Esta novela es, en su brevedad, múltiples cosas: el viaje imaginario y detallado de un autor cumanés (¿José Antonio Ramos Sucre?), una apología del sueño y la hipnosis, una poética de la narración, la intromisión de la cinematografía en la novela, el examen sumario de la castidad institucional… Esa variedad no es rebuscada ni penosa; a veces, a Guerra le basta un aforismo para sugerir una constelación de significaciones: “El sanatorio era un espacio célibe” (43). Esa descripción es suficiente para mostrar cómo la vida erótica del personaje principal, el Cónsul, oscila entre el síntoma y la remisión, como una enfermedad. Con ello se complica su cuadro clínico: a la amibiasis y el insomnio se le suman otras tensiones, lo que hace de su itinerario un recuento prácticamente patológico. En definitiva, el acopio de achaques parece concretar para el Cónsul una importante modalidad de escritura, como si fuera vital relacionar la materialidad de la dolencia con sus efectos metafísicos; asimilada por Guerra, esa particularidad le da coherencia a la novela, al unificar todos los elementos mencionados al inicio bajo una idea general—la rara combinación de lo quimérico y lo real.
Visiblemente, La tarea del testigo (Caracas: Fundación Editorial El perro y la rana, 2007) cuenta la travesía europea del Cónsul. Su destino último debe ser Ginebra, donde habrá de encargarse de la legación. Antes se detiene en Hamburgo y Merano—o mejor, en sendos hospitales de Hamburgo y Merano. Esa experiencia sanitaria la entendemos por las cartas que el personaje le envía a Alberto. Allí se detallan las penurias de su viaje en barco de Venezuela a Italia, las estadías en los sanatorios, varias conversaciones con un paciente checo, unos cuantos recuerdos de infancia y juventud, y algunas peripecias. La sucesión no se reduce, necesariamente, a un hilo argumental; de hecho, podría decirse que hay en la superficie una ligera desconexión de eventos. Sin embargo, creo que a Guerra le importa menos la sintonía manifiesta que las correspondencias temáticas sutiles. De allí que pueda describirse esta novela como una especie de ficción metaliteraria.
Hay un recuerdo que hace evidente esa característica. Como lo señala J. A. (el Cónsul) en unas líneas del 13 de febrero de 1930, un episodio que tuviera lugar en Hamburgo se vincula con las imágenes de una revuelta popular que ha guardado por años. En medio de una batalla entre el ejército gubernamental y las fuerzas rebeldes, un hombre detiene su carrera en mitad de una plaza, como llamado por el niño, que observa las refriegas desde una rendija en un segundo piso. Al darse vuelta lentamente, se descubre que ese hombre está herido, y muere. El horror de esa visión sólo pueden atenuarlo las historias de un viejo sirviente. Una pregunta surge, inevitable: “¿Qué poder o habilidad tenía este hombre (o las historias que contaba) para mantener apartado el miedo y el horror que para entonces eran mi compañía permanente?” (29). Quizá, se nos dice al instante, lo que importa no es tanto lo contado como el tono. Guerra no se explaya en esa discusión, pero eso que apenas sugiere tiene hondas implicaciones en toda la novela, como postulado teórico y como connotación de la anécdota misma.
La voz de aquel anciano narrador es la versión benigna de un fuego interior. El estrangulador alemán que le confiesa sus crímenes al Cónsul, por otra parte, encarna más bien un dictamen perverso. Como el asesino Hans Beckert en M, de Fritz Lang, ese hombre es como un médium que obedece alguna forzosa prescripción. De hecho, el desarrollo de la aventura de Hamburgo sigue en parte ese modelo cinematográfico. Beckert se justifica alegando que al homicidio lo empujan “un fuego, una voz, una agonía”; “una llama me toca”, oye decir el Cónsul a su interlocutor. En ambas situaciones, lo que se representa es una compulsión dionisíaca desviada. En Merano, otro incidente refuerza esa interpretación. Allí interviene otro antecedente fílmico. El Cónsul y su amigo checo, Reisz, se inmiscuyen en los lances de El gabinete del doctor Caligari y, al hacerlo, rescriben con su vida la obra. En esa adaptación factual, el sonámbulo Cesare es un paciente de su mismo sanatorio, un tipo también pálido y alto que ejecuta la orden de matar de su tío, el doctor Kircher. En este caso, la hipnosis ratifica la importancia de esa relación entre dictado y acto. Kircher inteligentemente resume ese contacto al conversar con el Cónsul y Reisz:
Las voces. Si no las conocieran no estarían aquí. Sólo quien escucha las voces puede penetrar en el país de los sueños. Ellos [los científicos] y sus discípulos no estaban dispuestos a dejarse guiar por ellas, pues son muchos los que oyen las voces, pero objetivamente es muy dudoso que sean dignos de ellas (67).
Esa opinión ratifica la naturaleza entre creativa y siniestra de ese impulso. Lo que defiende Kircher es, en fin, una fuerza poética, no distinta en su origen a la que subyuga a todo autor en la hipótesis romántica del arte. En tal escenario, lo imaginario y lo real se entrecruzan. Tal vez no sea exagerado pensar que Guerra se refiere a su personaje como “el Cónsul” como un tenue homenaje a Geoffrey Firmin, otro escucha alumbrado, el diplomático y dipsómano de Bajo el volcán, de Lowry; esa alusión confirma la complejidad temática de su novela.
Como Guerra propone, todo testigo ciega voluntariamente su visión para darle paso a esa energía que lo sobrepasa y en algo lo dirige. Su tarea consiste en la aplicada atención a esa llama y en volverla creación o cataclismo. Al final de la novela el propio Guerra se presenta como el testigo de la agonía del Cónsul que vemos al comienzo. En ese momento se convierte en el demonio de ese velado Ramos Sucre, en el lector que puede manejar los destinos del autor inicial, en alguien que, al escuchar las voces, le otorga sobrevida a un corpus.
Luis Moreno Villamediana
Ilustración: “Fotograma de El gabinete del doctor Caligari”
1 comentario:
Temprano en la mañana, como de costumbre, recibí uno de los "cablegramas" de Silvio. Así conocí este blog, que celebro por su intención, por su ruma y por las dos reseñas que prometo leer; me dispongo a la lectura de la novela de Rubi por lo que prometo leer sus comentarios con detenimiento.
Agradecido de ustedes que hacen los días mejores.
// Luis
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