sábado, 26 de junio de 2010

Los remitentes. Carta a Stalin

Existen cartas que pueden leerse como fragmentos literarios, algunas funcionan como documentos en los que es posible dilucidar las inclinaciones, los afectos, los miedos, las necesidades, entre otras manifestaciones, carencias y excesos de escritores y artistas. El intercambio epistolar, al igual que los diarios, ha dejado un material aprovechable para acercarnos a la obra de sus remitentes. Son famosas las llamadas cartas sucias de Joyce a Nora; las arrobadas misivas de Henry Miller a Anäis Nin; la célebre carta de una entusiasta Teresa de la Parra a Miguel de Unamuno; las dolorosas misivas de Ramos Sucre dirigidas a su querida prima; las agobiantes confesiones de Van Gogh a su hermano Theo y un largo etcétera que puede recorrer la historia universal del las letras y el arte. Este breve texto no es más que un previo para dar a conocer y justificar la nueva sección que llevaremos a cabo en 500 ejemplares, la cual lleva por nombre Los remitentes, y que consiste en la periódica publicación de alguna correspondencia que mantendremos con escritores, críticos, y hacedores del medio intelectual en general, con la intención de acercarnos y mostrar los intereses y escondrijos de su quehacer.

Por otro lado, con Los remitentes también nos proponemos publicar algunas famosas muestras de la correspondencia universal. Comenzaremos con una de las cartas del dramaturgo ruso M. Bulgákov dirigida al tristemente célebre Stalin. La carta del Bulgákov, fechada en Moscú, en Julio del año 1929 (Cartas a Stalin. M. Bulgákov y E. Zamiatin. Madrid: Grijalbo, 1991) es la de un artista abrumado por la opresión del poder, es la carta de un hombre desesperado y debilitado física y mentalmente que implora el permiso, la expulsión para la necesaria huida de un país que lo arrincona y agobia; no sólo como artista sino como ser humano. Como muchos saben, el sádico destinario de Bulgákov disfrutó leer sus misivas y jugó a contemplar, a través del quiebre manifiesto en la cartas, el progresivo deterioro del dramaturgo, quien enloqueció sin lograr cruzar la frontera.


M.A. Bulgákov a I.V. Stalin

Al Secretario General del Partido I.V. Stalin, al Presidente del Comité M. I. Kalinin, al jefe de Servicio de Bellas Artes A.I. Sviderski, a Alexei Maksimovich Gorki.

Del Literato

Mijail Afanásievich Bulgákov

(Moscú, Bolshaia Pirogovskaia 35-a, apto. 6, Tf. 2-03-27).

SOLICITUD

Hace diez años que comencé a desempeñar mi trabajo literario en la URSS. De esos diez años, he consagrado a mi tarea de dramaturgo los cuatro últimos, durante los cuales he escrito cuatro obras de teatro. Tres de ellas (Los días de los Turbín, El apartamento de Zoika y La isla púrpura) han sido puestas en escena en los teatros estatales de Moscú; y la cuarta, La huida, en principio autorizada para su representación en el Teatro de Arte de Moscú, fue prohibida posteriormente durante el montaje de la obra.

Acabo de saber que han sido prohibidas las representaciones de las obras Los días de los Turbín y La isla púrpura. El apartamento de Zoika fue retirada en la pasada temporada, después de 200 representaciones, por orden de las autoridades. De modo que, en la presente temporada teatral, todas mis obras se encuentran prohibidas, incluyendo Los días de los Turbín, que ha sido representada cerca de 300 veces.

Ya anteriormente mi relato Notas sobre los puños de las camisas había sido prohibido. Prohibida la reedición de mi colección de relatos satíricos Diaboliada, prohibida la edición de mi colección de ensayos satíricos, prohibida la lectura en público de Las aventuras de Chichikov. La publicación de mi novela La guardia blanca en la revista Rossia se ha visto interrumpida, puesto que la misma revista ha sido prohibida.

A medida que iba sacando a la luz mis trabajos, la crítica en la Unión Soviética me ha ido prestando mayor atención; con todo, ninguna de mis obras, ya se trate de textos en prosa ya de obras de teatro, ha recibido jamás en ninguna parte juicio aprobatorio alguno; por el contrario, cuanta mayor notoriedad adquiría mi nombre en la URSS y en el extranjero, más virulentas se hacían las críticas de la prensa; hasta adquirir finalmente el carácter de injurias desenfrenadas.

Todas mis obras han recibido críticas desfavorables, monstruosas; mi nombre ha sido difamado, no sólo en la prensa, sino también en obras como la Enciclopedia Soviética y la Enciclopedia Literaria.

Impotente para defenderme, en distintas ocasiones he solicitado un permiso para dirigirme al extranjero; aunque sólo sería por un breve período de tiempo. Sólo he recibido negativas…

Mis obras Los días de los Turbín y El apartamento de Zoika me han sido sustraídas y enviadas al extranjero. En Riga, una editorial ha cambiado el final de mi novela La guardia blanca, sacando a la luz bajo mi nombre un libro con un final infame. Me han sido arrebatados los derechos de autor en el extranjero.

Mi mujer Liubov Evguénievna Bulgákova presentó entonces una segunda petición para que se le permitiera viajar sola al extranjero, con el fin de poner en orden mis asuntos; en cuanto a mí, me comprometía a permanecer aquí en calidad de rehén.

Hemos recibido una negativa.

He presentado muchas peticiones para que me devuelvan los manuscritos que se hallan en poder del G.P.U; y aparte de las que han quedado sin respuesta, no he recibido más que negativas.

He pedido autorización para enviar al extranjero mi obra de teatro La huida a fin de evitar que me sea sustraída.

He recibido una negativa.

Al cabo de diez años mis fuerzas se han agotado; no tengo ánimos suficientes para vivir más tiempo acorralado, sabiendo que no puedo publicar, ni representar mis obras en la URSS. Llevado hasta la depresión nerviosa, me dirijo a Usted y le pido que interceda ante el gobierno de la URSS PARA QUE SE ME EXPULSE DE LA U.R.S.S., JUNTO CON MI ESPOSA L.E. BULGÁKOVA, que se suma a esta petición.

M. BULGÁKOV

Moscú Julio de 1929

jueves, 24 de junio de 2010

Bloomsday con quiquirigüiqui


Solemne, el rollizo Federico apareció en el baño de su apartamento de ochenta metros cuadrados sin siquiera sospechar que, al cortarse con la navaja mientras se afeitaba, su sangre de cordero pascual podría hacernos recordar el rito introductorio de una novela irlandesa. El rechoncho narrador de “El cielo de Ixtab” no podía adivinar que se hablaría de él un 16 de junio—la fecha de conmemoración del Bloomsday, en honor a Joyce y su Odisea. A Federico se le ocurre en ese momento la idea de simetría para referirse a la coincidencia entre el inicio y el final de su historia con Julia. Me conviene suponer que, como Leopold Bloom, Federico había desayunado los órganos de aves y bestias, y que ese banquete de mollejas, corazón, riñones y huevas de bacalao le causó indigestión; por eso no pudo darse cuenta de otras correspondencias que, en cierta forma, lo hacen semejante a los personajes de otras novelas en miniatura de El arquero dormido. Hay que respetar su desorden somático y permitirle que termine de arreglarse, mientras uno recuerda que los narradores de “La bailarina de Kachgar”, “El corazón ajeno” y “Lazos de sangre” también deben sufrir una variedad del “rompecabezas griego” que involucra a las imperfectas encarnaciones de Penélope o de Molly Bloom.

Los nombres de esos avatares son variados: Emilia, Julia, Águeda, Lucía. Todas ellas terminan por ser una especie de fantasma y lo llevan a uno a pensar en la naturaleza ilusoria de toda pasión. La prima Águeda, en particular, tiene la carga espectral de una prima mejicana del poeta Ramón López Velarde, se vale de esa homonimia para hechizar al pobre personaje que la ve, o cree verla. Hay que decir que un mínimo giro en algún callejón habría obligado a ese hombre de “El corazón ajeno” a emparentarse con las argentinas Faustina o Paulina—dos de las mujeres fantaseadas por Adolfo Bioy Casares. Por supuesto, al gordo Federico le conviene salirse de ese árbol genealógico: de hecho, su amorío con la ardiente Julia es el único que escapa a la infracción del incesto. Tal vez por eso su destino sea el menos doloroso: él sí tuvo la oportunidad de gozar por diez años, aunque con intermitencias, de la mujer fatal. Fugaz, pero recurrente, su relación con Julia tuvo las señas de la liberalidad. Al saberse el destinatario momentáneo de un cuerpo femenino, no le quedó otro remedio que aceptar que la felicidad consiste en unos contados momentos felices, como sabía Cernuda.

A sus congéneres de las otras novelas les va menos bien cuando tratan de inmovilizar el pasado y hacer de una imagen pretérita una realidad efectiva y persistente. Se debe decir, sin embargo, que ese fracaso tiene mucho de coproducción hispano-francesa. Como dirigidas por la mano maestra de Luis Buñuel, las novelas en miniatura de Ednodio Quintero apenas bordean el precipicio griego, sin terminar de caer en él—el protagonista de “Lazos de sangre” dice que va a lanzarse, pero esa declaración es únicamente un proyecto que no vemos cumplirse. El drama sensitivo de la separación y el desencuentro no tiene mayor cabida en este libro, como si la transitoriedad del oscuro objeto del deseo se aceptara al final como evidente.

Me atrevo a sugerir que ese carácter buñuelesco se vincula con la propia modalidad textual que Quintero ensaya en este libro. La precisión casi policial del relato tal como él lo ha concebido da paso aquí a una bifurcación de ondas y estampas que disuelve la línea anecdótica y, con ella, la solemnidad del infortunio. Creo que los monólogos de las novelas en miniatura son justamente lo que le permiten al autor remitirse a la noción de novela en miniatura: la autoridad de esa primera persona da cuenta, sucesivamente, de indagaciones propias del realismo, de elaboraciones oníricas, de recuerdos siempre encubiertos o maleados, de aspiraciones, de relatos que han sido relatados por otro y en algún punto han sido apropiados por la voz que nos habla… Esa diversidad era imposible en los antiguos laberintos griegos, como tal vez lo sepa el grueso Federico. La novela en miniatura donde éste se corta la mejilla participa del desconcierto que va retrasando el desenlace e incluso desconfía de él—pues lo concibe como una antigualla aristotélica. Las licencias y meandros que la narración se permite actúan como mecanismos de confort ante la situación sentimental, de modo que terminamos leyendo lo que podría catalogarse como la transcripción de una sesión psicoanalítica cuyo paciente es un opiómano y cuyo terapeuta ha leído más a un alborotado irlandés que a un austríaco afamado.

Aunque no tiene en común con las demás novelas en miniatura el signo pasional, “El arquero dormido” resume bien los procedimientos del libro. Federico se sentiría mal por no servir como ejemplo por más tiempo, pero es justo decir que si una novela en miniatura no es cuento largo, sino el modelo a escala de una novela conjetural—la versión reducida y suficiente de un escrito que puede o no tener un arquetipo—, el último texto del libro representa el género de una manera mucho más delirante y, a lo mejor, fidedigna. Haciendo acopio de la historia nacional, la imaginería del manga, la alegoría política, el cine de acción y el intertexto literario, en “El arquero dormido” se reescribe el tema de la casa tomada con la bufonería y las interrupciones propias de una novela de Dublín que se ocupara del país venezolano. Con un bate de béisbol en vez de una navaja, el personaje se encarga de hacer sangrar a las temibles invasoras, y así concluye con la nota optimista de Molly Bloom. En pocas palabras, “El arquero dormido” es el recuento de un Bloomsday con quiquirigüqui.

Es apropiado, entonces, que la presentación de estas cinco novelas en miniatura tenga lugar hoy: la fecha le permite a uno mezclar anécdotas y nacionalidades, como si la combinación del número dieciséis y el mes de junio justificara la mención de todo en un sencillo grano de arroz, .

*Palabras de presentación de “El arquero dormido”, en Mérida, en un Bloomsday criollo.

Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “La muñeca de otro”, Ednodio Quintero

sábado, 12 de junio de 2010

Los modos pertinentes de Martha Durán


En el libro Qué impertinente manera de volver (Caracas: Monte Ávila, 2007), de Martha Durán, el afuera es un lugar desdibujado; un espacio tan irrelevante que sus nombres, direcciones y puntos cardinales son arrancados en un acto voluntario, irreversible y déspota por parte de esa región íntima llamada casa. La casa, en esta primera experiencia narrativa de la escritora trujillana, es el centro, el refugio pero también la condena. Los habitantes de ese mobiliario que supone la totalidad del libro de Durán son seres que buscan el refugio de las puertas cerradas, de la firmeza de las paredes ante el miedo y el desamparo que les ofrece el exterior. En la mayoría de estos cuentos se puede leer cómo el mundo del afuera (la ciudad sin nombre, la calle sin número) sacude a los personajes con fuerza y dureza hasta empujarlos a un destierro personal. Sin el aplomo o el aguante necesario ante la fiereza de esa exterioridad, los personajes de Martha Durán (sujetos débiles, quebradizos, temerosos y ensimismados) se deshacen, literalmente, ante la exposición fotosintética, como figuras heladas y desamparadas:

el cuerpo comienza a sudar, a derretirse como plástico, a evaporarse entre los rayos ocres del aire. Tengo la impresión, sólo la impresión, de que a veces nadie me ve. Aunque he llegado a pensar que a los otros también les está pasando, pues cómo sé que ahí donde creo no hay nadie está otro como yo, desapareciendo (“Debe ser el calor”, pág. 19).

Los que logran huir de ese zarpazo bullicioso e indolente del afuera, se introducen en lo que al principio parece el refugio, la calidez del hogar, el lugar de la salvación. Sin embargo, ese refugio también puede convertirse en el lugar de los agobios, en una cárcel íntima, en el estadio de la dejadez y el abandono, o en la sala de tránsito hacia la locura y el latente deseo suicida:

A veces pienso que ese canto – que ahora tarareo- es la respiración de la casa; que ella está viva como yo y se asfixia de tanta puerta cerrada, de tanta ventana clausurada. Que le cuesta un poco respirar, tanto que puedo escuchar su jadeo sin hacer ningún esfuerzo. Pero otras veces siento que no sólo estamos nosotras dos, que alguien que vivió aquí conmigo la habita también, alguien que ahora es este sonido (“Y ahí estaba”, p. 22).

Hay notables reinvenciones cortazarianas en Qué impertinente manera de volver, sobre todo en el tratamiento de esa casa que se hace cuerpo vivo y que se apropia en silencio de unos seres que se entregan a sus escondrijos. También esas reminiscencias se asoman en relatos como “El patio”, en el cual la voz narradora recuerda los juegos y tristezas vividos junto a Nando, el amigo de la infancia, a ras de una escalera: “Nando, por el contrario, se empeñaba más bien en señalar la descomposición del lugar; su dedo se detenía en las grietas de la pared, en las manchas del piso o en las filtraciones del techo” (pág. 16).

Los temores e intentos de escapatoria, las reincidencias y también las renuncias personales de los seres de Qué impertinente manera de volver son narrados con una esmerada voz poética que se esfuerza en contar con delicadeza cada una de las historias del conjunto. En la prosa de Martha Durán se nota un interés por la exploración del propio lenguaje, una preocupación por encontrar el verbo que se le escapa, la palabra adecuada que le permita mantener el tono sostenido de una voz poética. Es tanta la importancia que la narradora le da al lenguaje que en más de uno de sus cuentos “el verbo”, “la palabra”, se hacen personajes: “Creía que el lenguaje conspiraba en su contra, tenía la certeza de ser víctima de una insurgencia verbal que no podía soportar. Todas las palabras estaban a favor de ellos” (“Modestia aparta, el verbo”, pág. 8).

Debido al regodeo en la calidez del lenguaje, presente en este libro, a veces la historia se nos escapa un poco y tenemos que irla a buscar escondida detrás de las palabras. Esta apuesta lírica puede suponer un riesgo en tanto desarrollo de la historia, en tanto evasión anecdótica; sin embargo, creo que Martha puede muy bien sostener un vuelo lírico sin soltar completamente el hilo de la narración, el necesario cable a tierra.

Ateniéndome a lo que tenemos, que es este primer libro, podría arriesgarme y afirmar que en Martha Durán hay voces inconscientes de una tradición poética venezolana que la acercan, por ejemplo, a algunos versos de Luz Machado y “La casa por dentro”:

La casa necesita mis dos manos.

Yo debo sostener su cal como mis huesos,

su sal como mis gozos, su fábula en la noche

y el sol ardiendo en mitad de su cuerpo.

Al azar abrí sus páginas y me encontré con una parte de un cuento que muy bien podría emparentarse con los versos de Luz Machado, al menos en incidencia de imágenes y motivos:

A ella – a la niña – los huesos le pesan como fósiles, como materia vetusta que aún no ha sido descubierta por algún arqueólogo. Piensa a veces que se momifica en el intento de ser vista, que sus reclamos no son más que ecos –o huellas prehistóricas – de una cueva nunca vista, un espacio no transitado por nadie donde sus manos estampadas en paredes de roca –sólidas, primitivas – no pueden decir de su longevidad (“Que me sienta vieja y sólo tenga ocho años”, pág. 72).

Desde ya espero el porvenir poético-narrativo de Martha Durán, los nuevos asomos literarios de una joven narradora venezolana que no reniega de la sólida tradición poética del país.

Carolina Lozada

Ilustración: “Naturalezas muertas”