lunes, 26 de octubre de 2009

Excavación sin fin

Desde la aliteración inicial, la novela de Gustavo Valle, Bajo tierra (Caracas: Norma, 2009), establece un sistema de rehechuras. “Hay mucha gente buscando a otra gente y eso se siente, de verdad que se siente”: lo que en esa frase se logra con la clonación de unos fonemas, en el contexto más amplio se registra con las parciales simetrías de las circunstancias y la anécdota. Más que el patrón perfecto de las homologías, a Valle le interesan las variaciones donde se reconoce el sustrato común. La catástrofe del principio, el terremoto de Caracas en el sesenta y siete, se replica casi al final en el deslave de Vargas en el noventa y nueve; pero cada evento certificable cuenta acá menos como signo de un ciclo natural que como hitos en la vida de Sebastián C. La novela no deprecia la significación material de los hechos, pero los articula como instantes en la relación del narrador con la figura de su padre. Lo reiterado cobra la cualidad de aquello que es a la vez familiar y distinto, e insiste en esa diferencia—un deslave no es lo mismo que un sismo, por mucho que se pueda apuntar a la estadística igualitaria de víctimas. Los sucesos vienen definidos de ese modo por los lazos que se dan en la recíproca y defectiva traducción de uno en otro. A fin de cuentas, la similitud sólo establece la ilusión de que algo puede explicarse. Bajo tierra no lidia jamás con esa vanidad.

El itinerario subterráneo de Sebastián C. no puede trazarse según la guía que siguiera el ingeniero S.F.C. La ruta de éste es meramente hipotética. La divergencia entre ambos recorridos señala la imposibilidad de relatar con exactitud qué fue lo que ocurrió, de señalar impulsos y razones, causas y evidentes enlaces. Para Gustavo Valle, esa característica es incuestionable: también en el inicio la narración aclara que “[l]as cosas perdidas suelen llevarse consigo el motivo de su pérdida, y si las recuperamos suele ser demasiado tarde para reclamar explicaciones” (13). En este caso, es el padre de Sebastián C. quien desapareció durante un sondeo. Cuando el narrador se deja convencer por su amiga Gloria y el mendigo chamánico Mawari para recorrer el subsuelo, en parte se puede presentir que será imposible hallar pistas sobre el ingeniero. La experiencia de Sebastián C. en el fondo de Caracas no calca ninguna anterior, y por eso el significado del trayecto del padre no puede establecerse ni como mapa ni como moral. Gustavo Valle habría podido usar de epígrafe la misma frase de T.S. Eliot que Piglia pusiera al frente de Respiración artificial—“Tuvimos la experiencia pero no su sentido, y el acceso al sentido restaura la experiencia” —, y, como Piglia, habría podido distanciarse de ella con la misma ironía; para ambos escritores, la busca que sustenta la ficción sólo puede concluir en un impasse.

La novela de aventuras propuesta por Valle se beneficia, así, de una desconfianza germinal que la lleva a servirse de diversas ligaduras textuales. El tema del viaje a lo profundo tiene su correlato en la literatura clásica y en un libro de Verne. En los primeros capítulos, Sebastián C. y Gloria preparan su marcha bajo tierra al seguir a Mawari por las calles de Caracas. La decisión de hacerlo, dice aquél, es una “estupidez doble”—por la obligación de circunnavegar el caos de calles sucias y el hallazgo potencial de tesoros maleados, como el hotel donde vive el mendigo. El hotel Teresa es como un interregno compuesto de sus propios meandros. Su arquitectura, sus habitantes, su ambiente, son el preámbulo del inframundo que habrán de recorrer los personajes e, igualmente, una sinécdoque de la ciudad de arriba. En tal lugar se definen el desplazamiento y sus engañosos motivos. Sebas se embarca en el plan para acompañar a Gloria, quien lo hace para ayudar a Mawari, quien se propone buscar a su esposa y su hijo, quienes, según cree, huyeron de la policía por las grutas y tal vez hayan retomado el rumbo de sus antepasados, en su salida al mar. Sin embargo, los impulsos declarados encubren una trama de carestías, traiciones y venganzas que impugnan la superficie realista del relato.

Como el Paul Auster de City of Glass, Valle sabe que un paseo puede deletrear una frase. En Bajo tierra, la andanza no deja ver un enunciado manifiesto, pero admite la posibilidad de un designio. Al final de la novela llegamos a saber que la aventura subterránea tiene un carácter parejamente borgiano: sus puntos de inflexión han sido predeterminados, como los crímenes de "La muerte y la brújula", y de esa forma los sucesos adquieren el rigor de la magia. El hallazgo mina el discurso mítico de Mawari. El mendigo, antiguo chamán del Delta del Orinoco, les había contado a Gloria y a Sebastián C. un historia fundacional que se había iniciado como el reporte de otra huida: perseguida por los españoles, la familia de Horomaore—la esposa de Mawari—abandonó el valle de Caracas por los pasadizos profundos hasta llegar a la costa y unirse allí con los ancestros del mendigo; en otro instante, Mawari le responde a Sebas un comentario sobre el rol de Gloria como una especie de flautista de Hamelín que encanta a todas las ratas del subsuelo, con la historia del chimpancé violinista, cuya música apacigua hasta al tigre. Esos relatos, a la luz del desenlace, muestran el mito como figura poética, más que como experiencia antigua y original de una cultura. Una opinión de Sebastián C. es elocuente:

Y sabe qué es lo que creo: que usted es un mentiroso, eso es lo que creo. Y también creo que este supuesto camino de indios es una vulgar e inmunda cloaca de Caracas, una vulgar e inmunda cloaca como muchas de las que debe haber acá abajo (114).

La acusación podría ser exagerada, basada en el cansancio o en el resentimiento; lo que es indudable es que convierte la tradición en elemento prosaico, banal, desencantado. La supervivencia del mito se somete a las reposiciones imperfectas que avalan la novela, de manera que la fábula de Hamelín se espejea en el episodio del chimpancé musical, y ambos pueden hacer explícito el asunto de la trampa. El pasado y sus verdades sólo pueden trasponerse como ardid y como menoscabo, la traducción de un tiempo a otro (o de una lengua a otra) si acaso ocurre como acto de la imaginación, lo que la vuelve inestable. En una de las escenas más extraordinarias de Bajo tierra, Gustavo Valle describe un enigmático círculo de elucidación en el que un grupo de indígenas lee, en voz alta y en su lengua, unos cuantos papeles escritos “en perfecto castellano”:

Es una traducción, pensé. Está traduciendo a su idioma. Lee en español y luego versiona en su lengua. Me quedé allí por unos minutos más. El joven lector abrió unos cinco sobres y leyó las cartas y postales de la misma forma. Sí, era una traducción (…) Como no conocía su lengua, mi teoría de la traducción era incompleta. La otra parte de la codificación la ignoraba. Le pregunté al joven lector acerca de esto, acerca de lo que había dicho en su idioma. Y me respondió que él solamente “miraba” historias en las letras de las cartas, y que en cada letra (en cada tipo de letra, creo que quiso decir, en cada caligrafía) había una historia diferente (177-178).

En esas líneas, Valle resume todo un complejo proceso hermenéutico fundado, literalmente, en lo literal: los grafemas adquieren la naturaleza de los ideogramas en tanto que grabados donde se adivina el relato. El ritual de la lectura es, como sabremos después, un gesto de apropiación que les permite a los seguidores de Mawari crearse su leyenda; así se vinculan con su historia perdida. La simetría entre lo que está escrito en los papeles y lo que de ello se entresaca es tenue, falsificada y transitoria.

En toda la novela, Gustavo Valle multiplica la impresión de esa debilidad en el nexo entre eventos, personajes, lenguas, intenciones. En el abismo, Sebastián C. sólo quería descubrir en realidad el destino de su padre, pero apenas descubre simulacros de su padre y su trayecto. Detrás, o debajo, o junto a ese simulacro apenas quedan pistas adulteradas, auras ilegibles. Todo lo que alguna vez se extravió bajo tierra permanece perdido, y su significación nada más puede tantearse o mirarse en uno mismo, como si se tratara de rayas o discos trazados en un bloc de dibujo—a eso aluden la doctrina, o la intuición, o la angustia, o la mediana certeza, o la imagen, y la literatura, de Gustavo Valle.


Luis Moreno Villamediana
Ilustración: “Emerald Cavern Night Raid”, Camille Rose Garcia

miércoles, 14 de octubre de 2009

Los ojos de Anna Ajmátova



Anna Ajmátova escribe en 1956 estos versos angustiosos: “Nos encontramos en un año monstruoso,/ cuando la fuerzas del mundo se habían agotado,/ todo estaba marchito y enlutado por la desgracia,/ y sólo las tumbas eran frescas”. Se me antoja resaltar el último verso, no sólo por la fuerza de la imagen poética, sino por la terrible realidad que contiene. Entre esta mujer, cuyo rostro aparece fotografiado insistentemente de perfil, y la joven escritora de los años 1909-1911, existe un largo y ferroso puente que las separa. La voz poética de esos años jóvenes, pre-revolucionarios, es la de una muchacha enamorada, que le cantaba a “él”, al que “no le gustaba el llanto de los niños,/ ni el té con frambuesa,/ ni la histeria femenina”, mientras que la voz de la poeta de post-guerra, post-revolución y, nuevamente, post-guerra, es una voz dolorosa que transita junto a su tiempo:

De profundis… Mi generación

probó poca miel, y es por ello

que sólo el viento silba en la lejanía

y la memoria sólo canta a los muertos.

Nuestro quehacer no fue concluido,

nuestras horas estaban contadas.

Hasta el anhelado límite de las aguas,

hasta la cumbre de la grandiosa primavera,

hasta el florecimiento rabioso

quedaba sólo suspirar…

Dos guerras, mi generación,

iluminaron tu terrible camino.

El mundo de Anna Ajmátova y el de su país de origen se agitaron de modo violento y oscuro después de sus primeros y casi ingenuos versos amorosos. El amor se convirtió en ausencia y la primavera se truncó hasta convertirse en un perpetuo invierno. Ajmátova vio con sus ojos, que parecen poseídos por la visión de un sufrimiento omnipresente, cómo su mundo se convirtió en una noche desierta y amarga:

Te detuvieron al amanecer.

Yo iba tras de ti como en cortejo fúnebre,

en el oscuro aposento los niños lloraban

y la vela se derretía en el santuario.

En tus labios había el frío del ícono

y en tu frente sudor mortal… ¡No lo olvido!

Aullaré tras las torres del Kremlin

como las esposas de los strieltsy (De Réquiem, 1935)

En el libro Algo acerca de mí (Caracas: bid&co, 2009), Belén Ojeda se encarga de la traducción de algunos poemas de la escritora rusa, así como de textos escritos en prosa y de una mínima correspondencia. En él aparecen traducidos poemas de los libros La noche, El rosario, Rebaño en blanco, Sliepniovo, La caña, Réquiem y Séptimo libro, y algunos poemas sueltos. En los textos en prosa la escritora recuerda sus encuentros en París con Modigliani, se detiene para hablar de Pushkin, Alexandr Blok y Mijaíl Lozinski; además, reconstruye brevemente su reseña biográfica, atada a los acontecimientos que ocurrían a su alrededor:

Yo pasaba todos los veranos en la antigua provincia de Tvierska, a quince verstas de Bezeck (…) Allí escribí muchos poemas de El rosario y Rebaño blanco. Este último poemario salió en septiembre de 1917. Los lectores y la crítica han sido injustos con este libro. Consideran que tuvo menos éxito que El rosario. Pero este libro apareció en condiciones mucho más terribles que el anterior. El transporte no trabajaba. Fue imposible el envío del libro, inclusive a Moscú, así que se repartió en Petrogrado. Las revistas cerraban, los periódicos también (…) El hambre y la destrucción crecían día a día (92-93).

Si bien en los poemas y textos en prosa de Ajmátova se puede percibir el estado de angustia en que vivía la escritora, en sus cartas la desolación no puede ser menos contundente, como en la fechada el 6 de abril de 1943 y remitida a N. I. Jardzhiev, crítico literario y amigo de la poeta y de Mandelshtam: “Vivo en zozobra mortal por Leningrado, por Vladimir Gueórguievich. He estado gravemente enferma durante largo tiempo. Encanecí por completo” (111).

Me es imposible leer a Ajmátova sin que un sentimiento doloroso me estremezca el cuerpo, toparme con la correspondencia de la poeta y encontrarme con las injusticias sufridas por ella y otros escritores rusos, cuyos logros no significaron sino traición para un régimen enloquecido por el poder. Traiciones que se pagaban con el desprecio y la humillación. A pesar de la creciente fama de la poeta, se vio condenada a vivir las miserias y errores de un sistema degradante: “Sé que mis poemas fueron traducidos al inglés (en un libro, traducción de Dadington), al alemán, al francés, al polaco, al japonés, al hebreo antiguo y al ucraniano. Nos sacan del apartamento, porque el edificio se traspasa a una institución” (15 de marzo de 1930, p.108).

La única crítica que le puedo hacer al volumen Algo acerca de mí es su brevedad. Después de haber leído este libro me he quedado con un hambre voraz y con el deseo abiertamente expreso de que Belén Ojeda continúe con su loable trabajo de traducción, y que en el mismo incluya a las escritoras Marina Tsvietáieva y Nina Berberova, compatriotas y contemporáneas de Ajmátova.

En Algo acerca de mí me he encontrado con una Anna Ajmátova sola, despojada de los suyos, arrinconada en su dignidad junto al sonido de un samovar en una Rusia que nunca había sido igual de fría; una mujer frágil, sacudida por guerras y persecuciones, enferma, consumida tras el cabello encanecido, una poeta que se traga los poemas para que no se los allanen. En Algo acerca de mí me he encontrado con una escritora a quien sólo le quedó el desgraciado consuelo de la posteridad.

Carolina Lozada


viernes, 2 de octubre de 2009

Invitación: Equinoccio de Poesía


La presentación de los poemarios de la Colección Papiros 2009, Editorial Equinoccio, tendrá lugar el martes 6 de octubre a las 7:00 de la noche en Ciudad Banesco, Caracas. Durante el acto, habrá una muestra de videos, los autores conversarán sobre sus libros y leerán una pequeña selección de sus textos. Están todos cordialmente invitados.