domingo, 28 de noviembre de 2010

Vida y Destino, de Vasili Grossman


La historia de la publicación (o, mejor, de la no publicación) de Vida y Destino (Barcelona: Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2007), de Vasili Grossman, es la siguiente: escrita con anterioridad, el autor aprovechó el supuesto deshielo que representó el inicio de la etapa Jrushov para proponerla a publicación. La reacción fue fulminante: la novela fue prohibida, la casa de Grossman registrada, todas las copias, notas y escritos del autor confiscados y éste condenado al ostracismo. Muerto ya Grossman, Sajarov y Vladimir Voinivich consiguieron recuperar una copia, microfilmarla y pasarla a Occidente donde se publicó finalmente por primera vez. Hasta aquí una historia demasiado frecuente en la Unión Soviética.


Dicho esto, hay que precisar algo. Los escritores soviéticos vivían en un estado, deshielo o no, en el que la censura era omnipresente. Incluso en uno en el que la autocensura era la norma, esto implica que Grossman no escribió una obra con total libertad. El escritor soviético (que quisiera publicar, claro está) tenía en consideración a dos receptores últimos: no sólo el público, sino también al comité de censores, en un país en el que todos los medios de publicación estaban estatalizados. De modo que si alguien espera encontrarse con una obra escrita con total libertad, en la que se habla sin ambages de un período de la historia de Rusia, quíteselo de la cabeza.

Vida y Destino es una novela escrita con una autocensura funcionando a plena marcha, presentada a una comisión de censura para aspirar a su publicación, no con espíritu kamikaze, aunque ese fuera el resultado final, en un error de cálculo que fue frecuente. Por tanto, es una obra escrita buscando el compromiso con el marxismo—leninismo y cargando la crítica sobre el estalinismo. La respuesta fue que autocrítica sí, pero renunciar (o denunciar) un período de la marcha del tren de la historia, ni hablar. Por tanto, quien espere una obra totalmente libre, esperará en vano. El retrato no puede ser completo, ni totalmente real. Está mediatizado por el compromiso y la autocensura. Ni siquiera conoceremos el auténtico pensamiento del autor. Dicho esto, y descontado que pueda ser una novela que refleje la realidad por entero, hay que pasar a otro plano, como es el de la novela en sí, aislada de sus circunstancias de publicación y escritura.


Vida y Destino es una novela monumental, de 1.100 páginas, una novela—río que se desarrolla en el punto más inflexivo de la Gran Guerra Patriótica (es decir, la Segunda Guerra Mundial): el asalto alemán a Stalingrado, el punto máximo de retroceso de la Unión Soviética es este conflicto; la resistencia de la ciudad; y la posterior contraofensiva que llevó a la rendición del VI Ejército alemán y, en definitiva, al principio del fin del poderío militar nazi. Pero no es una historia bélica, o sólo una historia bélica. Grossman nos llevará de Stalingrado a los campos de concentración alemanes, a los campos de trabajo soviéticos, a la cárcel de la Lubianka, a la vida en la retaguardia. Todo ello mediante las vidas de sus personajes (y hay que resaltar con rapidez que el libro posee una lista de personajes al final, que resulta de extrema utilidad). En estas historias, Grossman supera todas las expectativas. Sean cuales sean, las vidas de estas gentes, un auténtico cuadro de la sociedad soviética, se convierten en personales, atractivas, amigas para el lector. Nuestro interés se ve arrebatado para sumergirnos en estas vidas, en definitiva modificadas todas por un Destino que las maneja a su antojo, sea éste la guerra, la arbitrariedad de la denuncia o la circunstancia histórica, el pragmatismo de Stalin o la rigidez social soviética.
Hay unas vidas detrás de todo, por muy grande que sea este todo. Y son unas vidas respetables, conmovedoras, que en el fondo quieren ser libres frente a un Destino que, en muchos casos, amenaza con ahogarles.


He leído esta novela en poco más de una semana, lo cual habla del interés que despierta en el lector. Sus personajes, por muy alejados que sean nacional, social e históricamente, se hacen cercanos, y a la vez representativos de una época, sin caer en la conversión en monigotes, en estereotipos, en banderas de tesis. Son seres cuyas circunstancias vitales nos hacen reflexionar sobre muchas cosas, pero esta reflexión es inducida, no forzada en nosotros.


Se han dicho muchas cosas respecto a este libro de Grossman. Las comparaciones suelen ser odiosas. Pretender, como se ha dicho, que es una nueva Guerra y Paz es sólo un recurso crítico, pero es injusto con Vida y Destino, aun cuando haya similitudes temáticas. La novela de Grossman tiene entidad suficiente de por sí, y es una entidad que la acerca a la maestría literaria. Como novela—río, resaltemos que los ríos tienen meandros, remansos, zonas pantanosas incluso, quiere esto decir que hay ritmos diferentes, que dependiendo del lector pueden resultar desiguales en apariencia. Pero en conjunto este libro avanza a toda potencia, en un retrato de los personajes y la sociedad fascinante y fundamentalmente verista. En la que los personajes se interrogan a sí mismos y entonces interrogan al mundo en que viven; el mundo marcha y entonces nos hace interrogarnos por la vida de los personajes que viven en él. Una novela total con todas las cualidades de una obra maestra.

Lluís Salvador

sábado, 20 de noviembre de 2010

Aquellos que siembran abedules

Afirmaba el psicoanalista Carl Gustav Jung, en sus reflexiones en torno a la lucha por emanciparse de la madre, que «El bosque tiene significado materno, como el árbol» (285) y lo vinculaba, en su revisión arquetípica de las imaginaciones primigenias, al árbol prohibido del Jardín del Edén, o al Jardín mismo, a ese árbol totémico que hoy es posible rastrear, como es sabido, hasta los cuentos de hadas y los relatos de infancia. Una extensión viviente, por demás, del concepto de gran madre o de madre tierra. Estas consideraciones, un poco vox populi para los lectores más eruditos, forman parte de la engañosa ingenuidad con que la joven narradora venezolana Enza García Arreaza ha titulado su segunda colección de cuentos: El bosque de los abedules (Caracas: Equinoccio, 2010).

Siete relatos bautizados en clara alusión al nombre de un árbol –y obedeciendo así a las reflexiones planteadas en el tercer cuento: «…cada árbol del mundo tiene un significado y una oruga» (52)– componen esta suerte de torcedura de pescuezo al cuento de hadas, en la que se aborda la narración con tono realista y una vivencia violenta del propio cuerpo y por ende de la propia sexualidad, características heredadas del primer libro de cuentos de la autora, el menos afortunado Cállate poco a poco (Caracas: Monte Ávila, 2008). Hay en este segundo libro de García Arreaza un tono narrativo que llega a ser franca e intencionalmente antipático, engranaje de una antisensualidad puesta en marcha a la vez para erotizar y atraer al lector, y para hacerlo pactar con reflexiones y posturas que a menudo le resultarán incómodas: una versión mordaz y adulta de la moraleja en las historias que damos a leer a nuestros niños.

La observación inicial de Jung sobre los bosques, no obstante, encuentra en estas narraciones un asidero posible: lo femenino, ya no como una diversidad de posturas existenciales –su acostumbrada justificación en una policromía silente–, sino como una vivencia sólida y rotunda por parte de quien intenta una y otra vez hallarse en sus propias metaforizaciones, nombrándose y renombrándose con rabia, se encuentra bajo el cenital de los intereses de García Arreaza, a ratos trayendo a la memoria la cruda feminidad presente en ciertos versos de Lydda Franco Farías: «una mujer es una mujer más sus uñas y sus dientes» (40). Lejos de la exaltación o de la letanía, lo femenino en El bosque de los abedules parece más bien sometido a un estado constante de sitio: ya sea como fuente de vergüenzas y minusvalías, como sucede en “La calle del abeto” o “Los pinos del patio”, o de pecados y deslealtades, como en “El bonsái de Macarena” o “Sauce con pájaros negros”. La existencia armónica de lo femenino parece, así, negada o violentada de antemano, sin que ello implique algún tipo de denuncia patriarcal o de victimismo de género; por el contrario, la narradora parece admitir una guerra ancestral, declarada en algún punto genético y sobrellevada con un cinismo compartido entre vencidas y vencedoras: «No es fácil lidiar con la buena estrella de las amigas» dice, por ejemplo, la voz presente en “El aliento de los cedros”, «una empieza a sopesar con filos oxidados cómo el cielo se repartió las cosas entre nosotras, las mujeres, esta tribu despechada y jamás presa de la domesticación» (89). O igualmente en “El bonsái de Macarena”: «Es relajante, por ejemplo, decir que fulana es una puta y, encima, no perder la oportunidad de subrayar que tú misma no eres de esa calaña» (30).

Esa constante metacognición en torno a las leyes herméticas del mundo femenino ejerce en la narradora un cierto distanciamiento, una lejanía también notoria en las relaciones planteadas con lo familiar, que estriba en trasgresión y ausencias en el caso de lo paterno, y en odio y rivalidades por el lado maternal. La narradora parece dar un paso hacia atrás y romper sus filiaciones “reales”, proponiendo como alternativa una herencia y una tradición “universales”: la alta literatura, las Bellas Artes, la música, o incluso ciertos espacios culturales foráneos: referencias a la cultura rusa, a la cocina árabe o las mitologías nórdicas. Estos pivotes de la Alta Cultura cobran sentido en el laberinto vivencial de la autora al inscribirse en un árbol específico, imitando la vertical entereza y longevidad de sus troncos.

La propuesta narrativa contenida en El bosque de los abedules, así, parece abordar principalmente el extravío vivencial, cuyo eco más claro en la tradición es ese bosque mítico de los cuentos de hadas, pero conservando como única brújula efectiva los significados que considera trascendentales: una visión dostoievskiana, si se quiere, en la que la belleza, si no salvará al mundo, al menos impedirá la desorientación total de la consciencia. «Siempre he sabido que los árboles existen para evitar mis extravíos» (99), dice el personaje del relato que da título al libro, como un navegante que echa mano a sus propias líneas sobre el mapa; y asimismo expresará, más adelante, su temor a lo inevitablemente frágil de las coordenadas culturales en las que deposita su supervivencia: «La belleza es fría y hace daño, como cuando se te congelan las orejas y se te pueden romper para siempre. Esas cosas que entienden bien los exiliados» (114). Al igual que con las migas de pan de Hansel y Gretel –dos personajes también extraviados en el bosque–, los árboles de Enza García Arreaza igualmente se doblegarán ante lo real, ante la vivencia del exilio que no es, a fin de cuentas, otra cosa sino la renuncia a hallar el hogar en la tierra misma que se pisa: «Hay tanto por hacer, Anna (…) antes de irme a vivir a la tierra del padre que nunca conocí (…) Pero lo cierto es que no alcanzo a tener la fuerza para no pensar que una vida debe estar poblada de árboles, al menos la mía» (100).

Quizás la gran conclusión existencial a este dilema del desarraigo sea la pura voluntad de apropiarse, a través de la magia de la escritura, de ese bosque o laberinto ajeno que es el mundo real, y romper así el exilio a través de un destierro aún mayor. Se trata, finalmente, de la literatura puesta al servicio de la construcción de un único hogar posible para quien lo abandona todo: el lenguaje propio, la escritura misma, o como lo bautizó Virginia Woolf en su momento: “una habitación propia”.

Gabriel Payares

Ilustración “L´Arbre de Vie”, Séraphine de Senlis

martes, 9 de noviembre de 2010

Gustavo Valle: ¿Adónde van las ruinas?


Querido Gustavo:

Mientras te escribo, el país desciende metido dentro de un inconmensurable tobogán, en el que vamos todos adentro caóticamente ordenados, de pies o de cabeza directo a un paraíso subterráneo prometido. El descenso me agobia porque el país es, al fin de cuentas, la casa que uno habita, aun cuando este lugar específico que uno llama país, por mera formalidad, no sea más que una maqueta mal diseñada y peor construida. El descenso me agobia, insisto, y por eso trato de asirme a los afectos y a los recovecos literarios para resistir el empuje hacia abajo en la ridícula procesión de los cuerpos contra la pared, los cuerpos contra el piso, los cuerpos contra el futuro. Nos empujan desde la superficie, ahora nuevamente habitada por dinosaurios. En Venezuela los dinosaurios no se extinguieron; es ése el verdadero secreto mejor guardado del Caribe, no nuestras montañas y mares, como rezaban los eslóganes publicitarios de otras épocas (no recuerdo si más felices, pero sí menos fatalistas).

Bajo estas condiciones te escribo, querido, afuera hay mucho ruido. Los dinosaurios pisan fuerte, ya lo sabes, alguna vez escribiste Bajo tierra, y sobre esa experiencia me gustaría que conversáramos, sobre la escritura subterránea. ¿Por qué decidiste explorar el vientre de una ballena descompuesta? ¿Acaso tu necesidad de buscar ciudades imaginarias te llevó a descender desde aquella ciudad superficial, cuya realidad pareciera estar sometida a la exposición de espejos deformantes? Bajo tierra nos indica que todo territorio urbano se hace de capas, lo mismo que las historias personales, y esas capas desvirtúan la quietud de lo que vemos, lo vuelven complejo. Lo imaginario también somos nosotros, entonces: tan frágiles como esos paisajes de edificios y avenidas.

También he leído versos tuyos en los que aparecen pálidas afirmaciones como “No es que mi ciudad haya sido destruida”; el verso en sí es casi una temerosa constatación del desastre, pero elaborado desde una natural negación como primera reacción ante la tragedia. Más adelante, el poema busca los trozos abnegados entre las ruinas de viejos cascotes. Si el optimismo nos dicta la idea de que el cataclismo no ha ocurrido, ¿cómo nos explicamos esa pila de escombros?

Gustavo, a veces me pregunto si en vez de quemar a Roma no hubiera sido preferible quemar a Nerón. La respuesta es bastante obvia, es que la falta de aire me hace escribir disparates, pero insisto: ¿por qué la ciudad parece sometida y sacrificada por un solo hombre, cómo llegamos a este descenso, hasta cuándo Nerón y sus excéntricos musicales? Otras veces me pregunto si acaso no somos internos de un psiquiátrico, cuya dirección está bajo la égida del doctor Caligari. No sé, no lo sé, pero de lo que sí estoy segura es de que al término de este viaje subterráneo, que además es diacrónico (boletos directos a siglos pasados), no saldremos a ningún país de las maravillas. Tal vez saldremos más adelante a la superficie, como lo hace Sebastián C. en Bajo tierra por la fuerza del agua, y miremos incrédulos y perturbados los destrozos causados por las pisadas de los dinosaurios, ojalá ya extintos. Es probable que ocurra (confío también pálidamente). Mientras tanto, Gustavo, al avanzar observamos, siempre, los cascotes que avanzan con nosotros. Por eso te pregunto, con otro de tus versos: ¿adónde van las ruinas?

Carolina

***

Querida Carolina:

Antes que nada, disculpa la demora de mi respuesta. Últimamente sufro de jaquecas impiadosas que retrasan mis asuntos a niveles indeseables y me obligan a elaborar justificaciones bastante bochornosas. Las jaquecas me atacan sobre todo en las tardes, antes de la merienda (que nunca tomo), lo que interpreto como un problema vinculado a la glucosa, o en todo caso a mis años, que sin ser muchos no escasean ni faltan, y siendo pocos muchas veces se exceden. Claro que mis peores demoras no tienen que ver con mis hábitos epistolares, sino con otros asuntos, por ejemplo, el oportuno pago de la tarjeta de crédito, la cuenta de la luz eléctrica y el seguro médico, lo que trae como consecuencia que me endeude, me apague o me enferme, tres trastornos que se repiten con cierta frecuencia y de manera cíclica. Con esto no pretendo escamotear mi compromiso con tu amable carta, pero como me he criado en un país (Venezuela, para más señas) donde el servicio de correo postal es una de nuestras mejores ficciones, y como me dedico precisamente a cultivar ficciones, o cuando menos imaginarlas, ocurre que terminé adquiriendo, con el paso de los años y por aquello que llaman desviación profesional, ciertos hábitos reprochables. Además, la vida a orillas del Río de la Plata (lugar de mi domicilio actual, como bien sabes) obliga a mecanismos de sobrevivencia que aún desconozco del todo. En la búsqueda y afinamiento de esos mecanismos se me va buena parte de mis esfuerzos. Quizás allí se encuentre también el motivo de mis jaquecas, aunque la verdad lo ignoro. Pero en fin, ya me estoy justificando, así que basta, no quiero aburrirte con mis cuitas, no vaya a ser que te arrepientas de haberme escrito. Pasemos, sin más preámbulos, al siguiente renglón.

Me hablas de un tema de actualidad: los dinosaurios. Es un tema apasionante. En lo personal, cuando supe que mi ciudad, Caracas, había sido poblada por mastodontes, mi mirada hacia ella cambió. Enterarme de que fue un enorme campo de hielo durante la época de las glaciaciones, me hizo un fantástico click. Quizás he visto mucho Discovery Channel, es cierto, pero eso posibilitó una suerte de arqueología imaginaria, completamente antojadiza, sin duda, y a partir de entonces, junto con otras arqueologías no menos arbitrarias, nació Bajo tierra. De modo que uno hace lo que puede, según reza el dicho, y aunque en mi novela no hay tiranosaurios ni mastodontes, la verdad es que podrían haber estado allí, pues, como bien dices, los dinosaurios en Venezuela no se han extinguido. A mi juicio, sólo dejaron de ser gigantescos animales prehistóricos para convertirse en gigantescos hábitos mentales. Lo dinosáurico es simplemente una manera de mirar la realidad. También una enfermedad nacional, la dinosauriasis, y hasta un problema endémico que nuestros doctores Caligari no han podido combatir.

Durante años tuvimos a nuestro eminente Dr. Caligari, archiconocido médico psiquiatra que fue rector universitario y candidato a la presidencia y que ahora está tras las rejas por homicidio calificado. Haciendo un juego parecido al que hizo Philip Roth en su novela La conjura de América, creo que los venezolanos nos merecemos una ucronía que recree el hipotético triunfo del Dr. Edmundo Chirinos en aquel remoto 1988. Tener a semejante especialista de la siquiatra rigiendo los destinos de la nación; pensar en nuestro propio y vernáculo doctor chiflado despachando en Miraflores. Y por supuesto toda una población sometida a tratamientos de cura de sueño, sedaciones multitudinarias, lobotomías masivas o poderosos electro-shocks alimentados con megavatios provenientes de la Central Hidroeléctrica de Guri. Este tipo de relato, Carolina, nos hace falta.

Es que estamos rodeados. En el presente y en el pasado, en circunstancias reales o hipotéticas, sincrónicas o ucrónicas. Temo incluso la llegada de nuevos seres prehistóricos, mastodontes de nueva raza en un futuro no muy lejano. Para sobrevivir a este formidable parque temático habría que acudir a Harrison Ford y Steven Spielberg. Pero sólo contamos con Román Chalbaud. Yo estoy bastante lejos, a unos cuantos miles de kilómetros de distancia, en la tierra de los gliptodontes, pensando en nuestros mastodontes. Quizás por eso escribí Bajo tierra, como una manera de acercarme, por debajo, a lo que no podía hacer por arriba. Porque siempre he creído que el acertijo venezolano es, y por numerosas razones, un acertijo subterráneo.

Me preguntas a dónde van las ruinas. Es curioso, pero toda mi vida pensé que éramos un país de olvidadizos. Nos reclamábamos constantemente nuestra amnesia, ¿recuerdas? ¡Qué equivocados estábamos! Hoy Venezuela es el laboratorio mundial del pretérito (imperfecto). No hay nada que se venere más que el pasado (glorioso). Nos hemos convertido en ciudadanos de la nostalgia, en recordadores profesionales. Con tanta energía puesta en la reminiscencia y las efemérides ahora somos un pueblo de melancólicos y abatidos, pesimistas y hasta iracundos, cuando antes sólo éramos convenientemente escépticos o indolentes. Pues bien, para responder a tu pregunta, creo que las ruinas están con nosotros, nos acompañan, nos vigilan, nos rodean, y con frecuencia nos aplastan, igual que los dinosaurios redivivos.

Y ante la presencia de tantos fósiles reales y mentales, ante la fervorosa adoración de nuestras más preclaras reliquias yo me pregunto: ¿por qué no traer todo aquello de vuelta y con vida en vez de seguir rememorándolo? O en otras palabras: ¿por qué exhumar a nuestros héroes en vez de clonarlos? Creo que pudimos haber hecho mejor las cosas. Clonar a Zamora, por ejemplo, y asignarle un presupuesto. Clonar a Negro Primero y ponerlo al frente de una misión. O mejor: clonar a Bolívar junto con Manuelita y revivir esa tórrida historia de amor con guerra independentista al fondo. Claro, la Organización Mundial de la Salud se hubiese llevado las manos a la cabeza, o cuando menos hubiese impuesto una serie de trabas, obstáculos y requisitos imposibles de cumplir. Previendo esto, el alto gobierno prefirió la exhumación como vía expedita para el reencuentro. Pero a pesar de lo espectacular del episodio, a pesar de la inquietante puesta en escena, pienso que a todo eso le faltó narrativa, Carolina. Quiero decir, faltó inscribir aquella apoteosis en un relato eficaz. Sé que no hay que darle ideas a quienes les sobran, pero en mi humilde opinión hubiese sido preferible olvidarnos de los huesos y componer un producto cultural, por ejemplo, una telenovela, un teledrama decoroso, catódico y entretenido. ¿Qué mejor manera, digo yo, de subir el rating político? No hablo de un largometraje sino de una telenovela, insisto—por aquello de mayor tiempo en pantalla—, una historia de amor con guerra independentista al fondo. ¡Qué maravilla! Una ficción de lo real con máquina del tiempo incluida, que reconciliaría al gobierno con el público televidente harto de cadenas ciclópeas y hojillas sangrantes. Un Regreso al futuro en versión Quinta República. Una simple y pedestre, pero ante todo nuestra, telenovela histórica. ¿Dónde están los guionistas, Carolina?

Te confieso que en un momento dado tuve la certeza de que el país desaparecería de la faz de la tierra. Pensé que de un momento a otro sería abducido por invasores extraterrestres o absorbido por un conjunto de repúblicas de signo desconocido. Por suerte esa espeluznante idea paranoica ha dado paso a otras que podrían ser suscritas por Ray Bradbury, pero que por lo pronto no voy a referir, sobre todo porque muchos ya lo han hecho y bastante bien. Al margen de esto, lo que en realidad quería decirte, y con esto termino, es que ahora, hoy en día (no sé mañana) soy optimista. Creo que sacaremos la cabeza como aquel perro semihundido del cuadro de Goya. Creo que sobreviviremos a tanta prehistoria y a tanto desconcierto. Tengo fe en ello. No sé todavía de qué forma, pero sobreviviremos. No sé todavía porque tengo fe en ello.

Pero en fin. Dejemos esto hasta aquí y sigamos cultivando nuestro huerto. Salúdame a los amigos comunes y muchas gracias por escribirme. Si sabes de algún producto de última generación (o alguna planta milagrosa de los Andes) que combata eficazmente la jaqueca, por favor avísame. Quizás así no tarde tanto en responder tus cartas y evite fabricar justificaciones bochornosas.

Va un fuerte abrazo,

Gustavo

Ilustración: “Barrio”, Xul Solar