo de todas las enfermedades nerviosas y de todos los canibalismos. Eran hermosos animales lúbricos que se reproducían por sí mismos (p. 121).

En Copi, la irrupción de una situación explosiva y delirante es habitual, casi todas sus historias están construidas a partir de hecatombes personales que originan hecatombes colectivas, todo esto elaborado con un fiero humor, que no descarta ningún objetivo ante su aguijón. Por otro lado, si bien lo sexual y lo escabroso es primordial en su escritura, Copi no deja de lado la sátira sobre el poder, cualesquiera sean sus formas. Quizás el libro que mejor demuestre esta consideración sea La internacional argentina, la última, y tal vez la más “conservadora” de sus novelas. En La guerra de las mariconas no se salvan ni los propios homosexuales, mucho menos los habituales poderíos políticos:

La ocupación amazónica había enloquecido al gobierno soviético al punto de que había hecho explotar una bomba de neutrones en París; y ahí los norteamericanos no se habían quedado atrás. Habían aprovechado para arrasar todas las capitales de Europa del Este, salvo Varsovia. Ayer, los últimos soviéticos habían hecho explotar New York, San Francisco, y –la gente se preguntaba por qué— La Habana (p.78).

Vuelvo al principio, mis expectativas ante una nueva lectura de Copi no me fueron defraudadas, aun cuando La guerra de las mariconas es verdaderamente una sobredosis. Encontré demasía en el exceso copiano; demasiados elementos aglutinados estallando en pedazos y rehaciéndose de nuevo; sin embargo, ¿acaso importa mi nivel de saturación?, a un escritor desbocado, como lo era, no lo detendría ni un exorcismo, mucho menos una lectura crítica, un poco conservadora. La figura de Copi, su trabajo gráfico, dramatúrgico y literario es un latigazo, una provocación. Copi es un escritor con la rienda suelta, alguien que nunca olvida su látigo.

Carolina Lozada

Ilustración: Brasaï

viernes, 7 de enero de 2011

El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti


Cuando la vida se acostumbra a ser una derrota no perecedera, la indiferencia y el desdén se convierten en combustible vital para empujar los anodinos días de sujetos sin mayores esperas que el cambio del día por la noche, echados sobre un catre, incómodo, crujiente, mirando las figuras que les ofrece el techo. Este tipo de sujeto hastiado, pero no lo suficientemente amargo y descontento para ser un inconforme social, cumple con el perfil de los personajes de El asesino de chanchos (Buenos Aires: Tamarisco, 2010), el libro de narrativa breve de Luciano Lamberti:

“Marcos tiene treinta años y está deprimido. Se despierta a las once de la mañana y se queda mirando el techo y buscando una razón para levantarse. Después hace una lista. Diez razones para levantarse el día de hoy. Ninguna razón lo convence (…)” (“El arquero”, pág 21).

Las historias de Lamberti tienen una textura áspera, parecen asoladas por las inclemencias de la intemperie, del degaste de la ilusión. Son bruscas, algunas están escritas con cierta “torpeza” intencional que coquetea con rasgos de la oralidad, pero no en su calco, sino en esa posibilidad de ir directo al grano, sin acicalamientos ni regodeos. El narrador argentino escribe en seco:

Jorge me dijo que no había nacido en Colanchanga y ni siquiera en Córdoba, sino en Ramos Mejía, al oeste de Buenos Aires. De joven, me dijo, trabajaba como guardabarreras en un paso a nivel. Su papá hacía lo mismo y cuando se enfermó él empezó a reemplazarlo. Era un trabajo simple: bajaba las barreras cuando pasaba el tren. Y también era un trabajo tedioso, porque implicaba muchas horas sentado ahí. Jorge tomaba ginebra para soportarlo (…) Una noche se emborrachó, se quedó dormido y no bajó las barreras. El tren arrolló a un auto con la familia adentro (…) (“Agua viva”, pág. 34).

Quienes busquen refugios líricos entre los tránsitos rurales por los que trastabillean los personajes de Lamberti, no los hallarán, pero sí la ráfaga brutal: “Mi papá era bombero y murió al caer de una antena” (“Monocigótico”, pág. 59); “Su casa era una única pieza dividida por el ropero en cocina y dormitorio (…) Encima del ropero tenía un par de revistas pornográficas” (“Febrero”, pág. 40); “Conocí a una mujer que estaba loca (…) A los dos meses se mató tirándose querosén y prendiéndose fuego” (“El cazador, los galgos, la liebre”, págs. 46-47). En una corta oración, el autor puede comprimir la crudeza de una vida arriada por un mal hado.

Al leer El asesino de chanchos, me pareció hallar alguna cercanía con los discursos visuales de Lucrecia Martel y Lucía Puenzo; por aquello de lo remoto de los paisajes, del aislamiento de sus personajes; por ese extraño estancamiento de los mismos. Pienso en La Ciénaga (Martel) y XXY (Puenzo), en el tratamiento del ambiente, ese paisaje que aunque no se nombre, es una presencia determinante, un poco siniestra. En Lamberti, los elementos también juegan a la sensación de “apartamiento”:

La tarde en que se quedó sordomudo, estaba apoyado en el dintel de la puerta que daba al patio, miando una tormenta negra y pesada subir desde el este (…) Entonces cayó el rayo. Un tijerazo de luz blanca. Cuando la luz desapareció, el paraíso del patio tenía el tronco quebrado y el sordomudo estaba tirado en el piso, con espuma en la boca “El paraíso quebrado” (pág. 50).

Si bien la escritura de Luciano Lamberti no tiene aproximaciones con la propuesta narrativa de su compatriota Juan Martini, hay algunos guiños que me hacen pensar en Colonia y La máquina de escribir, dos novelas de Martini. En la primera, unos enajenados mentales conviven en un asilo uruguayo; en la La máquina de escribir se narra desde un bar regentado por extranjeros, ubicado en una sociedad apartada de la gran ciudad. Llama la atención cómo estas cineastas y estos escritores han apostado por contar historias desde los márgenes y las afueras de un país cuyo gran faro siempre ha sido Buenos Aires; esta insistencia pareciera una necesidad de enunciar desde otro lado, narrar desde la diferencia. En el caso específico del autor de El asesino de chanchos, esa enunciación se hace desde la frágil situación de un sujeto sin asidero afectivo ni económico, se hace desde la errancia en los márgenes.

Carolina Lozada

Ilustración: Felix Aftene