jueves, 21 de agosto de 2008

"El dolor tiene un elemento en blanco"


La Antología de la poesía norteamericana reunida por Ernesto Cardenal (Caracas: Fundación Editorial El perro y la rana, 2007), parece demostrar que esos compendios son más propiamente conjeturas que irrevocables sentencias. Publicada por primera vez en Madrid en 1963, esta selección tiene la profusa certidumbre de los traductores—José Coronel Urtecho y el propio Cardenal—y no forzosamente la sanción de un sistema. Tal vez esa constatación sea innecesaria, pero si nos guiamos por el redundante señalamiento de omisiones y padrinazgos que acompaña la edición de toda antología, la aclaración puede resultar menos sobrante. Hay quien aún piensa que un amontonamiento de nombres y poemas es un acto de justicia pública, la secuela del natural y previsible arreglo de un canon literario. Ese dogma se basa en una verdad parcial: las antologías son, ciertamente, el predicado de una firma de alguna relevancia, de alguien que cuenta con la certificación de una audiencia, pero esa autoridad no forma el organigrama completo de una literatura—en perpetuos reacomodos y ajustes. Este volumen es, como toda antología, un ensayo, un sondeo de lectura. Los autores que propone no tienen por qué coincidir con los que Jay Parini, por ejemplo, reúne en The Columbia Anthology of American Poetry (1995), que se inicia con los textos de Anne Bradstreet (1612-1672); por su parte, Cardenal incluye, justamente, canciones aborígenes estadounidenses (excluidas del libro de Parini), aunque salta de allí a Poe, y a su vez prescinde de Bradstreet, Phillis Wheatly, Emerson, Longfellow y Thoreau, para nombrar algunos. Esa diferencia es la medida de un gusto y una deliberación.

Al comienzo del prólogo, Cardenal establece los criterios de la obra: la excelencia y la representatividad. La primera supone, de antemano, la calidad de la poesía de Estados Unidos, que alguna vez Cardenal llegó a considerar superior a la poesía latinoamericana. El índice de esta colección reitera todo elogio posible: no faltan los apellidos de Whitman y Dickinson, los de Eliot, Moore, Bishop y Stevens, los de Levertov, Ashbery y Snyder. No siempre la elección de los poemas me resulta acertada, especialmente en relación con los poetas más recientes; quizá me deje afectar por otros repertorios, más puestos al día o a lo mejor más tímidos y repetitivos. Por eso creo que “La gasolinera”, de Elizabeth Bishop, escamotea mayores títulos suyos, como “Asuntos de viaje” o “Pequeño ejercicio”. Sin embargo, esas substituciones no son determinantes. Las treinta páginas dedicadas a Eliot sí contienen “Los hombres huecos”, “El canto de amor de J. Alfred Prufrock” y hasta “East Coker”, la segunda sección de Cuatro cuartetos. De Ezra Pound se traducen incluso algunos Cantos, lo que revela, sin duda, un esfuerzo tremendo y una enorme constancia. ¿Cómo justificar, entonces, la ausencia de los poemas de Poe? Cardenal los declara “intraducibles”, adjetivo suficientemente desmentido por Pérez Bonalde y otros. En su lugar se emplazan unos textos en prosa cortados como versos. Ya en 1937, Borges había censurado, en El Hogar, una arbitrariedad afín cometida por W. B. Yeats con unas líneas de Walter Pater en The Oxford Book of Modern Verse; setenta años después, esa duplicación parece aun más inaceptable. La antología de Cardenal muestra que de hecho los apremios del ritmo y de la rima no son insalvables. Me atrevo a decir que las mejores traducciones de este tomo son las de algunos poemas de Robert Frost—estructuras más acostumbradas y de métrica impecable. Eso hace más misterioso o frívolo el argumento de la intraducibilidad de "El cuervo" o "Annabel Lee".

La tesis de la representatividad es bastante imprecisa. Apelar a ella implica creer que hay esencias nacionales, en este caso fácilmente revisables en “los poemas más americanos por así decirlo” (X). En esa declaración hay una ingenuidad incontenida. La ciudadanía de una obra literaria no depende de un correlato lexical o temático. Las deudas de John Ashbery con la literatura francesa no conspiran contra su pasaporte; la ecología de Gary Snyder tiene que ver al mismo tiempo con la figura de Thoreau y con el budismo zen. Esa complejidad, reducida por Cardenal a la fórmula de una verdad absoluta, es evidente en las seiscientas y tantas páginas de esta compilación. Lo que la Antología de la poesía norteamericana propone es más la geografía de una variada y persistente grandeza que la simple unidad de unos instintos.

El grosor del libro es admirable. Lo que se redime aquí no es sólo la acumulación de versos y proyectos, sino el repaso imperioso de una literatura en otra lengua. Ochenta y un autores documentan la eficacia del tanteo crítico de Cardenal y Coronel Urtecho. Pocas antologías son tan expansivas como ésta; su alcance puede convertirla en el foco de algún estante de poesía norteamericana en español. Ella sola incluye casi todo el espectro de varias selecciones: Poetas norteamericanos traducidos por poetas venezolanos, editada por Jaime Tello (1976); Poesía norteamericana contemporánea, de William Shand y Alberto Girri (1976); y Cosmopolitismo y disensión. Antología de la poesía norteamericana actual, del mismo Girri (1969). Esa abundancia es nada más la transcripción numérica de un panorama bien cotejado y sobradamente recorrido.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: "Automat", Edward Hopper

2 comentarios:

Gustavo Adolfo Chaves dijo...

Gracias por la invitación al blog. Conozco las traducciones de Cardenal y Urtecho a través de una antología bilingüe que editó en México Salvador Novo. Quiero decir que la exclusión de ciertos poetas tempranos de Estados Unidos quizá tenga que ver más con la intención de los antologadores, ambos poetas de vanguardia y quizá deseosos de enfatizar los nuevos experimentos de la poesía norteamericana en lugar de sus autores seminales. Es una posibilidad que se me ocurre. Las limitaciones formales siempre son una mala excusa. La traducción existe para forzarnos a ampliar el idioma, no para hacer que todo le quede a la medida.

Mi principal objeción a esta antología (y a otras similares) es que tienden a uniformizar el lenguaje de los poetas que traducen, sin ahondar mucho en sus registros propios, que es lo que haría de una antología de poesía extranjera una veta de descubrimientos más allá de exclusiones o favoritismos. En ocasiones, Ezra Pound llega a sonar como Robinson Jeffers...! Me encantan ambos poetas, pero son dos criaturas bien distintas, a pesar de compartir un idioma y una época.

Me habría gustado que se extendieran sobre esa afirmación de Cardenal respecto a que la poesía norteamericana es superior a la latinoamericana. Algo podríamos aprender de una discusión en esa línea.

Saludos y felicidades por la iniciativa.

Carolina Lozada / Luis Moreno Villamediana dijo...

Gustavo:

Tal vez la ausencia de la temprana poesía norteamericana se deba a cierta idea de modernidad, como bien lo sugieres. Si bien Cardenal no explica los lapsos temporales, hay, sin embargo, algunas señales: la poesía de los Estados Unidos es para él y Coronel Urtecho la conformación verbal del Nuevo Mundo. En ese sentido, la elección de Poe parece asemejarse a la visión que tuviera Murena: la obra del autor de “La caída de la casa Usher” no es otra cosa que la representación del parricidio cultural y, en consecuencia, de la independencia literaria. Lo moderno, en este caso, se vincula a una específica geografía. Pero esto no es más que una conjetura. Lo cierto es que hay una clara uniformidad entre los textos incluidos. El plan que preside esta antología es más servir como expresión de ensayo poético propio que de reforzar las diferencias entre Pound y Jeffers, por ejemplo. Es un poco fatigoso el ritmo elegido, ciertamente.

También me parece una mala excusa no traducir los poemas de Poe en razón de una tal dificultad. Una antología de traducciones que supone como verdad lo intraducible es, cuando menos, un contrasentido. Respaldo sin rodeos lo que indicas: la traducción es una práctica crítica que debe ampliar las posibilidades de una lengua, que tiene que poner en entredicho cualquier idea de incompatibilidad.

Creo que las preferencias de Cardenal por la poesía norteamericana necesitarían un artículo largo. Sólo puedo apuntar aquí algunas cosas. El primer gran poema de Cardenal se llamó “La ciudad deshabitada”, escrito en los primeros años de la década de los 40. Después Cardenal renegó de ese texto, le parecía barroco e incontinente. El dato es muy revelador. Para él, la poesía norteamericana se basaba en los datos concretos, realistas, objetivos; de allí que él y Coronel Urtecho la llamaran “exteriorista”. Si consideramos que otro de los santos literarios de Ernesto Cardenal es Catulo, quizá podamos concluir que su interés está más del lado de lo narrativo, digamos, y su correlato verbal, más transparente. Esa opinión suya parece hoy más equivocada, pero se debe admitir que justamente su ejemplo ha extendido las posibilidades de la creación poética en nuestro continente. Lo que parece irónico es que alguien como Charles Simic haya citado la antología de poesía latinoamericana moderna (1942), de Dudley Fitts, como una lectura de enorme ayuda en su propia escritura. Claro, Simic es un poeta algo descentrado. O no: a lo mejor la opinión de Cardenal es solamente una generalización, un resumen un poco apresurado de la poesía de uno y otro lado. Pero en definitiva su compendio es de gran utilidad, un trabajo admirable.

Muchas gracias por tu visita y participación.

Luis Moreno Villamediana