viernes, 27 de noviembre de 2009

Flores para Lucian Blaga


Héctor Seijas viajó a Rumania con un encargo, él debía llevarle flores a la tumba del poeta Lucian Blaga; las flores iban de parte de Eugenio Montejo. Una vez en Transilvania, específicamente en el pueblo de Lancram, se acercó a una casa con jardín y niños jugando. La madre de los niños, una típica rumana con pañoleta en la cabeza, le concedió unas flores de su jardín, a cambio el extranjero les dio unas monedas a los niños, y fue a cumplir su encargo. Este episodio es parte de lo contado por Héctor Seijas, en esa especie de prólogo que antecede la breve muestra de poesía rumana del libro Siete poetas rumanos (Caracas: El perro y la rana, 2008), que contiene algunos textos de Tudor Arghezi, George Bacovia, Ion Barbu, Tristan Tzara, Nichita Stănescu, Marin Sorescu y, obviamente, Lucian Blaga.

Rumania parece ser el lugar donde se escucha el silencio, mis sospechas surgen a partir de la insistencia de escritores como Blaga, que reflexiona y se detiene sobre él en varios de sus poemas y aforismos: “… el silencio siempre está presente en la poesía, así como la muerte en todo momento está presente en la vida” (p. 40). Y bajo el nombre de “Silencio” titula a uno de sus poemas, parte de cuyos versos extraigo a continuación:

Tanto silencio hay conmigo

que creo escuchar

cómo se estrellan los rayos de la luna

en la ventana (p.28).

El silencio es para Blaga el presentimiento de la muerte. Esa que puede ser cobijada por un ataúd hecho de “Roble”:

(…) gotas de silencio

y no de sangre

corren por mis venas.

¿Por qué me domina

roble

al final del bosque,

con frágiles alas tanta paz,

cuando permanezco en tu sombra

y me acarician tus vibrantes hojas?

¿Quién sabe? Tal vez

con tu tronco han de tallar

muy pronto mi ataúd.

Quizás el silencio que me aguarda

sea el mismo que ahora siento (p.30).

Junto al silencio está la muerte, como siempre a la diestra de todo. Para el escritor George Bacovia, la sombra mortuoria habita la ciudad:

Multitudes de muertos en la ciudad, (…)

los vivos caminan y también se pudren,

con el luto sudoroso del calor;

El olor de los cadáveres persiste,

Hoy tu pecho no es tan terso (…)

Muchos muertos en la ciudad

lentamente se pudren (“Horno”, p.15).

Ante la guerra y el fin, Tristan Tzara acude a la madre, con el temor de quien huye, en su “Canto de guerra”:

Madre

la sequía me marchitó

la hierba del alma

y tengo miedo (p. 66).

Y en su huida deja atrás los espantapájaros que sembró en el campo y ve cómo el

Viejo chopo crecido

al borde de la trinchera

abre los vientres, las entrañas

rubia es la hija del posadero de Hirsoveni

¿Cuántas horas nos quedan? (p.67).

La huida se transforma en espantosa tormenta, donde la muerte es cubierta por la blancura del invierno:

(…) pisamos los cadáveres abandonados en la nieve

abrimos las ventanas de la oscuridad ahogada

por los valles se absolvieron como ventosas a los enemigos

y les dieron muerte hasta la más azul lejanía.

El frío: quebranta los huesos, como la carne

Nosotros dejamos que llore el corazón (“La tempestad y la canción del desertor”, p.73).

En este libro, además del silencio y la muerte, el agua irrumpe como elemento dominante, que hunde al mismo tiempo que regenera. Y para decirlo con los versos de Ion Barbu “deshace un alma en otro sitio” (“Arca”, p.56). Tristan Tzara ilustra la fuerza del agua, el bramido de la tormenta en su “Canto de guerra”:

En el campamento

se abatió la furia de las nubes

y arrastró los cadáveres hasta el río

creció el pudor de las aguas como la fuga de los pueblos

azotó nuestras nostalgias

y las molió como trigo (p.67).

En esta breve selección de poesía rumana no todo es silencio y muerte lluviosa y fría, existen excepciones como Nichita Stănescu y Marin Sorescu, ambos contemporáneos, nacidos en los años 30, cuyos poemas cargados de ritmo lúdico, sobre todo los del primero, y de humor negro, especialmente los del segundo, logran darle a la selección un aire de frescura. En “Quinta elegía”, Stănescu juega con un tribunal regentado por frutas, sombras, hojas y granos:

Nunca me repugnaron las manzanas

que son manzanas, por las hojas que son hojas,

por la sombra que es sombra, por los pájaros que son pájaros.

Pero las manzanas, las hojas, los pájaros, las sombras

se ofendieron conmigo para siempre.

Heme aquí llevado al tribunal de las hojas,

al tribunal de las sombras, de las manzanas, de los pájaros.

Tribunales redondos, tribunales aéreos,

tribunales frágiles, frescos.

Heme aquí condenado por no saber,

por el hastío, por la inquietud,

por no moverme.

Sentencias escritas en la lengua de los granos.

Actas de acusación selladas

con entrañas de pájaros,

fresca penitencia gris por mí decidida (p.85).

Mientras que Marin Sorescu sin abandonar la muerte, pero dándole un giro humorístico y absurdo, inventa un suicidio entre amigos, en su delirante poema “Amigos”:

Vamos a suicidarnos, les digo a mis amigos,

hoy nos hemos comunicado muy bien,

estuvimos tan tristes,

esta perfección en común

no la lograremos de nuevo

y es una pena que perdamos este momento.

Creo que la bañera es la forma más trágica,

hagamos como los notables romanos

que se cortaban las venas, discutiendo sobre la esencia del amor.

Fíjate, herví agua.

Comencemos, queridos amigos, yo cuento: uno, dos, tres (…)

(…) El infierno fue difícil para mí, se los aseguro,

sobre todo al principio, saben, estaba solo,

no había nadie con quien intercambiar unas palabras,

pero poco a poco me integré,

hice algunos amigos.

Un círculo extraordinariamente unido,

discutíamos toda clase de asuntos teóricos.

Nos sentíamos maravillosamente,

incluso llegamos al suicidio (p.99-100).

Héctor Seijas cumplió con el noble encargo, le llevó las flores a la tumba del poeta. A cambio, la mítica tierra rumana metió poemas en sus bolsillos, buena parte de ellos deudores de la canción popular. Tal vez lo hizo como agradecimiento, quizás como un guiño de ojo para que su poesía viajara con él hasta esta tierra tan lejana, con una lengua tan ajena a la suya. Ahora Seijas tenía un nuevo encargo: cogió los poemas y los tradujo, hecho que se agradece. Mientras lo hacía recordaba el pañuelo sobre la cabeza de la señora rumana y los rituales fúnebres de la vieja Transilvania.

Carolina Lozada

Ilustración: “Sfetnicul noptii”, Felix Aftene

lunes, 23 de noviembre de 2009

Baroni: un viaje o la difícil sencillez reveladora

Desde el mismo título Baroni: un viaje (Buenos Aires: Alfaguara, 2007), este libro de Sergio Chejfec, nos señala e invita a transitar junto al narrador un recorrido por una superficie que finalmente hallaremos metaforizada en una pequeña hoja de papel de estraza, arrugada por el puño de una mano. Y, en efecto, si bien allí tiene lugar el curso imaginario de ese viaje, la carga simbólica de ese papel sin lisuras (que al final nos recordará el material de las máscaras pintadas por Reverón o la orografía trujillana) nos lleva a seguir los pasos de un discurso de incierta movilidad que se desplaza entre los pliegues de una geografía múltiple tanto en lo físico, como en lo anímico e intelectual.

A partir de la descriptiva reflexión que motiva la figura de José Gregorio Hernández, hecha sobre una talla de madera por la artista trujillana Rafaela Baroni, Chejfec va construyendo una particular constelación que tiene al personaje de Baroni como centro, desde el cual se irradian diversos vínculos con figuras como el mismo médico santo de Isnotú, poetas como Juan Sánchez Peláez e Igor Barreto o artistas como Armando Reverón, Juan Andrade y Tomás Barazarte.

Se trata de un viaje por interioridades e intersticios, un acercamiento detenido y cauteloso, profundamente intelectual y de un admirable despojo, que explora cierta inocencia inmanente, cierta pureza de alma, y la recóndita sabiduría artística enraizada a esa particular geografía, pues como bien dice el narrador, en el largo monólogo que conforma la novela:

Me pareció que esa inocencia es un código genético del arte, y que si yo quería hablar de Baroni debía obedecerlo, así como si quería hablar de cualquier otra cosa. Y podría decir más: en un punto sentí una extraña nostalgia, o un sentimiento de privación, frente a su capacidad para establecer esas relaciones simples, unívocas entre objetos materiales y resultados de la imaginación (p.101).

A lo cual añade más adelante, refiriéndose a la artista trujillana:

ella representaba para mí la infancia del arte. No sólo en el sentido de ingenuidad, o más bien excluyendo ese sentido, sino infancia como elocuencia, por un lado, como vitalidad, pero especialmente como proveedora de vida: la vida como contagio (p.102).

El discurso se despliega como una enigmática (y a la vez muy concreta) y detallada reflexión sobre un espacio que constantemente es cartografiado, al menos, en tres planos: el correspondiente a realidad física aludida en la narración (Boconó, Betijoque, Isnotú, Valera, Mérida, Hoyo de la Puerta, Maracay, Caracas, etc.); el conformado por la dimensión existencial de los poetas y artistas aludidos y ligados a esos espacios o a las experiencias por ellos suscitadas; y, por último, el texto mismo como extensión explorada (o por explorar). Este último deviene, además, autorreferencial, en la medida en que nos recuerda cómo (o dónde) ha sido narrado lo hasta ahora dicho o anuncia qué, posiblemente, se dirá después. Estrategia de interpelación al lector que resulta sin duda efectiva en la tarea de hacerlo cómplice del rito de imaginar tales “construcciones cartográficas”.

Una suerte de ingravidez determina todas las percepciones espacio temporales de esta novela. Característica que le atribuye el narrador a uno de los personajes, cuando dice: “Así no solamente él, incluso el ambiente a su alrededor tendía a la ingravidez; no a lo irreal o a lo borroso, sino hasta lo latente y devaluado” (p.67).

Como hemos dicho, es un texto lleno de marcas que anuncian posibles desarrollos de la anécdota emprendida, muchos de los cuales no alcanzan a ser más que formas potenciales de un discurso que quizás nunca vendrá, pero de cuyo sólo señalamiento ya se deriva una suerte de existencia. Así, la trama narrativa se va tejiendo con un cúmulo de cabos sueltos, precisamente calculados. Y al ambiente “ingrávido” y moroso antes señalado, se suma, para hacerlo más patente, una red de indefiniciones sobre el suceder, que crea una sensación de continua latencia.

A través de esta dilatada reflexión que se desplaza geográficamente, se ponen en relieve los atributos topográficos que emparentan espacio y pensamiento: “espacio en el sentido más abstracto e intangible de la palabra, la palpitación del entorno, la sensación de armonía, fatalidad o amenaza, el tono del ambiente” (p.79). Con mirada extranjera el narrador innominado haya en el otro y en lo otro, en lo distinto, una presencia incisiva en la que se manifiestan valores elementales que conjugan la inocencia artística y la simplicidad de lo primitivo; aquello que perdura sin renunciar a lo primigenio. Indagación que se torna obsesiva y que convoca la admiración y la nostalgia por aquello que se sabe auténtico pero inaccesible (irremediablemente ajeno): formas de emprendimiento artístico profundamente ligadas a un orden natural, ritual y colectivo, donde entre máscaras y sombras, rituales y escenificaciones se retan cotidianamente los límites entre lo real y lo ficticio, lo sagrado y lo profano, lo culto y lo popular, la vida y la muerte.

Pero al final, quizás hay otro plano donde se da ese ejercicio cartográfico, esa búsqueda incesante de relaciones y el continuo reajuste de coordenadas que permiten comprender la superficie y los volúmenes constreñidos en la imagen del arrugado papel de estraza encontrado en un ascensor. El plano donde se mueve el escritor, en la perpetua cacería de las palabras que se adecuan a su necesidad expresiva, esas capaces de establecer las misteriosas relaciones con las cosas y las ideas, esas que alcanzan a compendiar la nostalgia por la difícil sencillez reveladora.

Arturo Gutiérrez Plaza

Ilustración: Fotografía de Sergio Chejfec


lunes, 16 de noviembre de 2009

Sombras de una voz fugitiva


En México la antigua tradición del libro misceláneo ha recuperado terreno perdido gracias, sobre todo, a escritores que Octavio Paz congregó en el proyecto editorial de Vuelta. Gabriel Zaid, Alejandro Rossi, Adolfo Castañón y Aurelio Asiain, entre otros, aunque de generaciones diferentes e idiosincrasias estéticas inconfundibles, han compartido la fascinación por un hábito literario prestigioso en la era modernista —títulos como Azul... y Lunario sentimental lo prueban— que casi desapareció del horizonte hispánico hasta los años sesenta, cuando Borges y Cortázar lo reactualizaron. En Caracteres de imprenta (1996), Asiain nos ofreció una miscelánea organizada con perfil ensayístico que incorporaba con naturalidad la semblanza, la entrevista y la traducción. No obstante Luna en la hierba: medio centenar de poemas japoneses (Madrid: Hiperión, 2007) funcione como antología de poemas japoneses “elegidos, traducidos y comentados” por Asiain —según rezan la cubierta y la portada de Hiperión—, no debemos olvidar la familia a la que más exactamente pertenece, que es, a mi ver, la que acabo de describir.

En las obras de los mexicanos que he mencionado se observa una clave común: no tanto la diversidad de géneros o temas que abarca el volumen como el diálogo de lo diverso con una raíz ensayística. Dicha tendencia se comprende si prestamos atención a que, desde su nacimiento, el ensayo cultivó la heterogeneidad. Montaigne se refería a sus Essais como “cuerpos monstruosos compuestos de miembros distintos” y Bacon a sus Essays como “meditaciones dispersas”. El giro que le da Asiain a la miscelánea con Luna en la hierba es de una milagrosa indeterminación formal: pese a la operación de mercadeo editorial que quiere simplificarlo para el rápido consumo y pese a la tendencia ensayística de Caracteres de imprenta, el nuevo libro se las arregla para ser varias cosas a la vez sin que ninguna de ellas predomine. Estamos ante un florilegio de traducciones, pero, no menos, ante un conjunto de ensayos acerca de la lectura y traducción de poesía y ante una resurrección de los antiguos cancioneros.

Sobre lo que tiene de antología de poesía vertida al español, cabe indicar que el prologuista es consciente de que en ese territorio abundan los precipicios: “Las versiones imitan la forma japonesa, se apegan a la cantidad silábica del original [...] e intentan seguir el orden de las palabras y las imágenes de los originales. Son criterios desde luego discutibles” (p. 15). El verbo imitar nos da la primera pista: estas traducciones no pretenden reemplazar el texto matriz, porque serán siempre una escritura otra. Desde hace siglos se ha sugerido que dicha escritura está condenada a un rango inferior: Some hold translations not unlike to be / The wrong-side of a Turkey tapestry (para curarme en salud me abstengo de traducir los versos de James Howell, que modulan, por cierto, un cliché tampoco evitado por Cervantes). No me parece que a eso pueda confinarse una “imitación”, la cual postula con valiente humildad su condición de sombra de una voz fugitiva. Nada ingenuo es Asiain; buena parte de sus comentarios se ocupan de la imposibilidad de transportar de una lengua a otra el vocabulario o los efectos de éste en el lector; a veces, nos ofrece incluso versiones “más literales” que, no por ello, resultan más satisfactorias para el intérprete, quien, tras optar por una de las variantes, advierte: “espero que haya quedado lo esencial” (p. 80). De esa manera, se desarticulan las expectativas de fusión con el origen; se renuncia a la autoridad tradicional de muchas traducciones que acumulan capital simbólico aprovechándose de la fe de un público realista y melancólicamente resignado a la ciudadanía de Babel. Asiain enfatiza la índole doble de su tarea: es un intermediario, como los traductores a los que aludo, pero también se revela como crítico, hermeneuta. El latín interpretatio, recuérdese, significaba tanto la acción de explicar como la de traducir de un código verbal a otro: fuera del lenguaje, al fin y al cabo, nunca encontraremos sentido; sólo con palabras podemos aproximarnos a las palabras. En tal aporía que pone una y otra vez en evidencia, en tal laberinto, Asiain acepta perderse con júbilo. Al reflexionar sobre los esfuerzos que requiere la comprensión de un poema, sobre el fascinante riesgo de imitarlo en otro idioma, su iniciativa no establece una sensación de identidad entre el original y nosotros (equivaldría a mentirnos, a engañarnos). Lo recibido por quienes desconocen el japonés es una invitación a comulgar inteligentemente con la existencia de una distancia insalvable.

De allí parte el ensayismo de Luna en la hierba, cuya materia serían los avatares de la lectura de poesía, particularmente en el umbral de dos o más lenguas. Multitud de indicadores permiten percibir la lucidez con que Asiain delinea el sutil espacio de su ensayo, agazapado en la “edición”. Un “Aviso” precede al volumen, sentando, tal como el “Avis au lecteur” de Montaigne, bases conceptuales con un tono de intimidad intelectual. El intercambio epistolar con un amigo muy concreto, por ejemplo, se señala como génesis de los comentarios a las traducciones (p. 16), lo que hace fácil proyectar la amistad al público que ahora lee. Montaigniana, asimismo, es la lucha con los absolutos metafísicos o las ilusiones de objetividad del cientificismo moderno. Asiain lo recalca: “Los comentarios [...] quieren justificar mis decisiones, explican los criterios en que me he basado y los caprichos a los que he cedido, aclaran puntos oscuros y se distraen a veces en consideraciones laterales” (p. 16). La “distracción” como método, si hacemos memoria, es una constante de los Essais. De igual importancia es la peculiar coherencia del sujeto que no se limita a traducir o a hacer la exégesis de textos inalcanzables. Repárese en los “caprichos” que se anuncian; también en la entronización del gusto como quizá el más humano de los criterios a la hora de discutir un poema de Kiyohara no Fukayabu: “el original no dice a la letra que la noche no se haya cerrado; dice que aún está anocheciendo y se asoma el alba; pero me gusta la oposición entre la noche que no se cierra y las nubes que caen como un velo” (p. 54). El de Asiain es un personaje que, como el de los Essais, recrea una red de preferencias en el fondo intuitivas o irracionales; por si ello no bastara, su humor liquida toda pretensión de que el conocimiento provenga de una fuente abstracta, no individuada: “Niho no humi, en la primera línea [de un poema de Fujiwara no Ietaka], podría traducirse como Mar de los Somormujos: nombre poético del Lago Biwa en japonés, algo rasposo en español y menos evocador que el habitual. Dejo esos patitos a otros traductores” (p. 76).

El ensayo que puede descubrirse en esta antología se transforma en biografía mental del que escribe: téngase en cuenta el je suis moi-même la matière de mon livre con que Montaigne nos saludaba. El Asiain editor parece repetir el gesto. La descripción que en varias oportunidades hace de la tradición poética japonesa se asemeja a la que podría hacerse de su propia lírica. Su poemario República de viento (1990), que mereció el Premio Loewe a la Creación Joven, no ocultaba su adhesión a cierto barroco alejado de las exuberancias ornamentales de los epígonos de Lezama y cercano a un disciplinado ascetismo sediento de trascender las proliferaciones ilusorias para alcanzar una verdad desnuda, casi pura (“cosas elementales, que no vale la pena / empeñarse en nombrar”). Para Asiain, ahora en su papel de editor o traductor, “a cambio de no extenderse más allá de las treinta y una sílabas, la poesía japonesa tuvo una suerte de crecimiento interior: [...] sometió su universo simbólico a una codificación extrema que no podía sino resolverse en un manierismo. [Su] complejidad formal y el enrarecimiento referencial hacen pensar en [el] barroco español” (p. 13-14).

Luego de cruzar el puente que une la edición de poesía a una estética personal, llegamos al último de los libros que cohabita armónicamente en Luna en la hierba con los que ya he apuntado: el cancionero. La labor dispersa de los antiguos trovadores occitanos fue, para nuestra fortuna, compilada por individuos que, no contentos con la reproducción de las canciones, les añadieron vidas, relatos biográficos, y razós, interpretaciones de las piezas que intentan dar con los motivos personales o artísticos del trovador. Suma de creaciones: a las del poema japonés y la “imitación” castellana, Asiain agrega una página especular con un “comentario” hecho a veces de vida, a veces de razó y casi siempre lleno de felices cristalizaciones de su sensibilidad poética, donde hallamos fraseos eficaces, no ancilares, animados con el mismo rigor del poema y su traducción. Ante una composición de Ôtomo no Yacamochi la discusión sobre aliteraciones, por eso, puede recurrir a la aliteración y se carga de imágenes: “No hace falta saber japonés y ayuda el oído español para percibir el aleteo de las aliteraciones en la primera mitad del poema: un paisaje fonético en cuyo centro se despliegan las dos alas de harubi ni hibari (alondra en el día de primavera)” (p. 26).

Luna en la hierba depara una imprevista riqueza, en la que participan la curiosidad cultural y la límpida destreza literaria de un autor que dialoga con diversos poetas y diversas épocas, encarnando en la práctica del libro una experiencia de otredad.


Miguel Gomes

jueves, 5 de noviembre de 2009

Las tres muertes de M. Briceño Iragorry


I

Cuando en abril de 1958 Mario Briceño Iragorry regresa a Venezuela, su entusiasmo por los tiempos venideros tenía una justificada razón en su propia necesidad de enaltecer al pueblo como espíritu de la tradición. Pero los acontecimientos del día estaban movilizados más por las pretensiones de los nuevos rectores de la vida nacional, salidos casi del vacío de poder, que por aquellas energías modeladoras que él veía como la fuente real del porvenir. En cinco años de exilio ha visto lo suficiente como para seguir creyendo en la posibilidad de separar el oprobio de quienes lo padecen, pero ya en los primeros momentos de su estancia en Caracas se da cuenta de como la vanidad de los convidados al jolgorio y la frivolidad ciudadana pueden crear una alianza mortal.

Su salud deteriorada, el alejamiento de la patria y de los seres queridos (los “netezuelos” parecen dolerle particularmente), sus instrumentos de trabajo regados aquí y allá, se queja con amargura de no poder disponer de sus libros y fuentes de la biblioteca caraqueña. Todo esto y la imposibilidad de mantener tratamientos y cuidados médicos disciplinados y permanente definen su condición física al llegar a Venezuela tras el fin de la dictadura de Pérez Jiménez. Y sin embargo su vitalidad espiritual, la voluntad de darse a la reconstrucción de las instituciones lo llevan a desplegar una actividad como la de aquellos meses finales de 1952. Artículos suyos en el diario El Nacional ya se ocupan con renovados elementos del análisis de la hora presente, cree estar ante el nacimiento de una sociedad remozada y dispuesta a construirse desde las virtudes cívicas y con el eficiente instrumento de la democracia política.

Pronto el asuntillo de las virtudes, cívicas o teologales, iba a quedar aclarado, respecto a la capacidad de la democracia para generar bienestar en manos de los voraces redentores, no tendría la desdicha de vivir para ser espectador del desastre. Trabaja intensamente en una antigua idea, la Universidad Obrera, su decidida fe en la capacidad de la educación para liberar a las masas de su indigencia material lo convence también de la necesidad de que aquella formación profesional y técnica adquiera dimensión espiritual en una institución principista. Cuando todos estaban viendo hacia donde apuntar sus acomodos burocráticos y de alianzas partidistas, cuando los otros exiliados llegan un poco a reclamar la recompensa que creen merecer, él viene a diseñar y reformular con el conocimiento y la autoridad de sus concluyentes estudios sobre la nacionalidad y el origen de la venezolanidad.

Inmediatamente que el proyecto de la universidad esta terminado lo presenta por los canales regulares, no a la Junta de Gobierno sino al Ministro de Educación designado. Pues este hombrecillo, cuyo nombre ha quedado como símbolo del pobrediablismo: Raul Valera, supuso desde su pomposo despacho que el maestro de bondad y denso conocedor de la materia educación buscaba prebendas públicas y cuotas de poder. El infeliz archiva el Proyecto y tras largas semanas de hacerlo esperar llama a Briceño Iragorry para ofrecerle, y a modo de premio de consolación seguramente, la dirección literaria de una agencia de publicidad. Primera muerte.

II

Cuando el 5 de marzo de 1991, en el Cementerio General del Sur, es exhumado el cuerpo de Mario Briceño Iragorry para dar cumplimiento al acuerdo del Senado de la República de Venezuela de trasladar sus restos al Panteón Nacional, para asombro de los presentes ese cuerpo está incorrupto, habían transcurrido 33 años y parecía haber fallecido al día anterior, aquella suerte de epifanía hizo movilizar a los incrédulos y acudió la PTJ para realizar un inaudito acto forense, casi sacrílego, y mediante el escalpelo. Segunda muerte.

III

En los días que corren el Gobernador del estado Trujillo, señor de apellido Cabezas, emite un decreto eliminando el nombre “Mario Briceño Iragorry” de la Biblioteca del Centro Histórico de Trujillo. El texto ejercita la mendacidad, pero más tarde un grupo de individuos -cuyos nombres no conocemos aun cuando se indica “los abajo firmantes”, coaligados en un Colegio de Cronistas Parroquiales y Comunales, Misión Robinson, Misión Cultura, MBR 200 originario, Tupamaros, Consejos Comunales y Patrulleros del PSUV- justifica la decisión del Gobernador en un largo documento de injurias y ultraje como nunca antes habíamos visto en la vida pública venezolana en su dilatada biografía de odio. La exposición de aquellos sujetos presume de informada y asume un tono aleccionador, revelando la verdad a un país dispuesto a poner todo en su justo lugar. Envalentonados por la prédica de un Antonio el Conselheiro, ellos hacen su aporte desde la aldea, modifican el mundo y descubren el Gran engaño secular, mienten a placer y disparatan a sabiendas de que infaman en el país de la estulticia. Tercera muerte.

Miguel Ángel Campos