domingo, 1 de agosto de 2010

El jardín de los pasillos que se bifurcan


Me he convertido en un prestidigitador
de épocas. Tengo en mis manos esa fracción
de segundo. Ignoro qué vino antes, qué vino después.

Mario Morenza
Pasillos de mi memoria ajena


Hay quien piensa que no se escribe nada que no verse sobre el autor mismo. Sin importar el género escogido, las temáticas predilectas o las marcas inconfundibles del estilo, todo acto de escritura contiene una batalla individual por descifrar los propios laberintos, por hacer de la tinta en el papel un hilo de Ariadna personalísimo, a la vez escape y minotauro. Esta imagen laberíntica, préstamo un tanto cliché de la mitología griega, acompaña la presente lectura de Pasillos de mi memoria ajena (Caracas: Monte Ávila Editores, 2007), primera publicación del joven Mario Morenza, y sirve de punto de partida para ciertas reflexiones que parecen a flor de piel en la obra.

Habría que comenzar diciendo lo obvio: Morenza parece estar consciente del laberinto que nos ofrece, de su propuesta de escritura compleja y riesgosa, a la que cataloga a ratos como diario, a ratos como novela, pero que estructura como un compendio de relatos, o quizás incluso como un collage personal: una suerte de frankenstein escrito a partir de los retazos textuales que pudo hallar dispersos en cuadernos y libretas. Como todo laberinto, el de Morenza tiende a la dispersión, sin duda imitando las cabriolas caprichosas de la memoria, que salta de un recuerdo a otros sin aparente rumbo fijo y coherente; y a la vez somete al propio lenguaje que lo construye a una cadena de mutaciones, de alteraciones del registro y de aparentes entradas y salidas del terreno de la ficción, como si el texto intentase desestabilizarse a sí mismo y devenir algo nuevo, algo cuyas formas exigen, como primer paso, la demolición de toda trayectoria lineal. Los pasillos de Morenza, presentes desde el título mismo de la obra, son las vías de entrada y de escape a ese caos personal que se suele llamar memoria, son una direccionalidad posible en medio del extravío: la familia, los amigos, la propia personalidad, la Escuela de Letras de la UCV, la escritura misma del libro que se lee; Morenza se utiliza a sí mismo abiertamente como materia prima, en lo que podría considerarse un gesto narciso del autor, cuya obra le erige un sitial dorado en su propio mundo, o también como un arrebato sacrificial: el autor ofrenda su propia vida como holocausto para la ficción.

De esta manera, los pasillos de la obra conducen una y otra vez al autor: son tal vez un intento por proveerse de un orden a sí mismo, por crear un plano del laberinto en el que vive, con la esperanza de guiarse hacia la salida. Es por ello que las fotografías, gráficos y dibujos que ilustran diversas secciones a lo largo del libro, resultan una serie de elementos de acompañamiento íntimo, que contribuyen con el propósito de retratar al propio Morenza, de la misma manera en que lo harían los dibujos libres de un niño en un block de hojas blancas; pero a la vez constituyen elementos de sentido coleccionables, dispersos en el laberinto como si un álbum familiar subyaciera al relato. Y es que en el fondo existe un gesto curatorial en este despliegue de fuerzas personales, y el mismo Morenza lo acota en el texto que hace las veces de introducción, “Yo puedo hablar”: «Quiero proteger mi memoria del mundo para que no siga siendo, en este momento sublime, igual o más ajena de lo que ya ha sido. A mí nadie me interrumpirá mientras hablo conmigo mismo» (6).

Esta abrumadora introspección entraña un riesgo similar al del diario íntimo o la confesión: el autor debe elegir entre los múltiples escenarios –pasillos– de su vida qué relatar y qué callar, y en qué secuencia específica contar lo escogido. Se corre el peligro, claro está, de otorgar a las anécdotas más superfluas un falso aire de trascendencia, o de traicionar la vida –como si esto último le importara mucho al lector– y atribuirse a sí mismo una memoria convenida, tramposa y convincente. Pero, ¿acaso no es eso justamente lo que se hace al escribir? ¿No es siempre un engaño la voz del narrador, que rememora eventos a los que nunca asistió ni asistirá?

En todo caso, Morenza asume dicho riesgo y se permite el extravío en esta nueva memoria suya, una memoria que le es al mismo tiempo propia y ajena. He allí lo que probablemente llame más la atención de este libro, y ofrezca un cierto consuelo al lector que se enfrenta a las 270 páginas de un texto a caballo entre varios géneros y que a ratos puede desalentar la lectura, con sus close-ups demasiado prolongados: la atrevida versatilidad del conjunto, que permite en muchos casos tomar sus fragmentos por separado como en una especie de mosaico o de mecano. “Vitrum” y “Demonios en el backyard”, de hecho, dos de los mejores relatos del conjunto, son textos que pueden apreciarse por separado, y cuya inclusión en Pasillos de mi memoria ajena aporta, más que sentidos y pistas o alineaciones, una serie de enigmas y de interrogantes cuya respuesta hemos de buscar en los cuadros posteriores, tomados de la vida del propio autor. Un juego de desdoblamientos que culminará con el diálogo entre un Mario 8236 y un Mario 8237, versiones, tal vez, de recorridos clónicos a través del laberinto de una memoria que ahora es ajena.

Uno podría, finalmente, decir que Morenza apuesta por hacer de la vida el relato, o por borrar lo más posible la frontera entre ambos; rasgos de valentía y de cierta soberbia escritural que sin duda sorprende hallar en un escritor joven, y más aún si se trata de su ópera prima.

Gabriel Payares

Ilustración: “Relativity”, Escher