viernes, 18 de diciembre de 2009

Las miradas de Luis Armando Roche


Miradas amplias y heterogéneas, abiertas y comprensivas, que se han expresado mayoritariamente a través del cine, pero también del teatro, la música y la cultura popular venezolana. Miradas de un creador incansable que se atrevió a tomar una cámara para interpretar su entorno. Luis Armando Roche (Caracas, 1938) tenía apenas 25 años cuando dirigió Gennevilliers, puerto de París, un trabajo académico de 7 minutos producido por el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDEHC, por sus siglas en francés) de París, donde se había formado como cineasta. Ese mismo año dirige Vamos a ver dijo un ciego a su esposa sorda, también bajo la producción del IDHEC, su primera obra de ficción, de 6 minutos, interpretada por los hoy reconocidos Herman Lejter, Carlos Cruz Díez y Ángel Hurtado y otros venezolanos que vivían entonces en la capital francesa. Al año siguiente escribe y dirige Raymond Isidore y su casa, un curioso documental sobre el hogar del enterrador del cementerio de Chartres, decorado con materiales de reciclaje. Tres cortometrajes que avizoraron el estilo del que sería con los años uno de los realizadores fundamentales de la producción de nuestro país, merecedor del Premio Nacional de Cine en 1999 y objeto central del más reciente de los Cuadernos Cineastas Venezolanos, editados por la Fundación Cinemateca Nacional. Una veintena de películas respaldan su trayectoria. Sus miradas, a la vez, exponen sus cualidades como ser humano.

La labor como investigadora y redactora de Carolina Lozada se revela minuciosa y exigente en las 88 páginas del cuaderno, divididas en una biografía, un análisis detallado del cine de Roche, una selección de críticas sobre cinco de sus filmes, un conjunto de interesantes textos del propio cineasta (cuatro de ellos inéditos), una filmografía (que se extiende hasta el teatro y la producción discográfica) y una bibliografía amplia e inclusiva. Se trata de un trabajo muy completo que interpreta las claves básicas de sus motivaciones creativas.

Lozada transmite, de manera sobria y precisa, la posturas de Roche ante la música académica y la popular, las tradiciones culturales venezolanas y las manifestaciones surreales de la vieja Europa donde se formó. Ese encuentro entre ambos mundos es lo que marca su filmografía, sobre todo en sus documentales sobre personajes del arte cotidiano, de la música de la Venezuela profunda, de los grandes creadores de hoy. Ese encuentro cultural también se expresa en sus obras de ficción, fundamentalmente, a juicio del autor de estas líneas, en su primer largometraje El cine soy yo (1977), coproducción con Francia que rinde homenaje tanto al personaje popular venezolano, representado en un “toero”, como al propio cine como expresión transformadora. Aquel aventurero que recorre el país en un camión ballena, acompañado por una francesa y un niño, para proyectar las películas por doquiera que iba.

El viaje real y el viaje interno, el encuentro y el contraste de dos culturas, el espejo y sus dos lados —y yo diría los espejismos también— son “herramientas narrativas” de Roche que se hallan en todas sus películas. Ese espíritu libertario, que bebe en las fuentes del surrealismo y de su admirado Luis Buñuel, se manifiesta en su personal registro e interpretación de la realidad. Todo esto se encuentra en el número 8 de los Cuadernos Cineastas Venezolanos dedicado a un realizador que sigue siendo fiel a sí mismo como una forma de serle fiel al país.

Alfonso Molina

sábado, 12 de diciembre de 2009

Eme con cesura

Jairo Rojas, amigo y eventual colaborador de 500 ejemplares, obtuvo el III Premio de Reseñas Literarias organizado por ReLectura, cuyo fallo se dio a conocer el pasado 05 de Diciembre. Rojas participó con un texto titulado “Eme con cesura”, sobre el libro Eme sin tilde, de Luis Moreno Villamediana. Desde los 500 felicitamos a Jairo y aprovechamos la ocasión para publicar la reseña ganadora.

Eme con cesura

Primera vida, / mi corazón se mueve; / segunda vida, / mi corazón lo mueven los fantasmas; / tercera vida, / mi corazón se cuelga de las ramas. Bajo esta división tripartita comienza el poema “Historia”, del libro Eme sin tilde (Caracas: Equinoccio 2009), de Luis Moreno Villamediana. División que se extiende en la totalidad arquitectónica del poemario: “Otros inicios, o Historia de algunos elementos etcétera”, “[intermission]” y “Eme sin tilde”. Las tres partes son distintivas pero comunicativas entre sí. Sin embargo, la sustancia de su poética la encontramos en “[intermission]”, el centro, la médula que rige la propuesta estética del poemario. De este apartado, compuesto de un solo poema, emerge la imagen paradigmática que en todo el libro se torna un hecho continuo: dos aislados y aparentemente desamparados signos ortográficos (: ;), que en el quehacer poético de Villamediana actúan como elementos autónomos que se aventuran a un poética propia.

Junto a esta presencia, en el mismo texto, surge lo que es parte de la constante temática del poeta; la presencia del doble: “la vida de la que hablo / es doble / como este doble signo / en nuestro cuerpo” (p. 47).

Villamediana alienta el evangelio de la experimentación, construyendo sus textos con honduras lingüísticas y conceptuales antes que sólo miradas subjetivas, descriptivas o dramáticas del mundo. Para ello se vale, en primer término, de la composición morfológica del poema, utilizando recursos como el punto y coma, la barra inclinada, los paréntesis dentro de paréntesis, los guiones y los corchetes. El poema “Cantar digesto” es apropiado para ilustrar parte de su estética:

Odiseo/vecinos/no me llamen/

Luis/tanto gusto

(se estrechan varias manos)

(-con un guante dos guantes ningún guante) (p. 19)

Estos versos muestran quiebre del ritmo y atonalidad, oscilación y cesura. Son éstos recursos distintivos de la poesía de Luis Moreno Villamediana, autor que viene asomándose con paulatina fuerza desde su primer libro Cantares Digestos (Mérida: Mucuglifo, 1995), y cuya propuesta experimental se manifiesta con mayor notoriedad en el poemario En defensa del Desgaste (Mucuglifo 2008), libro con el que mantiene, Eme sin tilde, una especial correspondencia y coherencia estilística. Su poesía abre un inesperado pliegue de musicalidad; o mejor, una nueva musicalidad a través de las fracturas del orden sintáctico y también, por añadidura y efecto, giros inesperados del sentido o el significado de la lectura: “es temprano y hace como viento; como al llover, / sin lluvia; /, / tal vez pronto caminen frente a mí todos y cada / uno de los árboles ellos” (p.73).

Eme sin tilde expresa la búsqueda en el camino de la deconstrucción y el experimento, y por lo tanto exige al lector concentración ante las múltiples posibilidades que los diacríticos van conformando. Son textos que se desprenden de la linealidad sintáctica y lírica a favor de una imagen (inédita) en constante repliegues. Es fácil imaginar, por ende, que la temática de Eme sin tilde se enmarque en un lenguaje heterodoxo y con cierta distancia e ironía con los referentes.

El mundo externo bajo formas inesperadas: el polvo, los cuervos, el viento, la espalda, el verano o los granos de azúcar son materia versificable: “los granos de azúcar, regados / en la mesa / como planeta sobre el quieto hueco oscuro” (p. 22). De igual manera la persona Luis, que con la distancia se torna un doble, forma parte, junto al tema del amor en sus diversas inflexiones, del grueso de la temática villamediana: “Se cansa el fantasma se cansa / de esa callada eternidad de/sus solas manos / sin las manos las manos / que me cierren los ojos luego de unos años / de carne y hueso” (p.58). En suma, los atributos de Eme sin tilde apuntan hacia un compromiso de agudeza verbal, literaria y metafísica.

Jairo Rojas

Ilustración: “Diego, 1953”, Alberto Giacometti










viernes, 4 de diciembre de 2009

El samurai de los Andes


Había oído hablar tanto de Ednodio Quintero que pensé varias veces en él durante la odisea que habría de llevarme al corazón de los Andes. Él es el hombre desnudo. El personaje solitario que habrá de enfrentarse al lento proceso de sobrevivir. Aquel viaje me hizo recordar a Marlow, cuando se adentra en la selva africana para emprender la búsqueda de Kurtz. Pero yo no estaba en África sino en Venezuela. No avanzaba hacia el corazón de las tinieblas sino que asistía a una cita literaria en la ciudad de Mérida. Sin embargo, había oído hablar tanto de Ednodio Quintero que pensé varias veces en él durante la odisea que habría de llevarme al corazón de los Andes y, no sé por qué, me vino a la mente la novela de Conrad y la de ese personaje escindido por la ambigüedad del bien y del mal, la civilización y la barbarie. Pensé que Ednodio Quintero también era un hombre escindido que escribía para encontrarse a sí mismos en un escenario onírico.

Antes de llegar a Mérida hice un largo periplo con un grupo de amigos. Entre ellos estaban los editores de Candaya, que son quienes están dando a conocer en España la obra de Ednodio Quintero y de otros autores venezolanos. Fuimos a los sitios de Caracas a los que suele ir el autor de Mariana y los Comanches: El café Arabica, frente al Centro Plaza de Los Palos Grandes, donde se encuentra la librería Noctua. Estuvimos también en el Gran Café de Sabana Grande y en la librería El Buscón. Después nos dirigimos en coche a la ciudad de Valencia y a Chichiriviche, en el Parque Nacional de Morrocoy. Al cabo de unos días, llegamos a Trujillo, cerca de allí, en Mesitas, había nacido el escritor que aún no conocía, pero del que seguía su rastro como si estuviera reuniendo pruebas para detenerlo. Ednodio Quintero había dejado por escrito algunas de las pistas que yo buscaba: «Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Viví hasta una edad irremediable -los seis años- en aquella aldea de los Andes, un sitio olvidado de los cartógrafos y de Dios... Mis ancestros de origen español, campesinos de Andalucía y Extremadura, se habían asentado en esas tierras altas hacía ya trescientos años. Mis ancestros indígenas, provenientes de la rama norteña de los Chibchas, vivían allí desde un tiempo remoto. De los primeros heredé mi vocación mediterránea y la lengua de Cervantes y Quevedo, de los segundos, el cabello rebelde, mis ojos de japonés alucinado y mi conciencia de guerrero».

Camino de Mérida, nos detuvimos en el fabuloso Pico del Águila, el punto más elevado de la carretera transandina con una altitud de 4.118 metros. Sentí que me faltaba el oxigeno. Oía mi propia respiración persiguiéndome. Igual que el protagonista del inquietante y misterioso cuento “El combate” escucha la risa burlona del enemigo escudada detrás de la máscara de hierro. Oye su respiración silbante y persistente como el zumbido de un moscardón. El hombre se encuentra desnudo e inerme en el escenario del combate. Está dispuesto a luchar contra el guerrero. Se enfrentará también al pasado plagado de voces que no han muerto. La literatura es ese guerrero que se oculta tras la brillante armadura. Se camufla para parecer otro. Se escuda detrás de los personajes para actuar impunemente. Ednodio Quintero es el hombre desnudo. El rebelde solitario que habrá de enfrentarse al lento proceso de sobrevivir. Al compromiso de escribir. ¿Estará condenado -como el protagonista del cuento- a oscilar el resto de sus días entre carcajadas de burla y voces muertas? El escritor se escuda en la literatura para camuflar los sentimientos. Los cuentos que se reúnen en Combates contienen imágenes que no se pueden explicar con palabras. Simplemente hay que dejarse arrastrar por ellas: la poesía épica de las palabras.

Tras atravesar el bello paisaje del páramo, llegamos a Mérida. Entonces conocí a Ednodio Quintero. Estuvimos varios días juntos sin apenas hablar. Lo veía cenar rodeado de muchachas en el restaurante del hotel La Pedregosa, lo veía también delante de una cerveza Solera en el T'Café, bebiendo whisky en el Mogambo y con su amigo Vila-Matas presentando Combates en la librería La Ballena Blanca. Era cierto que el Samurai de los Andes tenía aspecto de japonés. A fin de cuentas había vivido una larga temporada en Japón y la fisonomía de los países acaba marcando el físico y el carácter de las personas. Me di cuenta de que Ednodio era un hombre discreto que procuraba pasar por la vida de soslayo. También hacía fotos de soslayo. Retrataba perfiles, orejas, codos, sienes, mechones de pelo. Le interesaba la vida pasajera para retratarla por escrito. Tuve la sensación de que pertenecía a esa clase de personas solitarias que ocultan una vida intensa y convulsa. Una soledad plagada de encuentros. Llevaba la vida nocturna reflejada en el silencio sonoro de sus ojos de japonés alucinado. Ambos participamos en una mesa redonda y nos miramos de soslayo y luego de soslayo hablamos sin mirarnos. Enseguida descubrí que dominaba las distancias cortas. La distancia más corta, la más íntima, es la que se produce entre el escritor y el lector. Él y su literatura eran la misma cosa. El guerrero que se enfrenta con palabras y silencios al destino. Descubrí que no sólo era el Samurai de los Andes sino el dueño de las peroratas. Esa era su auténtica vocación. Me confesó que hacía tiempo que había dejado de escribir cuentos, se aburría, prefería las novelas, y sobre todo soltar peroratas. Pasar de una cosa a otra sin tener que ceñirse al tiempo y el espacio. Un aluvión de palabras. Hablar y escribir al trepidante ritmo de los pensamientos y enlazar las historias sin dar tregua. Hasta que regresa al pasado. Entonces la memoria de Ednodio Quintero se detiene y nos paraliza en relatos tan hermosos y sobrecogedores como “El combate” y “Nocturno”. Como dice en el cuento titulado “El corazón Ajeno”: «Un relato que se respete debe contener en sí mismo, a la manera de un kamikaze de papel, el germen de su destrucción». Y luego añade: «Un relato no acaba cuando calla el relator, continúa girando como una peonza, en el vacío o en algún lugar de la mente». Los cuentos reunidos en Combates siguen dando vueltas en mi cabeza. Los leo en Málaga y me traslado a Venezuela. Ednodio Quintero es Venezuela. La naturaleza en estado puro y salvaje. La naturaleza fiel y promiscua. La naturaleza quieta y escurridiza. Veo Venezuela cuando leo Combates. La vida oculta que late en Combates. La voz de Ednodio Quintero, su silencio, nos atrapa como si fuéramos mariposas nocturnas fascinadas por el brillo resplandeciente de la literatura.

José Antonio Garriga Vela

Ilustración: “Erótika # 25”, Asdrúbal Colmenárez