martes, 16 de febrero de 2010

Una granada fragmentaria


La portada del número 110 (Invierno 2010) de Bomb (New York) es la parcial ilustración del montaje de una pieza conceptual de Antonio Caro. La ampliación de la foto deja por fuera un fragmento de la pancarta que, en 1972, el artista colombiano pusiera en el Planetario de Bogotá. En la imagen editada se lee: “El imperialismo es”. Colgando sobre ella en letras rojas, el nombre de la revista parece acentuar su carácter explosivo; en este caso, la declaración truncada supone un acto político que ya no se contenta con eslóganes. Originalmente, el rótulo de Caro repetía el lema de Mao: “El imperialismo es un tigre de papel”, y estaba redundantemente rodeado de tigres de papel. El pleonasmo no es visible en esta versión del documento de la obra. En la entrevista que le hace Víctor Manuel Rodríguez (pp. 16-23), Caro comenta cómo se ha desarrollado su trabajo y cuál ha sido su vinculación con la política. En resumen, las ideas de la izquierda ortodoxa del inicio han cambiado hasta fundarse en el territorio del un-art, que redimensiona el nexo con lo partidista y lo institucional, con lo utópico y lo estético. De manera sutil, el diseño de esta portada es la evidencia de esa variación y anuncia el proyecto de diversas fracturas, lo que hace de Bomb más un relato moderno que una mercancía.

Desde esa perspectiva, las muestras de literatura y arte de Colombia y Venezuela funcionan como notables imaginarios descentrados: su multiplicidad no puede sostener la idea de una cultura oficial o estable, basada en el convencimiento casi ontológico de la nación como unanimidad. Los diálogos con Ana Teresa Torres, Evelio Rosero y Juan Gabriel Vásquez, por ejemplo, fundamentan el discurso narrativo como historia viable, compuesta de áreas grises de posibilidades que terminan por socavar la verdad autoritaria. El espacio público se enriquece con la confluencia de zonas simultáneas de intercambio, el espacio “otro” al que Torres se refiere. En la formación de ese lugar intervienen simultáneamente el recuerdo, los deseos, las fábulas ajenas, la tradición a medias acatada: ante Antonio Ungar, Rosero confiesa como impulso la locura que ensaya con la realidad y la fantasía; Vásquez le recuerda a Silvana Paternostro haber transcrito, palabra por palabra, “Los muertos” de Joyce y “Las ruinas circulares”, y haber aprendido de Conrad y Naipaul el valor de una tensa relación con el país natal; Ana Teresa Torres nos remite frente a Carmen Boullosa a los mundos creados por los hermanos Grimm y a los mundos privados. La imagen de otra pieza de Caro, Colombia Coca Cola—en la que el nombre del país se escribe con la caligrafía del logo comercial—, señala bien el juego complejísimo de esa geografía personal, que tiene como fondo problemático la otra pero no se somete a ella. Allí lo político tiene los modales de la crítica, no los de la vociferación.

Otras obras incluidas en Bomb son también formas de arte que se mueven sobre la disyunción. Gabriela Rangel da buena cuenta de los vídeos de Nascimento/Lovera: en El exorcista (1997), el clásico film de horror es reeditado para hacer intervenir una visión periférica y abstracta, mientras que en Cumbres borrascosas (2000) el trabajo visual—segmentos de una telenovela proyectada en una pantalla dividida en cuatro—tiene por objeto la reapropiación del melodrama, tal vez su extenuación. Es fácil pensar en algún antecedente para ellos: el Joseph Cornell de Rose Hobart para el primero, el Warhol de The Chelsea Girls para el segundo. El énfasis de los editores en la experimentación emparienta, sin hacerlo evidente, Pintura empacada (2001), una tela de Dulce Chacón, con Proyectos para un mural (1954-1965), de Carlos Cruz Diez. Un vistazo a las páginas 52 y 64-65 parece probarlo. La diferencia de medios sólo sirve para realzar un efecto casi espectral y nos advierte de la coincidencia de horizontes, más allá de mociones, materiales o hipótesis—al fin desentrañados en las charlas respectivas con Rafael Castillo Zapata y Estrellita Brodsky. Por otra parte, las fotografías de Antonieta Sosa, bajo el título “El cielo de Caracas: Lo que yo veo al salir de la casa”, nos vinculan igualmente a algún propósito anterior—el del Auggie Wren, digamos, un personaje de Smoke, la película de Wayne Wang basada en un guión de Paul Auster. El arte, así, tiene conexiones con el arte, en una espiral de ficciones tras ficciones.

Las conversaciones entre artistas son parte de la anatomía de la revista; lo es, del mismo modo, el suplemento literario, First Proof. El nombre nos señala la naturaleza inacabada de un texto, su carácter casi indeterminado; la literatura como tanteo. En este número, el Portafolio de José Antonio Suárez Londoño es una apropiada introducción a las narraciones y poemas. En sus blocs de trabajo, el artista colombiano mezcla anotaciones marginales de observaciones y sucesos con dibujos, y así crea lo que Luis Pérez Oramas llama su “autobiografía imposible”. Lo épico allí consiste en la presencia continua de la cotidianidad. No hay textos aquí que no compartan, siquiera de una forma angular, ese método creativo. En los poemas de Luis Enrique Belmonte, los antidepresivos nos fuerzan a ceder ante la persistencia de vidas alteradas, y los goliardos se convierten en personae. El sujeto en el autorretrato de Víctor Manuel Gaviria se ve como en una pantalla, para luego admitir que todo es nebuloso al tiempo que estable. También la poética de Yolanda Pantin lidia con anécdotas que a la vez se hacen de confidencias, recuerdos, reflexiones, en una nota que aboga al final por el silencio. Y en los fragmentos de Carama, de Igor Barreto, el poema tiene el tono de un registro civil donde se asienta la desaparición de algunos hombres o de todo un pueblo del estado Apure.

La selección de narrativa comparte en algo ese afán por lo incierto. En la selección de Prima lejana, podemos observar el modo en que Federico Vegas une el paisaje desierto e incómodo de Paraguaná con la relación íntima entre el personaje y su prima Cecilia. Héctor Abad Faciolince detalla en los extractos de El olvido que seremos su cercana relación con su padre, que lo lleva al “desacuerdo teológico” de amarlo más que a dios desde la infancia. El cuento de Antonio Ungar, “La desintegración de mi abuelo”, deja en claro cómo de la muerte del viejo Peter Lübeck emerge Peter M. Lübeck, su nieto, a quien podrían confundir con aquél. El relato de Carolina Lozada, “Theta”, muestra el proceso por el cual una mujer se vuelve un par de mamas: la visión fetichista de un hombre sólo puede aceptar de su víctima un subconjunto erótico, en un rito que impone la crueldad del deseo. Desde el comienzo, lo que parece una cita cualquiera es sólo la máscara de una pulsión, y admite, en sí misma, únicamente el fraccionamiento—las tetas, las manos, los ojos, pero sobretodo las tetas. La traducción inglesa de este texto, como en el caso de las otras, confirma lo que el número de Bomb plantea como modelo: ante toda manifestación del arte—o del un-arte—nos enfrentamos a una posibilidad, a una contingencia que puede leerse desde ángulos variados; de allí que “las frutas mamarias” de Lozada queden atenuadas por “bosom”, o que los adjetivos que al final describen esas tetas—“calladitas”, “bonitas”—terminen por convertirse en “quiet” y “beautiful”, una versión tal vez más entusiasta.

El resto del material de la revista hace el recuento del cambio de imagen de Medellín a partir de la arquitectura, como lo conversan Sergio Fajardo, antiguo alcalde de la ciudad, y Giancarlo Mazzanti; de la constitución en Cali de un espacio alternativo para las artes, Lugar a dudas; de la narco-arquitectura colombiana, fotografiada por el venezolano Luis Molina Pantin; del método que usa Javier Téllez para hacer confluir en sus películas razón y locura; de la experimentación musical de Mario Galeano Toro a partir de la cumbia… Para decirlo de nuevo, en cada uno de esos artículos el punto es presentar una política del arte que se sustente en la constante reflexión, la busca de una práctica que nos asegure una buena sacudida, a partir del socavamiento de lo previsible.

Luis Moreno Villamediana

jueves, 11 de febrero de 2010

El hombre que regala historias


Un funambulista actúa en un pueblo; todo el mundo acude porque saben que, dada la dificultad suicida, el equilibrista caerá tarde o temprano. Un joven va un día, y otro y otro y otro a verlo y nunca pasa nada; hay peligros, sustos, pero nada; una sola vez, una causa muy de fuerza mayor, y no puede acudir; el funambulista cae, efectivamente. Se lo regalo: escríbalo usted, pero ha de dejar bien claro que era el que iba cada día quien sostenía al funambulista". No es frecuente obsequiar a alguien con un relato... por hacer, pero así de generoso se muestra el venezolano Ednodio Quintero (Las Mesitas, Trujillo, 1947). Puede permitirse regalar ideas tan caras visto Combates (Candaya), primera entrega de sus cuentos completos que recoge, sin embargo, su producción corta más reciente, la que va entre 1995 y 2000: abundancia de historias en un paisaje duro que enmarca un mundo un poco angustiante, casi mitológico, de guerreros y personajes con códigos extraños, susceptibles a la metamorfosis y el antropoformismo, de los que sabemos lo justo gracias a un lenguaje tan preciso como breve.

"El idioma es un instrumento descuidado; el escritor tiene que rendir cuentas no al mercado sino a Cervantes y a la lengua"

"El 90% de la intelectualidad no está con Chávez, pero es un ignorante muy hábil y lo iguala todo por lo bajo".

Ese punto de inquietante fantasía lo destila el propio Quintero, piel bruñida y ojos ligeramente achinados -"me considero mestizo, pero sólo soy un 16% indio, lo calculé"- destinado, como máxima aspiración social en esas latitudes, a ser telegrafista rural y hoy una de las voces más potentes de su país. "Nací en una aldea de 500 almas, apartado de todo y donde se llegaba a caballo; no había electricidad ni nada y el imaginario era casi medieval, del XVI, de cuando llegaron los descubridores españoles".

La geografía rural era curiosa: "A más pobre, más subían las gentes la montaña", formula. En su caso, llegó a los 2.600 metros de un pueblecito llamado Visún. "Yo leía antes de hablar, más que nada por silencioso; luego tuve un conflicto de adolescencia pero pensaban mis padres que estaba enloqueciendo; yo me decía: 'No sé qué soy pero soy distinto a los demás'. Y me llevaron a temperar en el campo". El castigo fue una casa de un pariente con una biblioteca notable que se tradujo en la lectura de Faulkner a los 15 años y un "contacto intenso con lo natural, lo vegetal y, sobre todo, lo mineral". Y quizá por eso, quien quería ser ingeniero civil de vocación -"esos de construir puentes y carreteras"- acabó por error -"me equivoqué de verdad al matricularme"- en la de forestal, lo que le permitió recorrerse casi todos los bosques de la Amazonia y de Costa de Marfil, que pueden vislumbrarse como atrezzo en, entre otras, su primera y elogiada novela, La danza del jaguar (1991).

¿Si en parte explica una geografía, explica también esa infancia unos personajes? "Si hay algo de mitología, si acaso es griega, pero mis mitologías son inventadas, son rituales o cosas totalmente imaginadas o que lo parecen; la imaginación es la premisa básica de la escritura; no tengo nada contra el realismo, pero lo mío es la imaginación al servicio de la nada". Y en esa línea cita sobre todo a Kafka ("La transformación me dio pesadillas"), Borges y Cortázar, influjos que a partir de los relatos de El corazón ajeno (2000) desaparecieron. Ardua labor. "La escritura es una moledora de todo: un escritor, en su fase inicial, siempre es la imitación de otro autor precedente o de sus padres hasta encontrar un mundo, una voz...". Por eso se ha dicho de Quintero que es un explorador impune: "El idioma es un instrumento descuidado por todo el mundo; el escritor tiene que darle cuentas no al mercado sino a Cervantes y a la propia lengua, ayudar a crear un idioma, con un léxico propio y construcciones de forma particular...". ¿Un estilo? "No, va más allá lo que quiero decir... Y después, morirse: mi pacto fáustico sería ése".

En esos cuentos que parecen sueños ("muchos provienen de él, como el relato 'Caza': los recuerdo al despertar; otras veces tengo ensoñaciones estando despierto y sólo reacciono haciéndome sonar los dedos de los pies") abundan guerreros de códigos extraños, heridos física y mentalmente. Casi un ejército al final. "Detesto la violencia, no discuto y ni por llevar, no llevo ni cortaúñas, pero la existencia es una guerra; el mundo es hostil; no profeso religión alguna pero existen dioses que se meten en tu vida; buenos y malos; en fin, la existencia es una mala batalla a librar". Y también caen mucho, ya en agujeros exteriores o en los más hondos de uno mismo, como explicita el relato 'La caída'. "Soy un jinete amniótico: estando embarazada, mi madre se cayó del caballo y yo recuerdo que me agarré del cordón umbilical como un mono de una liana: esa imagen me ha perseguido mucho tiempo".

Pero los personajes de Quintero no se dan por vencidos ni en los peores contextos ("incluso en mis correos utilizo la coletilla: 'No nos rendimos'; sólo hay una vida"), hablan mucho consigo mismos, en primera persona, y hasta con su álter ego: "He llegado a la conclusión de que esa voz es fruto de lo solitario que he vivido; si tengo problemas, aún hoy me hablo en voz alta; yo viajo autárquico". ¿Y puede ser que sufran de una especie de ceguera? "El ojo humano está hecho para ver ciertas cosas, no está preparado para verlo todo de la realidad, como las energías que nos rodean". Y dice que la reflexión le lleva a pensar en el relato 'El hombre caja', donde el personaje decide vivir dentro de una caja en la que mira el mundo sólo a partir de una pequeña hendidura practicada para ver. El relato es del japonés Kobe Abe, que Quintero cita, junto a Banana Yoshimoto, como buen japonólogo que es y tras vivir en el país un año: "Lo japonés sintoniza con mi manera de ser: el respeto por el otro, la tranquilidad; dicen que son extravagantes y eso es fruto de su libertad". ¿Y cómo ve el efecto Haruki Murakami? "Se explica mucho por su mezcolanza entre lo estadounidense y lo japonés y también está la conexión por el lado chamánico".

Es Quintero una voz consolidada -La muerte viaja a caballo (1974); Mariana y los comanches (2004)...- de una literatura venezolana de la que, desde fuera, apenas llegaron Rómulo Gallegos o Arturo Uslar Pietri y que con el boom latinoamericano justo sacaron la nariz Guillermo Meneses y Adriano González León. "Mi teoría es que, al igual que hacemos con el petróleo, nos creemos un país autosuficiente en casi todo; es un fenómeno muy del siglo XX; también es cierto que no hemos tenido exilio y sí una industria editorial correcta", acota. Pero tampoco hablan de ellos sus vecinos literarios cuando visitan España. "Eso es por el proceso de balcanización sociocultural de América Latina", responde y añade dos nombres imprescindibles: Rafael Cadenas en poesía y Victoria de Stefano en narrativa. ¿Y el influjo de un político como Hugo Chávez en la cultura venezolana? "El 90% de la intelectualidad no está con él, pero es un ignorante muy hábil: las librerías del Estado son muy baratas, por ejemplo, pero iguala por abajo: los extranjeros que llegan son, por ejemplo, bolivianos, y se da una orientación ideológica desde las escuelas notable".

Dice que ha perdido energía al escribir, pero no al leer, a la que ha llegado a dedicar "sesiones de 14 horas"; quizá por eso puede citar a Bernardo Atxaga, Enrique Vila-Matas o Ignacio Martínez Pisón. Y, por eso, nadie mejor que él para definir el cuento, unas notas que saca de una pequeña libreta, como si de una fórmula se tratara: "Objeto narrativo geométrico -su mecanismo debe responder a una esfera-, preciso -sin ripios ni memeces- y precioso -con un lenguaje muy cuidado". Debe irse. Uno se disculpa por si lo ha entretenido en exceso. "No sufra; nunca llego tarde: siempre pasa algo que hace que esté a la hora por más que no quiera". ¿Estará regalando otro cuento?

Carles Geli.

Publicado en Babelia, el 09 – 01- 2010

Ilustración: “El cordón umbilical”, Ramiro Tapia

martes, 2 de febrero de 2010

Elefantes y desapariciones: una novela de Luis Enrique Belmonte


I began to work as an artist when I began to be an adult,
when I understood that my childhood was finished, and
was dead. I think we all have somebody who is dead

inside of us. A dead child.

Christian Boltanski

La frase es casi un lugar común, pero no por ello deja de ser cierta: el término de la infancia es el inicio del fin de la vida, el primer paso hacia el envejecimiento y la muerte. Sólo una vez superada la infancia, cobramos conciencia de la muerte: primero de la de nuestros padres, y eventualmente, a través de este descubrimiento, de la propia. La tarea del arte –y en particular de la literatura–, ante un panorama de la vida tan agreste, no es otro que el de proveer al hombre de un instante de recuperación de esa primera etapa extraviada, de ese niño muerto que se menciona en nuestro epígrafe; de allí que afirmase Bataille de la literatura que es “la infancia al fin recuperada”. La del arte es, pues, una constante búsqueda de la ontología de lo humano, que se presume extraviada con la infancia: ya sea para preservarla, esparcirla, cuestionarla, o incluso develarla, hallar lo humano en los rincones menos usuales de la realidad. Esto, sumado a la conciencia de la propia finitud, y sobre todo a la capacidad de visualizar la propia ausencia, de prepararnos para ella y de dejar un legado, hacen del arte una particular disposición del individuo para la ausencia venidera, es decir, la preparación del hombre para la muerte: la suya y la de los demás.

Semejante poética de la desaparición recorre las páginas de la primera obra narrativa del poeta Luis Enrique Belmonte, la novela breve Salvar a los elefantes (Caracas: Equinoccio, 2006). En ella, el caluroso verano catalán constituye el escenario ideal para ilustrar el paulatino desvanecimiento del mundo, el lento derretirse de una humanidad averiada y aferrada a sí misma, resumida simbólicamente en el refrigerador estropeado del protagonista, y trasmutada, a su vez, por obra y gracia del engaño mediático y el simulacro televisivo, en los pobres elefantitos africanos que la Fundación Sheldrick promete salvar.

De esta manera, el anónimo protagonista de Salvar a los elefantes hace las veces de público a una cruel performance de desaparición: atrapado entre la tibia agonía de su nevera, que imprime el olor de su propia descomposición sobre todo a su alrededor –un extraño olor “a mayonesa fermentada” (p. 10) queda impregnado del pijama a rayas que viste el protagonista–, y el prolongado viaje de estudios de su chica Evelyne, de quien apenas recibirá un par de postales con frases cada vez más escuetas –como si ella misma estuviese lentamente desvaneciéndose–, el narrador parece estar cada vez más vinculado a un conjunto de personajes ausentes, muertos, o en franco trance hacia la desaparición, y dejando atrás dinámicas más “vivas” o palpitantes de la existencia: comenzando por su adormilamiento anodino, especie de renuncia a una postura vital ante la vida –quizás sólo interrumpido por su breve intento de ejercitarse mediante la natación, que culmina, lógicamente, con una tentativa de ahogo–, y luego por su constante referencia a (e incluso diálogo con) personajes reales cuya muerte se dio en intrigantes condiciones de súbito desvanecimiento.

Así, son objeto de su continua reflexión las desapariciones célebres de Chet Baker, fallecido en condiciones sospechosas tras caer de una ventana en Amsterdam, o de Antoine de Saint Exupéry, a quien se le perdió el rastro en un avión Lightning P38 sobrevolando la costa marsellesa; así como las de varios vecinos del barrio barcelonés en el que habita: la Señora Cremer, consumida por el calor, o el vecino de pijama de culebritas y arabescos. Algo similar ocurre con los personajes de Dumont el anticuario, suerte de amigo imaginario del narrador –y homenaje o referencia al primer aviador conocido, el brasileño Alberto Salas Dumont, de cuyo suicidio por ahorcamiento quedan aún muchos detalles por esclarecer–; y del Dr. Boltanski, psiquiatra del narrador –cuyo apellido hace referencia al artista plástico judío Christian Boltanski, célebre por su exploración incansable de las temáticas de la muerte, la memoria y la desaparición en sus diversas obras y performances.

La experiencia de la ausencia, así, toma lugar en la escritura misma del relato, comprendido como una especie de acto detectivesco en el que las pistas antes mencionadas apuntan no a la restitución de la memoria o del legado, como sería en el caso de las instalaciones de Boltanski, sino más bien a la consumación de la propia desaparición: como si el acto mismo de escribir fuera el dar cuenta de los detalles olvidados de y por los ausentes. La escritura como un remanente, un recuento de lo que permanece, pero a la vez el relato de desaparición del propio escribiente. Este metadiscurso hace su aparición dentro de la narración de Belmonte, presente en las fotografías que el protagonista obtiene de un rollo fotográfico abandonado, y que exhiben en secuencia un calendario fotográfico de la desaparición de un hombre. Se trata de un rastro, sin duda, pues las fotografías son el testimonio de algo que existió, pero un rastro que conduce a la ausencia definitiva, y de cuya lectura el narrador extrae la conclusión de que, mientras más perfectas sean las desapariciones, mientras menos rastros dejen tras de sí, más imposible serán la magia, el arte y la escritura:

¿Cuántos de nosotros no nos hemos sentido defraudados cuando, a desaparecer una paloma o un loro, el mago ha sido incapaz de ocultar las plumas que quedan en el fondo de su chistera? Es cierto que sería muy difícil desaparecer sin dejar huellas, y que sin las escamas que desprenden los cuerpos en tránsito no serían posibles las historias de detectives. Auguste Dupin no hubiese inventado el género policial de no ser por el descuido, casi siempre involuntario, de los tránsfugas. Ocultar las huellas, o borrarlas, es uno de los mayores retos para cualquiera que tenga la intención –la vocación– de desaparecer (p. 80).

Haciendo caso al propio narrador, a la novela continúa un breve “Informe sobre ausentes”, que ofrece al lector diversas pistas añadidas sobre ciertos referentes que pudieran considerarse “extraviados” en el relato. Sin embargo, estos anexos en forma de relatos breves corren el riesgo del detalle innecesario: debilitar el conjunto con su falta de soltura y su tendencia a la dispersión narrativa, en lugar de fortalecer un imaginario global que, en resumidas cuentas, no necesita realmente de pivotes adicionales.

Finalmente, salvar a los elefantes representa tal vez el acto contrario a esa desaparición ideal con que Belmonte parece renunciar a lo humano. Pero el mismo narrador se pregunta: “¿Por qué salvar a los elefantitos y no a los cocodrilitos o a las chiripas? La respuesta de esto la tiene Mrs. Sheldrick: los elefantes son humanos” (p.11). Tal vez la respuesta estribe en hallar lo humano en donde menos se lo sospeche: en la seducción, en el puro deseo (de ayudar a los elefantitos, en este caso) que oculte las ausencias; un gesto esperanzador, quizás, que sugiere la permanencia de la quintaesencia de lo humano en otras regiones de la existencia, tales como la piedad o la nobleza; pero uno supeditado a las leyes de la sociedad del espectáculo: Mrs. Sheldrick resultará ser un argot publicitario para promover la defensa de los pobres animalitos, y con este descubrimiento, una nueva desaparición acabará con el embrujo de los elefantes sobre el narrador. Pareciera ser que lo humano, después de todo, está destinado a desaparecer en cualquiera de sus esferas de existencia, así como también está destinado a dejar un largo rastro tras de sí. Por lo tanto, la desaparición perfecta, la borradura absoluta del hombre, reside, de acuerdo a la poética de Belmonte, en asumir la inevitabilidad de la muerte como vocación, como mandamiento, como deseo explícito de escape; como ese piloto que se sube a su avioneta y a mitad del trayecto deja de comunicarse con la torre de control, para luego desaparecer misteriosamente en el aire.

Gabriel Payares

Ilustración: “La vida desordenada de Maxim Valletin”, Christian Boltanski