Una antología de los relatos de Fabio Morábito describe, justamente, los procedimientos de los relatos de Fabio Morábito. Más que reducción, mise en abîme, el compendio Nadie roba los columpios (Caracas: bid & co. editor, 2007) pone en evidencia ese pleonasmo. Allí se entrecruzan impulsos, escamoteos y deliberaciones, en una estructura que sirve a la vez de cosmogonía y continuación: el espesor de esas páginas oscura y simultáneamente reproduce el origen de cada narración y el adelanto de una parte del argumento en desmedro de otras. Lo que ocurra fuera o antes del texto contiene la potencia del mito y la lógica de las conjeturas. Enumerar en una conversación los otros libros de Morábito equivale a una mera superstición bibliográfica; asimismo, precisar en sus cuentos el estado del mundo, los actos causales, la tarea de muchos personajes, la topografía del ambiente, los antecedentes biográficos y las duraderas consecuencias de los gestos, supone admitir la incertidumbre de la certidumbre.
En el primer cuento de esta colección, “El huidor”, sabemos del personaje que está en constante fuga. Su entusiasmo está puesto en derrotar cualquier estancamiento o quietud: la gente lo ve por las calles, en carrera, también saltando entre los edificios, trepado a los balcones, haciendo equilibrio en los salientes. Sus acciones parecen convertir el paisaje de esa ciudad, innombrada, en una selva, al tiempo que refuerzan su carácter urbano: “Cada huida suya, que evidenciaba lo caduco y torpe de lo que tocaba, también certificaba su consistencia, y su asombroso talento para no detenerse hacía que la ciudad se viera más holgada e igualitaria” (15). El ecosistema en que el huidor se halla tiene una historia acumulada, que apenas podemos deducir a partir de la erosión y la roña, y una fundación incipiente. Él, por su lado, se mueve con la sola conciencia del puro movimiento. No contamos con la menor indicación de un motivo; en algún momento, el narrador llega a informar que el personaje “huía de sí mismo, de su pasado” (17), pero esa noticia es vaga y meramente presumible: en verdad carecemos de datos concretos que apunten a una crisis familiar, a un crimen, a alguna extravagante olimpiada. Lo que pueda existir más allá de esa presente fijación queda velado, y eso vuelve la fiebre una entelequia.
No mucho más llegamos a conocer del oficinista de “Mi padre”. La frase inicial es elocuente: “Nunca supe bien cuál era exactamente el empleo de mi padre” (25). Lo que importa, en su caso, es el aburrimiento casi profesional, no los pormenores de los cubículos ni sus obligaciones. El tedio justifica las caminatas que habrá de dar con el niño y su constitución en enseñanza. De nuevo, el paisaje de la ciudad es observado como un texto materialista de Ponge. Su metáfora central es la alcantarilla—el punto en que toda ciudad se multiplica, se desconcentra, se esponja, se desvía. La idea de esa ampliación del escenario es, esencialmente, hermenéutica: el hijo que acompaña al paseante debe aprender a reconocer el aspecto clandestino de los objetos. Se trata de un aspecto de la visión y la lectura fundado en el reconocimiento de las líneas de fuga, el acatamiento de lo que es a un mismo tiempo una presencia y su disolución. A la complejidad de ese espacio y sus repercusiones Morábito la llama “trasfondo”.
Ese concepto explica el modo en que todo paseo es realmente una excursión: “Nunca me reprendió ni me echó discursos. Me agarraba de la mano y no perdía la oportunidad de indicarme el trasfondo y las partes ocultas de cada cosa que hallábamos en el camino” (25). La atención precisa es la que hace la diferencia entre vistazo y escrutinio, lo que permite registrar “el estrato más humilde y precario” de todo (27). En el trasfondo se conjugan las variadas modalidades de lo real, sus escorias y sus advenimientos, como en un sumidero, como lo adivinaron el huidor y el caminante. Es, en fin, un territorio de confusiones sin final, cuyo propósito es dejar “un amplio resquicio para la duda y lo inefable” (16). Tal abismo puede ser igualmente verbal, como en “La cigala”. En ese cuento, la búsqueda de una definición muestra las interminables espirales del lenguaje, el vértigo de una palabra en perpetua metamorfosis. Esa ductilidad prácticamente desmiente cualquier idea de la motivación de los signos lingüísticos. No hay significado allí que no remita a algún otro, igualmente inescrutable y resbaloso. De forma especular, o tal vez redundante, una enunciación es entonces una enunciación. La cigala es una propagación de acepciones, lo mismo que una alcantarilla es un tejido de túneles y fosos—una ciudad en constante explosión.
Como modelo de escritura, la antología de Morábito tiene, pues, la marca de lo posible, que se mueve con digresiones y con trazos de curvas. En el conjunto pueden entrar los escapes de lo doméstico, como en “Las llaves”, o los virajes de lectura y estilo que en “Los Vetriccioli” sufre toda traducción. Otros relatos insisten en la sobrada pertinencia de la fuga: leemos en “La selva se achica” el reporte del deambular de varias tribus, que tratan de alejarse de una línea de luz que los cerca y va angostando su mundo. Parece evidente que, aquí, Morábito reelabora el asunto de los profusos laberintos y la proliferación de los misterios y los significados. La misión es clara: “Teníamos, pues, que llegar ahí donde nuestro mundo se dilataba de nuevo” (104). Lo que esa región representa no es otra cosa que una nueva materialización del trasfondo, con toda su falta de duras convicciones. Siquiera suponer una certeza puede llevar a un personaje al error. Es lo que llegamos a comprobar en “Huellas”, en el que fácilmente un personaje pasa de investigador a sospechoso: aunque sabe que las pisadas en la arena no expresan “nada verdaderamente decisivo acerca de su dueño” (78), el hombre se empeña en seguir interpretándolas como si fueran una señal sin borrones. De pronto, los turistas que él pretende salvar terminan por correr para escapar de lo que vean, quizá, como un asedio. El oficio de experto se mezcla en el relato con el del criminal.
Lo que haya podido quedar fuera de Nadie se roba los columpios existe sólo como posibilidad. El editor pudo haber escogido, por ejemplo, “El turista”—un texto magnífico de La lenta furia (1989). Sin embargo, cualquier ausencia sólo apunta al modo en que Morábito asume la literatura: como una vindicación del margen y su universo de objetos en desuso. Lo que se omite y lo que se reproduce son lo mismo, “en diferentes grados de concreción” (27). En resumen, las páginas de este volumen son también el asomo de lo que no se lee pero sí puede hallarse.
Luis Moreno Villamediana
Ilustración: “Back Alley”, Anne Hart
En el primer cuento de esta colección, “El huidor”, sabemos del personaje que está en constante fuga. Su entusiasmo está puesto en derrotar cualquier estancamiento o quietud: la gente lo ve por las calles, en carrera, también saltando entre los edificios, trepado a los balcones, haciendo equilibrio en los salientes. Sus acciones parecen convertir el paisaje de esa ciudad, innombrada, en una selva, al tiempo que refuerzan su carácter urbano: “Cada huida suya, que evidenciaba lo caduco y torpe de lo que tocaba, también certificaba su consistencia, y su asombroso talento para no detenerse hacía que la ciudad se viera más holgada e igualitaria” (15). El ecosistema en que el huidor se halla tiene una historia acumulada, que apenas podemos deducir a partir de la erosión y la roña, y una fundación incipiente. Él, por su lado, se mueve con la sola conciencia del puro movimiento. No contamos con la menor indicación de un motivo; en algún momento, el narrador llega a informar que el personaje “huía de sí mismo, de su pasado” (17), pero esa noticia es vaga y meramente presumible: en verdad carecemos de datos concretos que apunten a una crisis familiar, a un crimen, a alguna extravagante olimpiada. Lo que pueda existir más allá de esa presente fijación queda velado, y eso vuelve la fiebre una entelequia.
No mucho más llegamos a conocer del oficinista de “Mi padre”. La frase inicial es elocuente: “Nunca supe bien cuál era exactamente el empleo de mi padre” (25). Lo que importa, en su caso, es el aburrimiento casi profesional, no los pormenores de los cubículos ni sus obligaciones. El tedio justifica las caminatas que habrá de dar con el niño y su constitución en enseñanza. De nuevo, el paisaje de la ciudad es observado como un texto materialista de Ponge. Su metáfora central es la alcantarilla—el punto en que toda ciudad se multiplica, se desconcentra, se esponja, se desvía. La idea de esa ampliación del escenario es, esencialmente, hermenéutica: el hijo que acompaña al paseante debe aprender a reconocer el aspecto clandestino de los objetos. Se trata de un aspecto de la visión y la lectura fundado en el reconocimiento de las líneas de fuga, el acatamiento de lo que es a un mismo tiempo una presencia y su disolución. A la complejidad de ese espacio y sus repercusiones Morábito la llama “trasfondo”.
Ese concepto explica el modo en que todo paseo es realmente una excursión: “Nunca me reprendió ni me echó discursos. Me agarraba de la mano y no perdía la oportunidad de indicarme el trasfondo y las partes ocultas de cada cosa que hallábamos en el camino” (25). La atención precisa es la que hace la diferencia entre vistazo y escrutinio, lo que permite registrar “el estrato más humilde y precario” de todo (27). En el trasfondo se conjugan las variadas modalidades de lo real, sus escorias y sus advenimientos, como en un sumidero, como lo adivinaron el huidor y el caminante. Es, en fin, un territorio de confusiones sin final, cuyo propósito es dejar “un amplio resquicio para la duda y lo inefable” (16). Tal abismo puede ser igualmente verbal, como en “La cigala”. En ese cuento, la búsqueda de una definición muestra las interminables espirales del lenguaje, el vértigo de una palabra en perpetua metamorfosis. Esa ductilidad prácticamente desmiente cualquier idea de la motivación de los signos lingüísticos. No hay significado allí que no remita a algún otro, igualmente inescrutable y resbaloso. De forma especular, o tal vez redundante, una enunciación es entonces una enunciación. La cigala es una propagación de acepciones, lo mismo que una alcantarilla es un tejido de túneles y fosos—una ciudad en constante explosión.
Como modelo de escritura, la antología de Morábito tiene, pues, la marca de lo posible, que se mueve con digresiones y con trazos de curvas. En el conjunto pueden entrar los escapes de lo doméstico, como en “Las llaves”, o los virajes de lectura y estilo que en “Los Vetriccioli” sufre toda traducción. Otros relatos insisten en la sobrada pertinencia de la fuga: leemos en “La selva se achica” el reporte del deambular de varias tribus, que tratan de alejarse de una línea de luz que los cerca y va angostando su mundo. Parece evidente que, aquí, Morábito reelabora el asunto de los profusos laberintos y la proliferación de los misterios y los significados. La misión es clara: “Teníamos, pues, que llegar ahí donde nuestro mundo se dilataba de nuevo” (104). Lo que esa región representa no es otra cosa que una nueva materialización del trasfondo, con toda su falta de duras convicciones. Siquiera suponer una certeza puede llevar a un personaje al error. Es lo que llegamos a comprobar en “Huellas”, en el que fácilmente un personaje pasa de investigador a sospechoso: aunque sabe que las pisadas en la arena no expresan “nada verdaderamente decisivo acerca de su dueño” (78), el hombre se empeña en seguir interpretándolas como si fueran una señal sin borrones. De pronto, los turistas que él pretende salvar terminan por correr para escapar de lo que vean, quizá, como un asedio. El oficio de experto se mezcla en el relato con el del criminal.
Lo que haya podido quedar fuera de Nadie se roba los columpios existe sólo como posibilidad. El editor pudo haber escogido, por ejemplo, “El turista”—un texto magnífico de La lenta furia (1989). Sin embargo, cualquier ausencia sólo apunta al modo en que Morábito asume la literatura: como una vindicación del margen y su universo de objetos en desuso. Lo que se omite y lo que se reproduce son lo mismo, “en diferentes grados de concreción” (27). En resumen, las páginas de este volumen son también el asomo de lo que no se lee pero sí puede hallarse.
Luis Moreno Villamediana
Ilustración: “Back Alley”, Anne Hart
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