viernes, 21 de agosto de 2009

Eros y Ensayo


En la introducción a su indispensable antología Ensayistas venezolanos del siglo XX (Caracas, Contraloría General de la República, 1989), Óscar Rodríguez Ortiz recalca la conveniencia de distinguir dos grandes períodos en la trayectoria nacional del género que inventaría. Llamadas por él “contemporaneidades”, acaso porque configuran todavía nuestra percepción de lo inmediato, la primera de esas fases arranca de las postrimerías del modernismo y se caracteriza por el énfasis en asuntos patrios (perfecto acompañante del telurismo de la novela o el cuento de la primera mitad del siglo) y un sujeto humanista tradicional que pronto se revela a través de personajes ensayísticos sobredeterminados por el mensaje edificante: “arconte, fundador de nacionalidad, pedagogo, magistrado, creador de instituciones, polígrafo”. La “segunda contemporaneidad”, que empieza a articularse a fines de la década de los cincuenta, evidencia no solo una pérdida de intensidad del referente regional o continental, sino la tesonera incorporación de inquietudes estéticas, a tal punto que el escritor ofrece “un ensayo que, con frecuencia, se tiene a sí mismo por objeto” y una “moral de las formas” que lo obliga a abandonar los antiguos disfraces de maestro del pueblo o profeta de la patria y a cobrar conciencia de la forzosamente limitada influencia de la clase letrada en la sociedad moderna.

Las transformaciones drásticas de la vida venezolana desde 1989 han afectado sin duda a la literatura y permiten que al certero modelo historiográfico de Rodríguez Ortiz añadamos hoy una tercera “contemporaneidad” del ensayo, que acompañaría la transición del siglo XX al XXI. En ella el sistema antagónico perceptible en la bipartición anterior parece disolverse o, quizá, conducir a una reevaluación de la historia del género en que se recuperan todos los aportes de utilidad para enfrentarse al presente. Tal como en la narrativa se ha hecho notorio un regreso de lo político aunque en claves sutiles, para nada en riña con lo “íntimo”, y tal como al embeleso por la diurna modernidad de la lírica de los años ochenta han seguido fascinaciones sombrías donde el mundo pierde sus perfiles precisos y los intercambios entre individuo y comunidad se manifiestan no como triunfalismo desarrollista sino como crisis, el ensayo actual elabora nuevos patrones ideológicos y retóricos que le permiten relacionarse con su conflictivo entorno y el ya trágico predominio en él de absolutos políticos o culturales que incluso legitiman, antes que el diálogo y el entendimiento, impulsos de destrucción (citar lemas como “Patria, socialismo o muerte” resulta casi banal). La obra de Miguel Ángel Campos, desde hace algunos años, constituye uno de los productos más acabados de esa nueva poética del ensayo y su libro más reciente, Incredulidad (Maracaibo: Universidad Católica Cecilio Acosta/IVIC, 2009), por compilar piezas dispersas o inéditas de la última década, uno de sus muestrarios más ricos.

La necesidad de creer

Reunión de textos heterogéneos que van de la reflexión política a la fenomenología de la cultura popular, así como de la memoria personal a la revisión de hitos literarios, el libro de Campos se organiza admirablemente gracias a una noción que sirve de mirador para comprender el pacto de las dos contemporaneidades de Rodríguez Ortiz. “Incredulidad” evoca ante todo la persistente disposición de nuestros intelectuales a habérselas con el hecho americano en términos jerarquizadores y eurocéntricos, signados abierta o solapadamente por la lógica del poder. Lo que sucede en el siglo XIX, se afirma en cierto pasaje, “desde la disidencia de los cabildos hasta el gusto por el protocolo y la legalidad de los caudillos, es la consecuencia de la incredulidad, es la tendencia a subordinar la realidad no registrada, la descalificación de la barbarie” (pág. 11). El radio de acción de esa incapacidad para creer —e incorporarse el individuo que lo hace en los horizontes fenoménicos del Nuevo Mundo— comienza con la misma Conquista y se extiende hasta nuestros días, disimulado el asombro con ropajes tan disímiles como el positivismo residual o las peroratas de lo real maravilloso, incesante aporía que niega las visiones europeas de América sin dejar de actualizarlas para hacer inteligible su negación. Si un argumento semejante calza con los procedimientos de los ensayistas de la primera contemporaneidad, el siguiente paso que da Campos recategoriza la coincidencia al traducirla, ya en el último párrafo del ensayo que da título al conjunto, a un decir más atento al afecto que a codificadas relaciones sociales:


El árbol del caujaro (cordia alba) siempre fue para mí la imagen de la pobreza. Como ninguna otra especie, llamaba la atención del niño errante en aquel gratísimo paisaje de chaparral y ríos acechantes, sus frutillas blancas, casi transparentes, tocadas desde el nacimiento con un adorno reseco y quemado, no podía sino confirmarme el desamparo de aquel lugar donde transcurrió mi adolescencia. En Concesión Siete solía llover y aun cuando ya hubiera dejado de ser niño la lluvia me regocijaba […]. Aquello no es una región, y no pretendo que lo sea, es apenas un desfigurado piedemonte resaltado por los taladros petroleros sembrados en los potreros […]. Para mí es suficiente aquel recuerdo. Es tan sencillo recordar, sólo basta haber creído. (págs. 15-16)


Ámbitos introspectivos como el así recreado están en deuda con lo que en nosotros es Eros y no con la razón todopoderosa y excluyente del Logos de otros ensayistas. Me atengo al significado que diversos psicólogos del siglo XX dieron a este vocabulario, entre ellos C. G. Jung: Eros es aquello que le proporciona a un ser humano, además de capacidad de amar carnalmente a otro, la inclinación, por ejemplo, “a la amistad, a crear lazos de ternura entre individuos de un mismo sexo e incluso de rescatar la amistad entre sexos del limbo de lo imposible” (Collected Works, R.F.C. Hull, tr., New York: Bollingen, 1990, vol. 9: pár. 164); en otras palabras, Eros, así entendido, equivale a moción anímica que suma o concilia lo disperso o antagónico. El efecto de esa necesidad de creer explayada en la prosa de Campos es la anulación de lo que la teoría de lo americano pueda tener en Incredulidad de conminatorio o de demagogia letrada a la manera de los grandes de la “primera contemporaneidad” —Uslar Prieti o Briceño Iragorry, para mencionar solo dos casos. “Vocación de sociedad” es una frase que otra de las piezas de nuestro autor aplica a pensadores de talantes diversos ansiosos de captar los mecanismos de producción de lo real en Latinoamérica (pág. 56); esa vocación, palpable también en Campos, en él da lugar, sin embargo, no a homologaciones de literatura y política, con una consecuente acumulación de capitales simbólicos rápidamente convertibles en el poder concreto de academias o cargos en aparatos estatales de la cultura, sino a un conmovido examen de la conciencia creadora en que el escritor ausculta el lenguaje, la subjetividad y el mutuo engendramiento de ambos. En Incredulidad el objeto político de la “primera contemporaneidad” se sitúa, de esta manera, en el corazón de las formas cuya moral deseaba forjar la “segunda”. Un largo conflicto de poéticas —y con esta palabra me refiero a la ética profunda de quienes se dedican al arte— alcanza finalmente una síntesis.

El ensayo: meditación de la voz

El terreno donde mejor se observa la alianza que acabo de describir es el de la construcción verbal de la subjetividad, puesto que, como en toda obra de ascendiente montaigniano, el objeto y el sujeto de Incredulidad tienden a establecer correspondencias. El “yo mismo soy la materia de mi libro” de los Essais sigue vigente en la labor de Campos e incluso moviliza piezas enteras como “Descriptor, indiciado”, pequeño credo donde se advierten varios principios estéticos del autor. Desde las primeras líneas la reflexión se presenta atada a las aventuras del “yo”:


A comienzos de 1998 le propuse a mi amigo Luis Moreno un ejercicio propio de tiempos apacibles: indagar cuántos libros conocíamos fruto de una pasión patológica, y que esos libros pertenecieran al reino del ensayo. Como carezco de agudeza y mi vida no es un remanso, pues, no emprendí tal pesquisa […]. Mi amigo es una persona parsimoniosa y hasta donde lo conozco absolutamente eficiente; tal vez para cuando su lista llegue a mis manos la especie se haya extinguido. (pág. 269)


Pero el designio personal, casi sin que reparemos en la maniobra, se amalgama con la escritura. El párrafo final, luego de un rodeo por nombres claves de la literatura venezolana —Gallegos, Teresa de la Parra, Meneses, Cadenas, Lasarte y otros: fluir de conciencia crítica provocado por la peculiar visión de la historia de las letras nacionales que debemos a José Balza—, regresa de hecho a ese “yo” para diseñar relaciones especulares entre la imagen tutelar de Montaigne y la del ensayista que existe aquí y ahora en la enunciación, así como entre los respectivos amigos que han inducido la búsqueda intelectual o expresiva:


A última hora Luis Moreno da muestras de vida y echa más leña al fuego; la patología puede ser un dolor que no abruma, ayuda al bien mirar: “¿No es acaso todo ensayo el resultado de la enfermedad del pensamiento, más infrecuente que la de la imaginación?”. La amistad entre Montaigne y Étienne de La Boétie, fertilizada por la muerte, produce los Ensayos, pudiéramos pensar. Pues para escapar a la tarea encomendada, Luis agrega: “pon esta obra (los Ensayos) al inicio de la lista”. Y el asunto se hace así tautológico. (pág. 278)


Ahora bien, tal como lo propone la estructura cíclica de “Descriptor, indiciado”, el conocimiento del Otro sólo parece factible mediante una humana cercanía similar a la que sugiere la noción de “amistad” —y ésta, como hemos visto, puede considerarse expresión depurada de un Eros que crea cohesionando y fundiendo lo escindido o en pugna. Así como Montaigne y La Boétie se reflejan en el hablante ensayístico y su parsimonioso interlocutor, la “obsesión” obviamente literaria del que escribe no deja de sentirse atraída por la “obsesión” de Balza de “completar el mundo” proyectando los ideales de su narrativa en la historia literaria venezolana (pág. 269). Repeticiones: el tema y quien de él se ocupan convergen.

Lo anterior de ninguna manera degenera en solipsismo. Como ocurre en Montaigne, hacerse uno mismo el objeto pronto depara la certidumbre de que el ser fluye entre los puertos: la búsqueda hace al buscador y lo buscado; la identidad culmina en movimiento. El “niño errante” que en algunos instantes vuelve a ser el memorioso ensayista sabe que hay una poderosa afinidad entre lo que intuimos como fuente de nuestra esencia y lo que está afuera, por más pobre o misterioso que parezca: las letras del país o su paisaje pueden servir para dialogar con el presentimiento de nosotros. Y la creencia, así pues, se nos revela como anhelo de integración, de percepción de la voz del Otro y, con ella, de la sociedad. Como pocos autores venezolanos, Miguel Ángel Campos hace del ensayo un espacio donde se vuelve visible lo que nos permite pertenecer a una comunidad y a la vez disentir de ella. El caujaro, recuérdese, brota en tierras desfiguradas por la acción de los hombres y ampara cuando de memoria se transforma en palabra y cuando valiéndose de ésta hace posible la creencia: todo árbol vincula amorosamente lo de arriba y lo de abajo; viniendo del mundo subterráneo explora los cielos. La unión de contrarios de la que nos habla el símbolo arraiga en la escritura para invitarnos a rastrear las necesarias síntesis que nuestro encarnizado y doloroso presente se afana en ocultar.


Miguel Gomes

Ilustración: “El árbol de la vida”, Gustav Klimt

domingo, 16 de agosto de 2009

Donde se alzaron las aguas

El título del libro de cuentos de Gabriel Payares, Cuando bajaron las aguas (Caracas: Monte Ávila, 2009), apunta a un desastre innominado que, sin embargo, parece relevante como mito de origen. Ese accidente oculto, sin duda arrasador, tiene sólo que ver directamente con el cuento de ese mismo nombre, que ocupa el lugar medio del índice y ejerce desde allí una función casi de control y resumen—su anécdota irradia hacia atrás y adelante la coloración de su lenguaje, su imaginación y sus perturbaciones. Pero el accidente se vincula también, de manera secreta pero irrebatible, con el resto de las relaciones entre los personajes, como una sacudida que empuja a la reconsideración o el extravío. Los relatos de Payares son como el mapa que resulta de toda esa luxación fundacional, legendaria y enérgica.

Esa visión ampara como una consecuencia la revisión de todo legado, cuyo estatuto natural se pone en duda y hasta se contradice; no hay herencia aquí que no contenga una moción irónica sobre aquello testado, se trate de conductas sexuales, muebles, fotografías o historias. Payares no se molesta en esconder esa conciencia escrutadora: varios epígrafes—de Kafka y Derrida, de Vestrini y Márai—indican con nitidez los problemas que ocasiona la sucesión legal, cultural o emocional de unas costumbres o convencimientos. La vida en sus cuentos es posterior a aquel mítico, recóndito diluvio, que obra como pretexto para la instauración de una necesaria orfandad.

Diversos en la superficie, los textos de Cuando bajaron las aguas tienen la coherencia de esa subterránea fractura, que atraviesa el libro como una falla simultáneamente geológica y anímica. El primero es significativo desde el nombre: “Génesis (la noche antes del diluvio)”. Si leyéramos el libro de Payares siguiendo el procedimiento alegórico, tendríamos que concluir que la alusión al Viejo Testamento implica una ordenanza punitiva a la relación lésbica entre Eva y Mona. Esa lectura, posible pero no taxativa, no concuerda con la invención más laica del autor. De hecho, la escritura del cuento socava esa interpretación y establece un rango hermenéutico más amplio: “Afuera se ha desatado el diluvio. Adentro, violando el silencio que comparten dos mujeres en la misma cama, el agua y el viento en las ventanas murmuran por oleadas en un idioma incomprensible” (5). Esas frases iniciales tienen como premisa la existencia de lo enigmático y lo ininteligible, lo que pone en entredicho la posibilidad de un nexo unívoco, o esclarecedor, entre conducta y castigo. La misma Mona tiene una presencia vaga, incoercible, a medias mensurable; es un significado flotante. Con ese personaje se inicia la inflexión de las tareas revisionistas, la aceptación como norma de vida de lo que no se termina de entender y no se puede comenzar a rechazar.

En “Los herederos”, el tema de la cesión de la memoria es medular. La anécdota se basa en el cotejo de una situación límite: un viejo fotógrafo se ha quedado ciego, y ese estado lo obliga a recurrir a uno de sus hijos para que él le describa las fotos que conserva. El otro hijo, Guillermo, se fue a vivir a España, y por eso no participa de la ceremonia narrativa. Sea por desgano o insolvencia, el gesto de contar lo que esas imágenes contienen está resaltado por las omisiones que al padre le resultan dolorosas. Creo que ahí hay más que la asunción probablemente recelada de una discapacidad: el viejo sabe que en su trabajo gráfico se abrevia su disposición a transmitir una experiencia del mundo, una serie de actos fijados en el papel pero más poderosos que su frágil medio—la representación, en fin, de un carácter y una sensibilidad. El hijo que pasa una por una las fotos nada más puede constatar su misterio:

Dándoles la vuelta, descubrí la letra hormigueante de Papá marcando cada una con lo que podía ser un título: “Quijote”, “Victoria”, “Guanche”, “Godiva”, “Sísifo”; cada foto con su rótulo respectivo, inmerso en un código que obviamente no me correspondía a mí descifrar. Estaba seguro de que eran fotografías de mi padre (…) pero a qué erudito concepto referían, o a qué significado oculto hacían sus nombres alusión, no era algo que yo pudiera, o pueda aún responder (15).

De manera explícita, el narrador se debate entre la impotencia y la renuncia. Por un lado acepta la imposibilidad de aclarar el enlace entre la foto y su nombre, con lo que renuncia a todo impulso platónico de nominación; por el otro, cuestiona la naturaleza de su rol como beneficiario: a él no le concierne la decodificación de esos signos. Con esa actitud se inscribe en un linaje aparte, como un renegado convencido de su capacidad de fundar su propia familia desde cero. La idea de que Guillermo pueda penetrar la oscuridad de aquellas inscripciones termina siendo inconsecuente: el padre muere antes de que el correo le haga llegar las fotos a ese otro hijo. El aparente azar de ese retraso únicamente subraya la ruptura entre la voluntad testamentaria y su acogida.

En los que son para mí los mejores relatos del libro—“Cuando bajaron las aguas” y “Con miedo a los perros”—, Payares nos refiere las dificultades inmediatas de un siniestro importante. En el primero, el diluvio ha concluido y solamente ha dejado un “desierto submarino”, sin frontera discernible, sobre el que sobreviven, como indicio solitario de lo humano, una casa familiar y una familia. Ese paisaje no tiene la placidez de otras inundaciones: en una película animada de Hayao Miyazaki, Sen to Chihiro no Kamikakushi (Las aventuras de Chihiro, 2001), la extensa pradera submarina que rodea la mansión de los baños no oculta la amenaza de lo inédito o lo indocumentado. El texto de Payares, al contrario, multiplica las señales de una peste o real o fantaseada. En ese panorama, las relaciones entre un niño y sus padres sólo pueden volverse ambiguas, como intervenidas por un afán insatisfecho de conocer con precisión lo que se espera de cada uno. La madre no puede más que abandonarse a la fiebre y a la indefinición que ella produce; el padre se va a buscar ayuda o los deja a su suerte. Esa ambigüedad empuja al niño a abandonar también ese hogar aislado y derruido. En la casa sólo podía odiar a sus padres: “a él por marcharse y a ella por permanecer; a él por las explicaciones que me hicieron falta y a ella por las que nunca le pedí” (36). La tirantez que esa situación envuelve repite los avatares de un legado difícil y borroso. En “Con miedo a los perros”, la evaluación de un inmueble clausurado, menos parecido a una vivienda que a un museo, ya involucra de manera explícita la fortuna algo perversa o al menos difusa del recuerdo. En el espacio transformado por el ánimo y la revancha de otros herederos, la narradora recorre los salones con el cálculo de una vendedora. Allí no puede recordar ninguna lectura de la biblioteca, ninguna palabra de confianza, ninguna instrucción de su abuela: “Creo que ni siquiera la extraño: entre nosotras hubo siempre un puente roto. Si yo nunca le di nada, es porque ella nunca esperó nada de mí (…) Yo no era su nieta consentida. A veces ni siquiera era su nieta” (57). La consanguinidad y sus radiaciones reglamentarias y económicas adquieren en ese conflicto una modalidad espuria, como si dependieran de un pacto cerca de lo arbitrario, por decir impulsivo. Pero esa impulsividad lo mismo puede rechazar que admitir, y al final del relato esa mujer elige a conveniencia su destino como fiduciaria de distintos recuerdos, artefactos, ruidos: como la perra cruelmente olvidada en el patio, ella manifiesta su derecho a vivir a pesar de antiguas negligencias.

Los problemas de la sucesión se hallan en otras historias del libro; algunos se refieren a la falsa simetría entre la leyenda del Silbón y un vagabundo; otros a la persistencia y consecuente negación (deliberada, oportunista) de la teoría romántica del genio; otros más al suicidio como decreto aislado, sin conexión con las responsabilidades de la parentela o las hipótesis de los psicoanalistas—el colmo de la muerte sin fideicomiso. Payares no siempre logra redondear un relato: en “De nuevo la lluvia”, por ejemplo, la vaguedad es más un síntoma de debilidad argumental que un asomo de tentativa filosófica—la incomprensibilidad como método de conocimiento. Pero esas fallas ocasionales no minan para nada un conjunto que sabe disponer de la delicadeza expresiva y la imaginación como virtudes transmitidas por la literatura. De ese modo, Payares se promueve como autor que se debate entre unos principios exactamente recordados y unas maneras que parecen repetir una genealogía sólo conjetural.

Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “Shade and Darkness – The Evening of the Deluge”, J. M. W. Turner

martes, 11 de agosto de 2009

Más allá de la tumba, del cuerpo


Los espacios representados en la narrativa de Fabio Morábito contravienen los axiomas de la topografía religiosa: en ellos las virtudes o deslices teologales son suplantados por una ambigüedad que puede volver indistinguibles el edén del infierno o del calmoso purgatorio. Todo territorio parece allí el producto de alguna convulsión que cambiara el esperado vínculo entre unos hábitos y un punto del suelo; las maneras de los personajes que en esa zona se topan e interactúan adquieren la excentricidad de la catástrofe. En una geografía casi novedosa, la conducta humana se hace igualmente inédita, se compone de gestos que en sí mismos son una iniciación.

En su primera novela, Emilio, los chistes y la muerte (Barcelona: Anagrama, 2009), Morábito hace de un cementerio asentado sobre suelo volcánico el lugar donde se desarrollan las historias de variados deseos. Esa superficie—donde no faltan panteones, cavernas ni espesuras—es la versión material del argumento. Su complejidad apunta menos a su descripción como alegoría que a su admisión como ecosistema, donde las intenciones y conductas pueden pasar de la claridad al ocultamiento, de la potencia al acto, de la epifanía a la omisión. El cementerio es de algún modo la ampliación de aquellos “lotes baldíos” que abundan en los poemas y cuentos de Morábito, la clara expresión de un trasfondo. Como encarnación de una poética, esa área sinuosa y profusa está ubicada en la ciudad como vindicación de un exceso y un límite al menos ilusorio:

[L]o desalentó comprobar que el cementerio no estaba en un punto limítrofe de la ciudad, como se lo había imaginado, sino enclavado en ella como cualquier otro predio, con sus colindancias bulliciosas de vida y de tráfico. La imagen de lejanía y evasión que se había hecho de él chocaba contra la evidencia de su plena inserción en el tejido urbano (90-91).

La comprobación de su real emplazamiento no impide que en ese lugar se ejecuten constantes transgresiones. La relación entre Emilio, el niño de doce años, y Eurídice, la masajista de cuarenta, se vale de las irregularidades del terreno para asumir los escarceos eróticos como natural política del cuerpo. Los dos personajes se mueven entre los nichos, los senderos de grava y la mínima selva al tiempo que sus brevísimos contactos socavan la función preestablecida de aquel panorama. En medio de los muertos, la vitalidad de Eurídice y Emilio—cargada, sí, de conflictos y nostalgias—busca redefinir la exactitud de todo lo heredado: las edades del sexo, el beneficio de la memoria y el olvido, la sacralidad de cualquier parentesco, la inoportunidad de los impulsos. Vista desde lejos, esa reconfiguración es problemática: la madre de Emilio sólo puede llamar a Eurídice “ella”, con una censura forzada por los rituales del convencionalismo. Sin embargo, en la seguridad de su apartamento no puede prescindir de sus masajes, con un abandono que es a un tiempo inevitable e hipócrita.

El cementerio es el espacio de la incontinencia. Emilio practica entre sus bordes la memorización compulsiva. Lo que empezara en la calle como la necesidad de aprenderse rótulos y avisos se ha transformado en la obligación de retener todos los nombres inscritos en las tumbas. Extrañamente, una patología ha curado la otra, según el propio Emilio: “Desde que vengo ya no me aprendo los letreros de la calle y de las tiendas” (48). Entre un proceso y otro media la aceptación de un mito: el niño debe memorizar cada nombre que ve hasta que encuentre finalmente el suyo en una lápida, y en esa búsqueda debe a toda costa evitar que su nombre sea pronunciado, pues si no hubiera un muerto que se llamara como él los otros muertos lo harían morir para volverse dueños de ese nombre. El convencimiento de Emilio es una realidad instantánea, sin refutación, admitida como una tradición sin origen. Eso no significa que no pueda interpretarse como síntoma; de hecho Eurídice le da una explicación profana a ese mito de Emilio: “No necesitas aprenderte ningún nombre. Lo haces para que tu papá no se vaya” (102). El niño, hijo de padres separados, no pasaría en esa visión de ser un creyente simulado y un manipulador. La “incontinencia mnemotécnica” sería solamente una respuesta excéntrica a la disolución de la familia.

Eurídice sufre también de sus propios apremios—ella no sabe guardar las distancias. Si Emilio no deja “fluir las palabras” y se deja ir con su peso, la masajista se va con las personas al fondo, de inmediato. Por ejemplo, a Adolfo, “el joven que pone las flores en los nichos”. Eurídice lo besa con frecuencia, por lástima—cuenta ella. Esa súbita entrega se remedia cuando la masajista cumple con su trabajo: en esos momentos entiende cuál es su puesto y ahí logra anclarse. Pero en el cementerio la presencia de Emilio la perturba: el niño tiene la misma edad de su hijo recién muerto. Pronto esa equivalencia da paso a un affaire hecho de simulacros y parcialidades. Emilio llega a comportarse con las licencias de aquel “demonio” muerto—con manos parecidas le toca a Eurídice las tetas, con el mismo descaro la besa y la escudriña. La libertad con la que Emilio actúa es también un aprovechamiento:

Sintió entonces que podría pedirle [a Eurídice] casi cualquier cosa, porque su dolor era demasiado grande para que pudiera renunciar al consuelo de su presencia, que le evocaba tan vívidamente a su hijo. Puso una mano sobre su rodilla y la acarició antes de deslizarla hasta el nacimiento del muslo (42).

La incontinencia de esos dos personajes termina negociándose como reconquista del pasado perdido y de un presente a medias oculto. La desnudez de Eurídice le permite al niño reconocer la estampa de su madre, sus piernas, sus pezones. La masajista, por su parte, tiene oportunidad de apaciguar su duelo con la energía desfachatada de aquel hijo postizo; así se remite sin culpas al incesto.

Pero al final de la novela, alejado de Eurídice, Emilio aprenderá en una gruta bajo el suelo de lava los peligros de un impulso ajeno no correspondido. Se salva cuando logra salir sin mirar hacia atrás, hacia donde quedó Severino, el albañil que tanto lo acechó en el cementerio. Los deseos de ese hombre no tienen un costado redentor. En definitiva, piensa Eurídice en alguna ocasión, Emilio repite los nombres de los muertos como una manera de prolongarles la vida y asentar sus ecos más profundos; ella, por su lado, al masajear a sus clientas les explora el recto y extrae de esa hondura el recuerdo de su hijo. Los dos son “rastreadores espirituales”, por más que los haya unido el contacto del cuerpo. A Severino nada lo puede redimir; lo que pudo pasarle en esa gruta es producto de su autoritaria incontinencia. La trampa del boquete no es necesariamente una sorpresa: una noche, en compañía de su padre, Emilio había notado a la luz de un farol que “el cementerio parecía surcado por túneles y pasadizos que conducían a lugares recónditos (…) Todo el lugar parecía llamarlo para ofrecerle un secreto que le había escamoteado a la luz del día y que él se había ganado a pulso, a fuerza de aprenderse tantos nombres de gente muerta” (128). El espacio en el que se intercambian los favores perdurables, las esperanzas y la aniquilación le enseña a Emilio a no hundirse; ya había instruido a Eurídice a seguir con su vida. En un trasfondo distinto, sigue la ciudad con su conato de vida, sus bromas, sus manías.

Luis Moreno Villamediana


Ilustración: “Fictional Store Fronts: Camera Store Window”, Joel-Peter Witkin

Los ausentes de Garriga Vela


“¿Cómo es posible concretar en palabras sesenta y cuatro años de olvido?”. La identidad del personaje que formula esta pregunta es menos importante ahora que el vacío que deja la interrogante sobre su vida. Una vida en una perenne orfandad, fragmentada por episodios tan ajenos a él como propios al mismo tiempo. El personaje principal de Los que no están (Barcelona: Anagrama, 2001), novela de José Antonio Garriga Vela, se adentra en busca de respuesta por los laberintos de una ciudad y de un país con una cartografía especial: la de la memoria. Los lugares que recorre no son del todo explícitos, más bien soslayados, construidos sobre andamiajes endebles, protegidos por falsas fachadas, por cuyos resquicios se asoma la oscuridad que albergan.

La novela, escrita en retrospectiva, comienza con el llamado a la puerta que hace un hombre grueso y calvo, alguien que regresa de Rusia y se presenta ante el otro como el hermano que desconocía. A partir de entonces, ambos iniciarán el recorrido del laberinto en sentido inverso, en un intento de encontrarse en un pasado que los une y separa a la vez. El acto de volver sobre lo andado supone un purgatorio en el que las sombras del pasado aún atemorizan, un tiempo transcurrido cuyo olor a alcanfor remite a un uniforme militar colgado en el ropero. Un uniforme con condecoraciones y muertos encima. En el laberinto, uno de los hombres que entró viejo se convertirá en niño, pero ahora mirará con ojos emponzoñados de verdad y tiempo, y entenderá lo que no pudieron descifrar sus ojos en el ayer. El viejo-niño encontrará la mirada enloquecida del coronel Abelardo Rico Capo, lo verá caminando con las manos atrás, con pasos lentos sobre ciudades de hombres muertos, lo escuchará hablando con dios, con sus crímenes, con sus demonios, todos sentados en la misma mesa, refugiados en la misma habitación, mientras al fondo escuchará la risa lujuriosa de Griselda, la esposa infiel que juega con muchachos, con soldados, con otros. El viejo-niño entenderá que dios, el coronel y Franco hablan en una misma lengua de truenos y estallidos:

Oía la voz del coronel y me recordaba otra voz lejana en el tiempo, cuando aún no conocía a mis padres. Hasta que llegué a la convicción de que esa voz me había acompañado siempre. La recordé con claridad tras la nebulosa del ruido y de los gritos que sucedieron a mi nacimiento. Fui imaginando quién se ocultaba tras la figura del coronel. Imaginé lo que había hecho. Puse epílogo a sus frases interrumpidas. Cuando excusaba ciertos crímenes porque se habían producido en época de guerra, yo sabía que estaba disculpándose a sí mismo. El asesino era él (pp. 79-80).

Los que no están es una novela escrita detrás de las puertas, con la oreja pegada a esa frontera cerrada, que divide al mundo en adentro y afuera. Fue escrita con el temor en forma de pálpito ante las voces, ante los crímenes, ante el silencio de los que enmudecieron y se convirtieron en tierra, ante los oscuros secretos bajo las condecoraciones de latón. Los que no están se asoma desde la mirilla de las rendijas, ausculta el rencor latente en el corazón del muchacho que creció al lado de un militar católico, apostólico y criminal. Los que no están husmea en la habitación de Eloísa Almendros, noche a noche, mientras el muchacho crece y va armando el cuerpo de la mujer por partes, como pedazos de película que filmará en una escena futura. El amor, como siempre, salvando la vida de la condena y el descreimiento absoluto.

El personaje principal de esta novela es un constructor de laberintos y ciudades imaginadas, recreaciones que hace a partir del mundo real para inventarse un mundo propio. La cartografía inventada le sirve para negar o al menos minimizar la otra. A la ciudad sumergida le opone la ciudad fantástica, un lugar sin monumentos a los caídos ni cementerios, porque su creador dispone que, en ese territorio, los muertos puedan seguir entre los vivos y puedan contar sus cosas, las palabras acalladas por la ciudad sumergida:

No me gustaba la ciudad de fuera, ni la ciudad sumergida. No comprendía a ninguno de sus habitantes. Decidí crear mi propio territorio, un mundo aparte por donde me habría de mover en el futuro. Dediqué el tiempo a trazar calles, plazas y parques. Distribuí la orografía e inventé el lugar donde estaba el mar. Al final, elegí los amigos que iban a vivir conmigo. Hablaba con ellos como hablan los viejos con los ausentes (…) Les llevaba hasta el Pont Neuf, les señalaba la niebla azul del horizonte y les decía: Mirad, aquello es el mar (…) Después, los amigos se desvanecían en el aire y yo regresaba a casa despacio. Me iba integrando lentamente en la inercia de los hábitos domésticos, en la frontera de la cordura, en el mundo cerrado; como el submarinista que también emerge de un mundo invisible y necesita cierto periodo de descompresión (pp. 29-30).

En contraste con esa posibilidad de imaginar otra realidad, el coronel Eugenio Madueño, amigo del coronel Rico Capo, se hace de dos pisos idénticos para habitar sus días. Esta excentricidad da acuse de su complacencia con la realidad arbitrada, en regla con la rígida concepción militar del mundo:

(…) compró dos pisos en el mismo rellano, eran iguales y los amuebló de forma idéntica. Cuando compraba cualquier objeto lo hacía por partida doble. Si hubiera abierto las puertas, de haber pasado alguien por el rellano de la escalera habría creído estar frente a un espejo capaz de reflejarlo todo, excepto las personas (p. 31).

Para construir estos territorios y los seres que lo transitan, Garriga Vela utiliza un lenguaje esmerado, con cierta musicalidad. Un lenguaje que, se nota, ha trabajado lectura tras lectura, en una tarea de carpintero que talla y limpia su pieza una y otra vez. El escritor español trata de no asirse a mucho artificio ornamental más allá del necesario, apuesta por la mesura pero sin dejar de transmitir un cuidado lirismo en su propuesta narrativa. En varios pasajes, sobre todo los que tienen que ver con el discurso amoroso construido a distancia por un niño que creció enamorado de una mujer mayor, se puede apreciar este recurso, que recobra significación al final del laberinto, de vuelta al presente cuando ambos hombres regresan con algunas respuestas, con decisiones tomadas, con el sinsabor a cuestas de una tristeza añeja, de una imposible cercanía:

Entonces me senté en uno de los bancos del parque, al lado de Fernando Vila, que miraba pasar en silencio los coches y las personas. Griselda tenía la cabeza apoyada en sus rodillas y los pies en lo alto del banco, para que circulara mejor la sangre. La sangre que da vueltas siempre a lo mismo y se infecta, se coagula, se derrama y se pierde. El banco de tablas de madera me recordaba las rendijas de la persiana por donde penetraba la claridad que iluminaba el cuerpo de Eloísa Almendros. Un banco en medio del laberinto. Un sitio oculto para descansar en paz, mientras llega el final. Mi hermano se alejaba de la historia que había venido a desvelar (…) La figura de mi hermano se alejaba. Se perdía en la nieve de los recuerdos; era como si yo fuera perdiendo sangre y lo viera todo cada vez más blanco (pp. 197-198).

Motivos como el viaje, la búsqueda de sí mismo y del padre se hacen presentes a lo largo de Los que no están. Sin embargo, siento que hay un cabo suelto: la figura del hermano. Si bien en principio el autor asoma el personaje de un hombre mayor que regresa de Rusia a buscar su historia familiar; más adelante, en el transcurso de la narración, lo deja un poco en el desamparo de lo no nombrado, y vuelve a presentarlo casi al final de la novela para desentrañar los secretos del laberinto. La omisión del viajero, intencional o no, me deja la sensación de querer saber más de él, asumiendo mi derecho de lectora que se adentra en una historia interesante, narrada con soltura. Una historia que quisiera seguir leyendo.

Carolina Lozada

Ilustración: Jean-Michel Basquiat

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A veces los libros se apropian de las vidas de las personas. Invaden sus casas, se reproducen dentro de ellas, no se quedan quietos en las bibliotecas y asaltan, literalmente, habitaciones, pisos, gavetas, mesas y rincones. Los libros se hacen imprescindibles. Un domingo Luis y yo mirábamos cómo a nuestro alrededor se amontonaban con sus páginas, algunos en rumas, otros rompiendo filas, varios estorbando el paso como soldados atrincherados; todos con una presencia latente, casi siniestra. Mientras observábamos cómo ellos iban ocupando buena parte de nuestros espacios, tomando nuestra casa, haciéndola suya, decidimos abrir un blog para hablar de libros. Tal vez, sin saberlo, establecíamos de este modo una tregua entre ellos y nosotros para que nos permitieran seguir habitando, al menos, un rincón de la casa. Hoy hace un año.

Carolina Lozada

Ilustración: Alicia Martín


viernes, 7 de agosto de 2009

La demolición de los días o la búsqueda callejera de lo sagrado y lo mineral

Si bien es cierto como —diría Mallarmé— que un poema está hecho de palabras antes que de ideas, no es menos verdad que aún cuando muchas veces el oficio del poeta se concentre en propiciar el encuentro y la imprevisible asociación de aquéllas, recurrentemente son éstas las que terminan dictando la disposición y a veces el modo de cantar de las palabras sobre la página, pues toda cacería conlleva el riesgo de hacer también del cazador una presa. Sospecho que algunas de las posibles lecturas que habrán de hacerse de Demolición de los días (Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2008) de Alexis Romero, han de ser deudoras de esta compleja trama persecutoria, donde los espacios léxico, fónico, prosódico y semántico forcejean y se sobreponen sin descanso en aras de obtener el mayor dominio posible del texto. Quizás allí subyace una de las mayores dificultades y también uno de los inocultables riesgos asumidos en esta propuesta poética, que ofrece al lector una elaborada exigencia, resultante de un previo compromiso con la conciencia de un arduo y explícito reclamo estético.

Esta lucha, manifiesta en el poema, encarna plenamente el proceso de elección de cada palabra en la poesía de Romero. Ella también guarda relación con la observación de Baudelaire, quien afirmaba que "Para conocer el alma de un poeta hay que buscar en su obra aquellas palabras que aparecen con mayor frecuencia”, pues “La palabra delata cuál es su obsesión". Puestos a revisar la obra poética de Alexis Romero no serían pocas las delatoras de su impulso creador. Entre ellas, detengámonos por ahora en el verbo “demoler”, intentando buscar una puerta de entrada a este libro. Verbo que en su caso configura una obsesión cuya significación connota la acción destructiva de lo falso en aras de la recuperación de lo esencial, de lo verdaderamente fundamental, de una base sólida sobre la cual asentar lo permanente. Así encontramos, por ejemplo, en el poema “reconsideración” de su libro La respuesta de los techos (Caracas: Equinoccio, 2008), los siguientes versos: “quise demoler las obras/ para volver a sentarme / en las piedras de la paciencia”. Idea que se reitera de otros modos, en dos poemas pertenecientes a Demolición de los días. En “notas para viajar en tren”, se afirma: “demuele los muros construidos por la prisa / toca lo poco pero sólido que aún te conforma” y en el poema “astilla”: “cuando demuelo los muros dejados por el tiempo / celebro el vacío para llenarme de ti”. Demoler es así, para Romero, una acción de redención que busca desenmascarar todo lo falso, lo que se conforma en artificio, para habitar de nuevo o por vez primera lo que se sabe cercano a una verdad originaria, de diáfana y sencilla pureza. En esta tarea se fatiga incluso en los ámbitos del lenguaje poético y del transcurrir temporal. Para combatir los fraudes del primero, habla de la “demolición del símil”, para lo segundo, el tiempo codificado que rige la rutina diaria de las ciudades contemporáneas, de la “demolición de los días”, título bajo el cual ha decidido condensar la poética contenida en este conjunto de poemas, pues aquí no se trata simplemente de registrar el suceder temporal, la deriva de los minutos y el paso de la existencia, lo que se desea ante todo es alcanzar la pureza escondida tras los escombros del presente.

No sería, pues, exagerado admitir que estamos ante una poética que se postula demoledora de lo superfluo y que aspira a rescatar, sin falsas nostalgias, la solidez de lo primigenio. El poeta se enfrenta a la ciudad y a su tiempo, amparado por las consejas del espacio familiar, del todo ajeno a las embestidas de la vida de la metrópolis, por eso nos dice: “decidí pensar en la piedra donde nace el orinoco/porque mi madre repite cuánto se aprende/de los lugares del nacimiento” (“pie variable”). Ese río de la infancia nacido de la dureza de la piedra condiciona la percepción del ciudadano, del transeúnte que recoge de las aceras “chapas de refrescos y cervezas” (“pie variable”) al borde de una calle “que no es rostro de río / pero sí cascada de cemento” (“norma de tránsito”). En esta poesía el hablante lírico se desplaza por una ciudad donde sólo se hallan “paredes de graffitis” (“origen de ciudad”). Un espacio donde el sujeto se siente “desprendido de la bondad”, convertido y degradado en “la conclusión inevitable de un diálogo / entre las tuberías de aguas blancas y negras”. Lo curioso, sin embargo, es que tampoco estamos en presencia de una poesía lárica, ansiosa de recrear la vivencia del espacio natal, del lar fundante. Aquí hasta la nostalgia ha quedado condenada, prohibida o como nos dice el hablante poético tapiada “con cemento” por ser “una falsa memoria” (“calambre”), pues “no tenemos chance de recuperar lo que nos borra” y en la calle tan sólo “nos acontecen impulsos asesinos” (“limpiar las calles”). De tal modo, la condena parece irreversible. Si demoler es buscar una verdad primigenia, construir es siempre falsear, corromper. Por eso dice en el poema “origen de ciudad”: “crea destruyendo lo que parece completo / con esta danza que invade de sagrado / aquel muro que nos hablaba distante / de la calle donde cavan y florece el desplome” o con respecto a la propia tentativa poética en “nombrar me enferma” dice: “heme corrompiendo lo que hice / porque no me basta lo que aspiro y respiro / porque nombrar es el oficio que me enferma”. La palabra no es por tanto tampoco refugio. Del mismo modo que se nos habla de la “demolición del símil” se nos alerta sobre la “corrupción de la metáfora” (“pessoa ha muerto de trópico”). Ni siquiera la palabra sagrada basta para alcanzar la verdadera experiencia de lo sagrado, pues de acuerdo a lo que se afirma “no basta con poseer las mejores traducciones de la biblia/el bhaghavad ghita la torá el corán/el popol vuh en este oficio de escupir” (“prólogo a las flores de mango”) y no bastan tampoco “las palabras cargadas sólo de palabras” (“homenaje a la poeta hallada en la bañera”) como mero juego ilusorio o vía de escape ante la crudeza de la realidad. En la ciudad, según nos lo hace saber en un poema intitulado “hospital domingo luciani” la “oración celebra el crimen”, así como también la memoria de los suicidas, que saben que “la muerte /… / es la única costumbre que no cansa” (“homenaje a la poeta hallada en la bañera”), allí se instruye sobre ésta al “chico de apartamento”, al “hijo de ciudad” y se recibe a la “señorita violencia” mientras “el alma se deleita” en “avenidas edificios y plazas” para despedir “a los siervos de la guerra” (“lay”).

“[E]l poeta es una cloaca / en equilibrio”, esto nos dice Romero en el poema “jean cohen y la poética del siglo XXI”, concepción que ratifica en otro texto, intitulado “los puentes de wystan a wzeslaw” donde “los buenos ciudadanos” toman “en cuenta el estado de podredumbre”. Es claro que estamos en un ámbito poético en el que no tienen lugar las concesiones. El lenguaje no aspira a la pureza pues sabe que ésta, si aún pervive, está detrás de las palabras y sus escombros. Por eso pregunta, en otro poema referido a la toponimia urbana caraqueña, llamado significativamente “avenida francisco de miranda”: “qué bastará / para limpiar de crímenes las palabras”. Por eso dice en “plegaria antigua”: “sombra / dame los adjetivos que en ti duermen / para despertar el día / y no repetir la escasez en los edificios / donde lo anónimo saluda a lo anónimo”. Por eso afirma también en “pessoa ha muerto de trópico”: “si algo he hecho es aprender de los homicidios / he tarareado los métodos de las páginas agredidas //la parte dulce de la descomposición / me la enseñaron mis maestras de lengua// siempre fui la primera puerta de las ciudades donde viví”.

La visión de la vivencia urbana y del mundo contemporáneo que recorre los poemas de este libro es sin duda de una crudeza demoledora. Junto al horror de la violencia citadina se suceden escenas referidas a la guerra, a Afganistán y al hambre de los niños africanos. Sin embargo, paradójicamente, a partir de ella lo que se postula realmente es una ética aleccionadora. Una ética tallada en piedra, como si de eso tratara la escritura de cada poema. Una ética mineral, deudora de la rigidez del diamante y del oro, piedras preciosas, también obsesivas en su escritura. Una apuesta que busca salvarse, como nos lo hace saber en el poema “después de leer una encíclica” de “la voluntad del óxido” y “del residuo fiel de la bauxita”. Consciente, en su “anhelo por las ciudades odiadas”, de que “el agradecimiento” le “será prohibido” (“del diario de los árboles”) el hablante lírico convoca a pájaros, poetas, escritores e intelectuales de diversos ámbitos, así como a algunas figuras bíblicas, en tanto destinatarios privilegiados de su prédica y reclamo de salvación. En las páginas de este libro, como en anteriores poemarios de Romero, ellos harán las veces de custodios de lo sagrado. En esta tarea conotos y azulejos se alternan con un amplio catálogo de hombres de letras e ideas, más con el propósito de rendirles tributo que de acudir al dato intertextual. Entre ellos encontramos a Montejo, Cadenas, Pantin, Pessoa, Auden, Gonzalo Rojas, Paul Muldoon, Czeslaw Milosz, Ungaretti, Breton, Costafreda, San Juan de la Cruz, Blanca Varela, Gamoneda, Simone Weil, Paul Auster, John Venn, William James, Jean Cohen o Jürgen Habermas. Lo propio sucederá con algunas figuras de la tradición religiosa judeo cristiana, siempre presentes en una suerte de atmosfera reverencial, donde se conjuga lo profano y lo divino. Así encontraremos al padre que “no llegó a ser cristo”, a la mujer que “ha soñado con ser abraham” o “el monte testigo de las manos de moisés”.

En el último verso del único poema donde aparece la palabra Dios en este libro. La única palabra que admite mayúsculas en él, encontramos una afirmación enigmática, que quizás a la luz de la exploración de algunos de los elementos que hemos venido señalando adquiere plena significación. Romero nos dice que “una calle sin religión no celebra sus minerales”. Allí se conjugan la experiencia citadina, la búsqueda de una verdad espiritual que convoque lo sagrado y el reconocimiento de una materia primigenia y firme, sobre la cual construir o en la cual encontrar lo permanente. De tal modo, de todo esto cabría decir que el verdadero propósito que se esconde tras esta poética, presuntamente demoledora, es uno, más bien, contradictoriamente celebratorio, pues el afán destructivo tiene como único deseo encontrar una verdad más firme y duradera: una verdad de dureza mineral. Una certeza que se erija desde la convicción espiritual, a contramano de la efímera apariencia de los días, que hurgue y resquebraje las rendijas de la vida citadina en procura del reencuentro con la experiencia poética, aquélla originaria de la que nos hablara Octavio Paz o esa última religión mencionada por Wallace Stevens y referida, tantas veces, por nuestro entrañable Eugenio Montejo. Pues quizás, en última instancia, cada poema en este libro no aspira a otra cosa que a ser vía de reencuentro con lo sagrado, a constituirse en salmo o en silenciosa oración.

Arturo Gutiérrez Plaza

Ilustración: André Kertész