Mostrando entradas con la etiqueta Autores americanos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Autores americanos. Mostrar todas las entradas

lunes, 4 de octubre de 2010

Kafka desde Robert Crumb

Una biografía tradicional podría comenzar diciendo que Franz Kafka nació en la actual República Checa, en 1883, que era de origen judío y que vivió casi toda su vida en “esa pequeña madre con garras”: Praga. Sin embargo, cuando el autor es alguien como Robert Crumb ese comienzo no funciona. Crumb, apoyado en los textos de David Zane Mairowitz y del propio Kafka, optó por otro inicio en Kafka (Barcelona: La Cúpula, 2010), la vida ilustrada del escritor checo: “La imagen de un enorme cuchillo de carnicero cortándome, con toda la destreza y regularidad mecánica, en finas rebanadas que volaban en todas direcciones debido a la velocidad de la tarea”. Ya de entrada, frente a la cabeza rebanada de Kafka y el sombrero de bombín disparado en el aire, uno sabe que se adentra en un relato particular, en un encuentro de excentricidades:

Que me introduzcan en una casa por la ventana de la planta baja arrastrándome con una soga atada al cuello, y luego me eleven de un tirón, ensangrentado y mutilado, como si la persona que lo hiciera no prestara atención ni tuviera consideración alguna, y me hagan atravesar todos los techos, muebles, muros y buhardillas, hasta que las últimas hilachas de mí caigan del lazo vacío cuando éste atraviese el tejado y se detenga finalmente sobre el techo.

Quizás a Franz Kafka le hubiera gustado ver cómo alguien con la destreza gráfica y el morbo de Robert Crumb complacía sus extraños deseos. Sí, el bueno de Crumb captó las imágenes recreadas mentalmente por el escritor checo, y también comprendió la obstinada presencia de la figura paterna en la vida del nervioso narrador, por eso no dudó en destacar con la exageración del cómic la rudeza corporal de Hermann Kafka, tanto real como recreado, su carácter colérico, endemoniado.

Al creador del gato Fritz le interesa resaltar la oposición física entre padre e hijo, también la actitud antagónica entre las partes. El padre robusto, insolente, de manos velludas y gruesas, casi siempre iracundo, casi al límite de romper la viñeta, frente al hombrecillo nervioso, pequeño, de complexión débil y ojos asustadizos:




Los temores e inseguridades de Kafka, su difícil relación con el padre, la enfermedad, sus amores truncados, su extraña conducta con las mujeres que le interesaron. El antisemitismo, la guerra, la purga nazi contra los judíos son parte de los elementos aprovechados por Mairowitz y Crumb para la recreación del universo kafkiano en el formato de novela gráfica. Ambos echan mano de las propias creaciones del escritor, y Roberto Crumb logra sintetizar con la puntualidad de la viñeta los cuentos “La madriguera”, “La condena” y “El artista del hambre”, y las novelas La Metamorfosis, El Castillo, El Desaparecido, El Proceso.






Otra de las grandes preocupaciones del ilustrador es mostrar la conducta excéntrica y nerviosa de Kafka. Se nota a lo largo de todo el libro su particular interés por acentuar ese comportamiento enfermizo del escritor que atentaba tozudamente contra su propia estima:

Franz Kafka, definitivamente, no es un personaje fácil, y así lo entendió Robert Crumb, alguien también poco domable. Podría decir que ambos se encontraron.



Carolina Lozada

domingo, 7 de septiembre de 2008

“Tú eres el perro tú eres la flor que ladra”


La antología de poesía surrealista compilada por Floriano Martins, Un nuevo continente (Caracas: Monte Ávila, 2008), parece mostrar, en principio y someramente, que el apoyo de ese movimiento es verbal. La tradición que va de Rosamel del Valle (1901-1965) a Luis Fernando Cuartas (1959) contiene suficientes imágenes poéticas como para suponer que esa acumulación es medular. Esa afirmación no es degradante: una revuelta en la lengua tiene implicaciones políticas y hasta metafísicas. Esas imágenes son una contravención de toda lógica comunicativa. ¿Cómo glosar este par de versos de César Moro: “El pigargo la raya del oro aséptico/El bordón de bronce al aire de las rutas librar”? Lo que allí se nota es más que un sencillo reordenamiento sintáctico; entre las particulares palabras y lo posiblemente aludido hay una opacidad deliberada, proferida, central. Martins advierte que esa distancia no equivale a un nuevo lenguaje: “El surrealismo (…) proponía justamente un cuestionamiento perenne de los lenguajes que se presentasen como irreductibles” (IX). En esa explicación, el surrealismo es una experiencia crítica; que se asiente en el lenguaje y que sea también un lenguaje no parecen nociones contrapuestas.

Las proposiciones de Martins no necesariamente destacan esa condición. De hecho, su prólogo evita resumir la historia y las prácticas del surrealismo en un concepto manejable. En esas páginas se repasa el interés del movimiento en la libertad, la poesía y el erotismo, y se resalta el vínculo entre poesía y rebelión y entre individuo y sociedad. Sin embargo, esas señales apenas justifican el inventario de nombres elegidos. La cercanía entre surrealistas y beatniks, por ejemplo, puede servir para crear otra opacidad, que eventualmente tendría que complicar la selección. Como Martins declara, “ya la relación con lo Beat estaba absolutamente dentro del espíritu de rechazo que caracterizaba al surrealismo, interrelación que fue percibida por el grupo El Techo de la Ballena, en Caracas, y por los poetas brasileños Roberto Piva (1937) y Claudio Willer” (XXIII). Esa avenencia se funde en la obra de Philip Lamantia (1927-2005), quien fuera miembro tanto de la generación Beat como de un grupo surrealista. Su presencia en la antología es el resultado, entonces, de una manifiesta adscripción, apoyada en la rúbrica: que Lamantia haya firmado algunos documentos oficiales de la banda de Chicago oficialmente lo vuelve un surrealista. Es la redundancia asociada a la brevedad autográfica, que ampara la ausencia de autores como Allen Ginsberg o Gary Snider—igualmente interesados en la rebeldía, pero sin colegiación.

La poesía de este volumen es esencialmente surrealista por alistamiento y expresión. Lo que une a Humberto Díaz-Casanueva y a Aimé Césaire no es la confianza en la mecánica del automatismo, sino la constancia de la imagen verbal, de donde sea que venga. Según el primero, “el carácter ‘automático’ de la imagen no se concilia con mi afán de coaligar el fondo más tenebroso, irracional e incoherente y la lucidez más implacable junto con la emisión de sentido” (69). Para Césaire, por el contrario, “la escritura automática viaja de la superficie al fondo de las cosas” (159). Esa oposición no es obstáculo para que ambos estén en este libro; los une la conservación, siquiera parcial, de alguna simpatía por algunos dictados, y la organización verbal de los poemas. En un estadio intermedio se encuentra Hesnor Rivera, para quien debe haber un equilibrio entre la “desorganización de la palabra” y el “hilo de coherencia” de lo comunicado (363). La afirmación de Claudio Willer es igualmente rotunda: “Para mí, no hay contradicción entre el más desenfrenado automatismo surrealista y la idea poundiana de precisión y rigor en cada palabra” (553). Un poema de Juan Sánchez Peláez incluido en el libro elabora esa unión de manera sutil:

Ezra Pound quizá tenga un taller literario en el más allá o sonría frecuentemente por la inmensa ternura de Gerard de Nerval. Ha de expresar el americano universal cuando mire a las nubes: “estos perros lanudos son nuestros”. Pero entonces verán los ángeles su corazón marino y de almendra. Y atisbarán en lo oscuro, más abajo, como surgiendo de la tierra, estallando en el aire, un abanico fino de resplandor (…) (276).

En esas líneas, la ortodoxia retórica propia del surrealismo—presente en Elena y los elementos (1951)—ha sido apaciguada; aun así, hay un reconocimiento instantáneo de su afiliación, ligado a cierta junta de nombres y adjetivos; es casi una denominación de origen. En eso se distingue el surrealismo del unicornio chino descrito por Borges: podríamos estar frente a ese animal y no saber qué es; por su parte, no hay frase de aquél que no parezca remitir a su propia condición, como un espejo. La tautología, así, es persistente: surrealismo es surrealismo es surrealismo. Más allá de la alianza entre vida y poesía que exigen sus proclamas, el surrealismo es casi ahora una nacionalidad. En la Antología de la poesía norteamericana de Cardenal y Coronel Urtecho, por ejemplo, los autores elegidos son norteamericanos; en Un nuevo continente, todos son, de algún modo, surrealistas.

La referencia geográfica del título sin duda es pertinente. El propósito expreso de Martins es lograr “una inmersión más profunda en la poesía que se ha escrito en todo el continente, vinculada o no a este movimiento que defendió, visceralmente, que sólo el lenguaje poético alcanza la totalidad del ser” (XXX). La vinculación, como hemos visto, puede estar en los enunciados, si no en los manifiestos: más de seiscientas páginas lo prueban aquí complejamente. Entre Francisco Madariaga, Blanca Varela y Léon-Gontran Damas puede haber diferencias de grado, no de naturaleza. Con el resto de autores, ellos son habitantes de un espacio simbólico. Para mí, Damas fue una revelación; de sus poemas iniciales me atrajeron la contención y el juego de las repeticiones:

HAY NOCHES

Hay noches sin nombre
hay noches sin luna
en que hasta la asfixia
húmeda
me atrapa
(…)
Unas noches sin nombre
unas noches sin luna
la pena que me habita
me oprime
la pena que me habita
me ahoga
(…)

Pero el sentido explícito del título seleccionado por Floriano Martins tiene que ver con la presencia de textos de Damas, de Aimé Césaire, Philip Lamantia, Claudio Willer y otros. El nuevo continente de la poesía surrealista excede los límites de lo establecido antes por Stefan Baciu y Aldo Pellegrini: allí conviven el portugués, el español, el francés y el inglés. Con toda justicia se puede decir que Martins ha logrado una antología de poesía surrealista realmente americana. La certeza de tales adjetivos, como un acto de fe, está ya en el principio. Puede que un escéptico se permita dudar de la congruencia de lo surrealista o de lo americano; sin embargo, la riqueza de las escogencias está notariada en el índice: Rosamel del Valle, Pellegrini, Moro, Gilberto Owen, Luis Cardoza y Aragón, Díaz-Casanueva, Juan José Ceselli, Enrique Molina, Emilio Adolfo Westphalen…—cada nombre una sinécdoque del poema, otra forma de la redundancia.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “A Warning to Mother”, Leonora Carrington