viernes, 27 de febrero de 2009

La ley de la ferocidad


Leer La ley de la ferocidad  (Colonia – Uruguay: Alfaguara, 2007) es como conducir ebrio un automóvil a muy alta velocidad mientras se escucha una canción de los Rolling Stones, o como ver el filme Gegen  die Wand (Contra la pared), del cineasta turco-alemán Fatih Akin. El efecto logrado se debe a la vertiginosa prosa de Pablo Ramos y a la crudeza de su novela, que contiene algunos capítulos tan duros como el crack.

Gabriel, el personaje protagónico, es un sujeto abyecto y violento, entregado a los excesos en un delirante camino hacia la autodestrucción. A lo largo de la novela, este hombre hará un viaje por la sordidez de sus propios suburbios, tratando de deshacerse de la sombra viva de un padre que yace muerto en la sala de una funeraria a la espera del último fuego que lo lleve a su viaje a las cenizas:

 

Mi padre: el cadáver de mi padre. Lo miro. Busco un gesto en su cara que me permita exteriorizar en llanto todos nuestros años de desencuentro. Creo que busco un gesto de dolor fosilizado en su cara. Pero el aspecto de mi padre es sereno (…) Pienso con oscuridad como provocarme una herida, pero mi padre también en su muerte me niega, y sé que no voy a poder llorarlo (pág. 17).

 

La amargura del presente de Gabriel, junto a la intermitencia constante de recuerdos sobre su padre, crea la atmósfera del desencanto que acompañará la anécdota de la novela en todo su itinerario. La figura del padre como ese sujeto otro y al mismo tiempo parte inseparable funge como elemento propiciador y disparador de la historia de La ley de la ferocidad, que comienza con la llamada que anuncia su muerte. A partir de entonces se inician dos descensos que se conectan entre sí: el del padre y el descenso al Averno personal de un hijo que superó obstáculos de pobreza y desventajas sociales, pero que nunca pudo superar una conflictiva relación como hijo de un padre severo:

 

Abandoné la escuela, abandoné a una chica que me amaba y me fui a la calle, a destruirlo todo, es decir, a destruirme. Juré que nunca iba a usar el apellido de mi padre, y que no iba a parar de elegir lo peor hasta morir derrotado (págs. 36-37).

 

El hijo intentará crear puentes comunicantes entre el “acá” y el “allá” a través de la escritura y el diálogo íntimo que pretende armar los remiendos de un pasado compartido con la frialdad del padre:

 

Ahora acá te escribo. Ahora allá vivo tu muerte, padre, como cada día de mi vida vivo tu muerte. No puedo relacionarme con amigos, ni con mujeres, ni con conocidos casuales. Nada me dura más de una o dos veces. Muy rápidamente destruyo todo (…) y ahora convierto mi vida en escombros para buscar entre esas piedras las palabras que puedan mantenerme vivo (pág. 56).

 

Durante el viaje a la “nada” de ambos hombres se producirán puntos de encuentros y desencuentros, habrá tropiezos con situaciones pasadas, se escucharán reclamos por ausencias lastimosas y por presencias agobiantes, se intuirán búsquedas de ternuras embrionarias y perdidas, presenciaremos expiaciones de  culpas, lamentos del alma que intentan librarse del miedo y del dolor:

 

Corro al baño. Me arrodillo en el inodoro y estoy por escupir. Escupo. Acá y allá. Acá que es allá (…) Vomito esa nada que soy, que quiero arrancarme del alma. No voy a volver  a la máquina. No voy a volver a la caravana y a la muerte. De qué me sirvió, pienso, de qué me sirve, digo, y entonces lloro. No allá, lloro acá: en este ahora en que lo escribo, lloro, de golpe, por llorar (…) Y que me chupen los huevos los chupahuevos del mundo. Lloro para que la enfermedad que se esparcía como el polvo del paso de la caravana fúnebre que aún perdura se vaya de una vez, se muera muerta con los muertos y no me arrastre por el barro y la indecencia antes de deshacerme para siempre (págs. 347-348).

 

El infierno personal de Gabriel se mantiene latente entre la adicción al alcohol, las drogas, el sexo con prostitutas; el desgaste físico y emocional, el despilfarro monetario y moral; la locura y una tendencia suicida que lo lleva a exponerse en los márgenes de los bajos mundos de una ciudad que se ofrece oscura y marginal. Una ciudad de transas, de narcotráfico, de crímenes; sobrevolada por el vuelo torpe de palomas envenenadas con el pan condimentado con veneno para ratas, hecho por un desquiciado Gabriel, ángel caído:

 

Me pongo un pedazo de miga en la boca y enseguida lo tengo que escupir (…) Me ahogo levemente y ni siquiera tragué el pan. Lo escupí y al pan escupido ya se lo comió una paloma. De golpe siento un mareo nauseabundo, casi no puedo moverme. Las palomas son cientos. Comen cerca de mis pies, me picotean los pies. Doy una vuelta sobre mí, doy otra, otra más. Caigo como en un precipicio. Estoy en el suelo con el estómago relajado, partido en dos. Cierro los ojos, tengo los brazos en cruz. Me estoy llenando de veneno y lo único que hice fue chupar un pedacito de pan. Las palomas me picotean la cara (…) veo palomas que comen lo poco que queda, unas pocas muertas y unas pocas que trastabillan. Más de la mitad de la terraza está cubierta de palomas todavía vivas (…) Una paloma levanta vuelo y otra la sigue. Hacen picada y se estrellan contra el asfalto. Parecen halcones yendo a toda velocidad contra la presa. Parecen mísiles aire—tierra, misiles de paz. Plumas, blanco, rojo y marrón (págs. 258-259).

 

Podría extenderme en el ejemplo de este capítulo llamado “Palomas”, uno de los mejor logrados de la novela. Sin embargo, sólo puedo asomar parte de ese vuelo en picada de Gabriel y sus odiadas palomas, de su visceral matanza colectiva y su cobarde renuncia. La acidez en la escritura de Pablo Ramos me recuerda la violenta prosa de Fernando Vallejo en sus novelas La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. No obstante, y aunque ambos autores escriben desde una ferocidad extrema, Ramos mantiene atisbos de lucidez humana en su personaje, mientras que en Vallejo sólo se hace manifiesta la piedad sobre la vida animal.

 

En su desenfreno existencial Gabriel arrastra consigo familia y afectos. Acumula de modo indistinto éxito laboral y fracaso afectivo. Sin embargo, detrás de su amargura existe una solapada y desesperada búsqueda de ternura que le permitirá encontrar una posible salida de su infierno íntimo.  La conducción hacia esa laberíntica salida no es lograda a través de una probable Eurídice (ninguna de las mujeres, esposas y prostitutas, de Gabriel es capaz de conducirlo lejos del pozo); el personaje sólo encuentra escapatorias en las manos de los más pequeños: sus hijos y sobrinos, quienes logran arrancarle gestos tiernos como la invención y reinvención de historias de la infancia, estremeciendo así a un hombre aparentemente indiferente y sentimentalmente magro.

 

Por medio de su interacción con los chicos se produce una especie de revisión personal, de mirada retrospectiva que le permite a Gabriel una redención de culpas y reproches sobre el padre muerto:

 

Mi padre se moría y yo de espaldas, se llevaba esa luna que era su ser, su lado oscuro y también esa tenue luz. En sus manos, en sus ganas de disfrutar de la vida, en su sonrisa tan pocas veces derramada sobre nosotros, en el contraste de sus ojos claros contra la piel negra y curtida de la cara. Tropezando siempre contra la descomunal muralla de su miedo a amar (pág. 357).

 

Junto a la historia de un hombre y sus demonios, inscribe Pablo Ramos notas de una realidad nacional argentina con remiendos de un pasado peronista, la brusquedad dictatorial de finales de los setenta y la oscuridad maloliente de una ciudad al margen del río de La Boca.  Puede decirse que la clásica fórmula “sexo, drogas y rock and roll” se hace manifiesta en este libro. Novela voraz que muerde, echa veneno y salpica con su espuma, pero que también ampara escurridizas salidas lejos del pozo y de la abyección.

Carolina Lozada

Ilustración: “Secret Weapon”, de Richard Stipl

domingo, 8 de febrero de 2009

El universo en flotación de Sergio Chejfec


La narrativa de Sergio Chejfec parece sustentarse en la desconfianza de la narrativa, por más que esta narrativa ya sea difusa, como en Sterne y Diderot, Walser y Sebald, Saer y Lamborghini. Más que una paradoja, esa declaración es más bien la secuela de un inventario apresurado y casi estadístico: lo que se cristaliza en los libros de Chejfec no es tanto la materialidad de los actos y los gestos como su especulación—la forma imaginaria de los actos y los gestos, su entrevisión o su auspicio. En tal sentido, una novela como Mis dos mundos (Canet del Mar: Candaya, 2008) puede tender al pleonasmo: es lo que es. Su resumen es más inadecuado aun que en otros casos, con lo que acentúa la imposibilidad de un diseño morfológico que pueda provenir, siquiera turbiamente, de la tradición del folklore, el relato fantástico, la novela realista o la indisciplinada y útil mezcla de todos.

Reconocemos esa condición al mismo tiempo que Chejfec, y eso nos salva de la malicia del lector que en Mis dos mundos le sugiere repasar una reseña adversa sobre una novela previa: “La crítica era bastante negativa, decía que se trataba de un libro fallido por donde se lo mire”. El narrador interpreta en esa nota la sugerencia de una reacción puntual: “A lo mejor el mensajero anónimo buscaba mi mortificación, pensaba que yo me derrumbaría o que renunciaría a la literatura por publicar novelas fallidas, o novelas que no son novelas, no recuerdo cómo lo pensé con exactitud” (p. 17). Esa penitencia no llega a producirse, lo que deja el aviso y sus implicaciones en el vaciadero de la textualidad fosilizada. Lo que ahora insinúa Chejfec es la necesidad de esos libros genéricamente confusos, la persistencia de esa antinomia abreviada en la fórmula “novelas que no son novelas”. La literatura es de ese modo asumida como la intersección continuada del error y el ensayo, en ese mismo orden: las “fallas” de una escritura existen de antemano como desacatos y sólo pueden redimirse, irónicamente, en su perpetuación, en la prolongación de una desobediencia unida a la incertidumbre de lo que se hace o se escribe.

Esa característica se refleja en algunas elecciones del narrador. Después de asistir a una conferencia, el escritor deambula por la plaza donde se multiplican los puestos de la Feria del Libro de una ciudad del sur de Brasil. El lugar tiene todas las limitaciones de una topografía discernible: “una manzana cuadrangular con dos diagonales y dos líneas cruzadas que se tocan en el centro, donde hay una estatua” (p. 7). Esas coordenadas repiten con nostalgia la disposición central de una localidad europea y son, en ese aspecto, previsibles y miméticas, como el correlato arquitectónico de un código literario cerrado. Hay una fórmula en la descripción de ese paseo que simultáneamente parece una referencia a un canon de escritura y su socavación: “Yo habré sido el único paseante solitario de la jornada” (p. 6). La sutil apelación a las ensoñaciones del promeneur solitaire de Rousseau sólo nos sirve como el indicio de una afiliación paródica: las reflexiones filosóficas que aquella zona pueda provocar quedan anuladas por el adormecimiento. El relato requerido está asociado al sistema descompuesto de la acumulación y el sinsentido del parque mayor de esa ciudad—“una mancha verde (…) derramada como una tinta apenas contenida” (p. 14). En ese terreno se juega al abandono, a la meditación que se resiste al método y a las conclusiones, a la literatura sin anclajes predeterminados, justamente porque en el vagabundeo sin metas se sostiene el equívoco de la propia narración:

Para el observador atento, lo más difícil consistía en discernir la frontera entre sendero y bosque, o terreno, no sé cómo llamarlo, el espacio vedado del parque. Porque si uno se fijaba atentamente, como yo lo hice, el costado del camino era un franja de materias difusas, empeñosa incluso en su ambigüedad, con elementos de las dos partes y sin veredicto posible (p. 35).

En términos de pura anécdota, la novela de Chejfec es el detallado retrato de esa caminata, que antecede, y quizá hasta prepare, el quincuagésimo cumpleaños del narrador, y durante la cual se establece el aparente contrasentido de una atención incapaz de descifrar las demarcaciones que separan los distintos fragmentos. La escritura asume así la cualidad brumosa de su propia materia, con lo que opera en el espacio algo zombie, y ya disoluto, del ensayo de Montaigne y del feuilleton de Simmel, Joseph Roth y Kracauer, sin que ello suponga la sujeción a unos principios conceptuales o estilísticos. Por algo la marcha en Mis dos mundos se ejecuta en un territorio sin cartografía taxativamente declarada: sin duda debe haber fronteras, hitos, esbozos constatables, pero la misma novela nos cuenta que el narrador sólo atiende en el mapa a las posiciones relativas de todos los objetos “y no a su trazado, digamos, literal” (p. 26). De allí que resulte imposible delinear el plano del parque, definir la ubicación inequívoca del aviario, el emplazamiento del jardín de buganvillas y ligustros, el punto de la fuente, la situación del lago... Los jalones de semejante escena son aceptados como estaciones momentáneas de un trayecto sin dirección, como postas no deliberadas: el destino, así, queda definido como paraje fortuito que se alcanza por un simple accidente. Como la deambulación, la narrativa de Chejfec se carga de un contenido variable, que se articula como contingencia; metafóricamente, ese rasgo se emparienta con el carácter de los enlaces digitales más antiguos:

Internet no tiene la culpa, obvio, pero conservo el estigma de haber atravesado esa etapa de vínculos flotantes y disparatados, cuando la navegación parecía un ejercicio de relaciones caprichosas (…) después de internet ocurrió que el mismo sistema formateó mi sensibilidad, y desde entonces tiende a enlazar los hechos en secuencias de familiaridad, aunque sea forzada y muchas veces disparatada (p. 26).

La navegación primigenia tenía los atributos del hallazgo aleatorio, ajeno a los procesos de la lógica o a la seguridad de lo predecible, de allí que pueda servir, por lo menos vagamente, como patrón de escritura. En eso se da el caso de una comprensión concretada por los usos tecnológicos pero no vista como desequilibrio ni como alienación: si algo le puede importar a Chejfec de la ciencia ficción es el aporte teórico más amplio (la conversión de unos procedimientos virtuales en conducta), no la parábola de la desventura moderna. Esa referencia a la tecnología es somera y también es medular; de ella resulta el que tal vez sea el adjetivo más notable de su empresa narrativa: flotante. Flotantes eran los vínculos iniciales de internet y la experiencia que de ellos se deriva; flotante es la presencia de una vendedora de flores y de una vendedora de servilletas y manteles bordados, a medio camino entre el comercio callejero y el comercio ambulante.

La forma en que esa circunstancia se describe hace más evidente el funcionamiento de tal calificativo como eje: esas dos mujeres exhiben su condición intermedia (su basculación entre uno y otro mundo) con vergüenza, como lo haría el narrador de haberle tocado esa gestión y como de hecho lo hace en tanto que escritor: “Me avergonzaba escribir, un sentimiento que todavía se mantiene. Y como todo lo vergonzante, si uno lo quiere poner en práctica no tiene más opción que hacerlo a escondidas” (p. 121). Allí no se homologan la venta y la creación, sino una modalidad particular de cada una, una versión fluctuante de la una y la otra. La economía y la razón social de un oficio se someten en algo al análisis de la conveniencia o la pudicia, como si se tratara de instrumentos de algún orden canónico, por eso sospechoso. Lo que vale en la psicología de esas mujeres y de ese narrador es el acatamiento a unas fuerzas fronterizas. Mis dos mundos actúa, de esa manera, como el perfecto ensamble entre variados géneros de identidad y de escritura, como si únicamente en esa materialidad limítrofe de la narrativa pudiera en verdad representarse la complejidad, o la perplejidad, de una literatura como la de Chejfec.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “The City Square”, Alberto Giacometti