lunes, 31 de enero de 2011

La guerra de las mariconas: Copi en sobredosis

Es inevitable no experimentar una gran expectativa cuando un libro de Copi llega a mis manos, así ha sido desde la primera vez que leí uno de sus textos (Las viejas travestis y otros relatos), y el autor argentino—francés me dio en la cara con todo su potencial explosivo. Todo aquel que lo ha leído sabe que su escritura es volátil y adictiva, y La guerra de las mariconas (Buenos Aires: El cuenco de plata, 2010) se acoge muy bien a esta premisa; al punto que en novela tan breve –125 páginas— se produce una guerra entre homosexuales militantes de la FHARC (Front Homosexuel d´Action Révolutionnaire) y una tribu de amazonas; se destruye la tierra y se habita en la luna. En Copi todo es delirio, éste es su modo natural de contar historias, y lo hace con un humor altamente escabroso, desprejuiciado; donde lo grotesco y lo sexual ocupan los primeros planos:

Conceiçao do Mundo(…) me asqueó a un punto apenas soportable. Se sonó la nariz con su mano tosca, que después limpió en mi pantalón. No se afeitaba desde la víspera y su barba azulada asomaba a la luz de la luna. Sus senos enormes y su pija, que me había excitado hasta la locura, me produjeron de repente el efecto de deformidades físicas, como una joroba o un pie deforme. Se tiró un pedo, bajé la ventanilla (pp. 66—67).

En La guerra de las mariconas, una secuela de personajes y situaciones delirantes se desencadenan a partir de la visita de una travesti brasileña a la casa de una pareja homosexual para brindar sus servicios sadomasoquistas. A minutos de la llegada de tan exuberante travesti, negra y vestida de plumas, aparece su “madre” porque Conceiçao do Mundo, que así se llama, “se le olvidó el látigo en el auto”. Antes de finalizar la primera página del libro, el lector acostumbrado a los divertidos excesos y el desparpajo de Copi sabe de antemano que lo que viene es acción de la dura. Relajados, homofóbicos, llegó la ráfaga copiana: “(…) Mi madre penetraba a Vinicio con un frasco de ketchup. Él gritaba como una gata en celo, sacudiendo la hamburguesa de poliéster. –¡Venga a unirse a nosotros, mi Yerno! –se apuró a decir (p.76).

La madre, además de los travestis, es uno de los personajes más recurrentes en la obra de este escritor. Una madre caricaturizada, posesiva, ansiosa, bastante perturbada. Cuando leía las descripciones de la madre en La guerra de las mariconas, no pude evitar asociarla con la madre de Alexander de Large, del filme La naranja mecánica, por su aspecto, estrafalario, colorido y ridículo, de adulta negada a crecer; sin embargo, el aspecto y la actuación de la madre de Copi le ganan en creces al personaje fílmico, por ser mucho más excéntrica y desquiciada:

Mi madre estaba vestida igual que antes, con unos pantalones fuseau cortados en un material elástico rojo fluorescente que destacaba sus senos colgantes, sus muslos gelatinosos y su inmenso clítoris. Pero esta vez no llevaba su casco con antenas; había trenzado sus cabellos blancos con hilos dorados, y de sus trenzas apretadas colgaban bombitas de navidad (p.76).

Las relaciones entre Copi, su pareja Pogo Bedroom (“joven maricón norteamericano, musculoso, rubio y de bigotes”), Conceiçao do Mundo (quien en realidad es una hermafrodita, princesa de una tribu amazónica, poseedora de la pija más grande y hermosa que Copi ha visto en su vida), la enloquecida progenitora de Copi, Vinicio da Luna (“la madre” de Conceiçao do Mundo), y New-New, el cuasi perro asiático de la tribu amazónica se enredan en un cúmulo de situaciones sexuales y desquiciadas que harán de esta novela, en particular, una de las más trepidantes del autor:

Las amazonas se volvieron peligrosas (…) El resultado es que están abandonadas en la Luna a merced de cualquier charlatán (…) Antes de la llegada de Vinicio da Luna, llevaban una vida salvaje muy libre; su bisexualidad las ponían a salvo de todas las enfermedades nerviosas y de todos los canibalismos. Eran hermosos animales lúbricos que se reproducían por sí mismos (p. 121).

En Copi, la irrupción de una situación explosiva y delirante es habitual, casi todas sus historias están construidas a partir de hecatombes personales que originan hecatombes colectivas, todo esto elaborado con un fiero humor, que no descarta ningún objetivo ante su aguijón. Por otro lado, si bien lo sexual y lo escabroso es primordial en su escritura, Copi no deja de lado la sátira sobre el poder, cualesquiera sean sus formas. Quizás el libro que mejor demuestre esta consideración sea La internacional argentina, la última, y tal vez la más “conservadora” de sus novelas. En La guerra de las mariconas no se salvan ni los propios homosexuales, mucho menos los habituales poderíos políticos:

La ocupación amazónica había enloquecido al gobierno soviético al punto de que había hecho explotar una bomba de neutrones en París; y ahí los norteamericanos no se habían quedado atrás. Habían aprovechado para arrasar todas las capitales de Europa del Este, salvo Varsovia. Ayer, los últimos soviéticos habían hecho explotar New York, San Francisco, y –la gente se preguntaba por qué— La Habana (p.78).

Vuelvo al principio, mis expectativas ante una nueva lectura de Copi no me fueron defraudadas, aun cuando La guerra de las mariconas es verdaderamente una sobredosis. Encontré demasía en el exceso copiano; demasiados elementos aglutinados estallando en pedazos y rehaciéndose de nuevo; sin embargo, ¿acaso importa mi nivel de saturación?, a un escritor desbocado, como lo era, no lo detendría ni un exorcismo, mucho menos una lectura crítica, un poco conservadora. La figura de Copi, su trabajo gráfico, dramatúrgico y literario es un latigazo, una provocación. Copi es un escritor con la rienda suelta, alguien que nunca olvida su látigo.

Carolina Lozada

Ilustración: Brasaï

viernes, 7 de enero de 2011

El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti


Cuando la vida se acostumbra a ser una derrota no perecedera, la indiferencia y el desdén se convierten en combustible vital para empujar los anodinos días de sujetos sin mayores esperas que el cambio del día por la noche, echados sobre un catre, incómodo, crujiente, mirando las figuras que les ofrece el techo. Este tipo de sujeto hastiado, pero no lo suficientemente amargo y descontento para ser un inconforme social, cumple con el perfil de los personajes de El asesino de chanchos (Buenos Aires: Tamarisco, 2010), el libro de narrativa breve de Luciano Lamberti:

“Marcos tiene treinta años y está deprimido. Se despierta a las once de la mañana y se queda mirando el techo y buscando una razón para levantarse. Después hace una lista. Diez razones para levantarse el día de hoy. Ninguna razón lo convence (…)” (“El arquero”, pág 21).

Las historias de Lamberti tienen una textura áspera, parecen asoladas por las inclemencias de la intemperie, del degaste de la ilusión. Son bruscas, algunas están escritas con cierta “torpeza” intencional que coquetea con rasgos de la oralidad, pero no en su calco, sino en esa posibilidad de ir directo al grano, sin acicalamientos ni regodeos. El narrador argentino escribe en seco:

Jorge me dijo que no había nacido en Colanchanga y ni siquiera en Córdoba, sino en Ramos Mejía, al oeste de Buenos Aires. De joven, me dijo, trabajaba como guardabarreras en un paso a nivel. Su papá hacía lo mismo y cuando se enfermó él empezó a reemplazarlo. Era un trabajo simple: bajaba las barreras cuando pasaba el tren. Y también era un trabajo tedioso, porque implicaba muchas horas sentado ahí. Jorge tomaba ginebra para soportarlo (…) Una noche se emborrachó, se quedó dormido y no bajó las barreras. El tren arrolló a un auto con la familia adentro (…) (“Agua viva”, pág. 34).

Quienes busquen refugios líricos entre los tránsitos rurales por los que trastabillean los personajes de Lamberti, no los hallarán, pero sí la ráfaga brutal: “Mi papá era bombero y murió al caer de una antena” (“Monocigótico”, pág. 59); “Su casa era una única pieza dividida por el ropero en cocina y dormitorio (…) Encima del ropero tenía un par de revistas pornográficas” (“Febrero”, pág. 40); “Conocí a una mujer que estaba loca (…) A los dos meses se mató tirándose querosén y prendiéndose fuego” (“El cazador, los galgos, la liebre”, págs. 46-47). En una corta oración, el autor puede comprimir la crudeza de una vida arriada por un mal hado.

Al leer El asesino de chanchos, me pareció hallar alguna cercanía con los discursos visuales de Lucrecia Martel y Lucía Puenzo; por aquello de lo remoto de los paisajes, del aislamiento de sus personajes; por ese extraño estancamiento de los mismos. Pienso en La Ciénaga (Martel) y XXY (Puenzo), en el tratamiento del ambiente, ese paisaje que aunque no se nombre, es una presencia determinante, un poco siniestra. En Lamberti, los elementos también juegan a la sensación de “apartamiento”:

La tarde en que se quedó sordomudo, estaba apoyado en el dintel de la puerta que daba al patio, miando una tormenta negra y pesada subir desde el este (…) Entonces cayó el rayo. Un tijerazo de luz blanca. Cuando la luz desapareció, el paraíso del patio tenía el tronco quebrado y el sordomudo estaba tirado en el piso, con espuma en la boca “El paraíso quebrado” (pág. 50).

Si bien la escritura de Luciano Lamberti no tiene aproximaciones con la propuesta narrativa de su compatriota Juan Martini, hay algunos guiños que me hacen pensar en Colonia y La máquina de escribir, dos novelas de Martini. En la primera, unos enajenados mentales conviven en un asilo uruguayo; en la La máquina de escribir se narra desde un bar regentado por extranjeros, ubicado en una sociedad apartada de la gran ciudad. Llama la atención cómo estas cineastas y estos escritores han apostado por contar historias desde los márgenes y las afueras de un país cuyo gran faro siempre ha sido Buenos Aires; esta insistencia pareciera una necesidad de enunciar desde otro lado, narrar desde la diferencia. En el caso específico del autor de El asesino de chanchos, esa enunciación se hace desde la frágil situación de un sujeto sin asidero afectivo ni económico, se hace desde la errancia en los márgenes.

Carolina Lozada

Ilustración: Felix Aftene