Apelar a la inversión sintáctica puede favorecer la recepción del libro más reciente de Armando Rojas Guardia. Así, lo que ahora leemos en la portada, Patria y otros poemas (Caracas: Equinoccio/Universidad Simón Bolívar, 2008), aparecería de un modo distinto: Otros poemas y Patria. El cambio de énfasis vendría a iluminar una práctica poética cuya mayor virtud está más bien en la muestra del arrière-pays, del traspatio—menos colectivo o histórico—de la sensualidad, la locura o la mística. La misma distribución de los textos en el libro apoyan la proposición: “Patria” es justamente la fachada, con su representación de un sentido nacional más emocionado e insondable, es verdad, pero no libre del todo de una débil urgencia; desde ese punto seguimos hasta terminar en la terrible, enternecedora, necesaria, osada, mítica defensa del proscrito que cierra el poemario, con “La desnudez del loco”. Variar esa dirección de lectura implica transgredir la tácita aceptación de un país con menos perplejidades que la provincia opaca de los desterrados. El movimiento, en fin, sería sentimental, simbólico, preciso: instalaría a Rojas Guardia en la tradición ascética de los tontos sagrados (δια Χριστόν σαλός, dia Kristón salós), no la de los sediciosos que airean su tedio en la corte (de Marcus Valerius Martialis o Ernesto Cardenal le falta a Rojas Guardia la profusión irónica).
Ese poema inicial marca una distancia con las glosas heroicas del siglo diecinueve y el veintiuno; la diferencia promueve la idea de una nación quebrada por ilusas potencias redentoras, que invariablemente concluyen en una apócrifa grandeza: “esos sueños opulentos de la historia/que son más bien su horror, su pesadilla” (p. 14). En otros tiempos, la patria era la ilusión de otras generaciones, con toda la pureza de lo que permanece latente o postergado:
Alguna vez amamos, o dijimos amar,
la terquedad sombría de tu fuerza.
La voz del padre enronquecía
al evocar calabozos, muchedumbres,
hombres desnudos vadeando el pantano,
llanto de mujer, un hijo
y más arriba (¿dónde arriba?)
el trapo contumaz de una bandera (p. 13)
A su manera, esas imágenes retienen el altruismo de una lucha política que se consideraba legítima, en procura de una liberación sin dividendos. La sugerencia de tal desprendimiento, la conciencia de ese compromiso, guarda algo de la obra primera de Antonio Arráiz; aun el ritmo de los versos y el vocabulario tienen más en común con Áspero (1924), digamos, que con los otros libros de Armando Rojas Guardia. Esa comparación no busca ni difamarlo ni empequeñecerlo; sólo señalo un tema y unos gestos verbales que parecen impuestos por el cálculo y la preocupación. Probablemente a ellos se deba cierto descoyuntamiento del texto, que se debate entre la memoria, la descripción de un orden pervertido, la reprimenda y la posible esperanza, sin reunirlas en un acto verbal de conmoción. Unas cuantas expresiones sobreviven de un estupor antiguo, como el de Arráiz, justamente:
Ahora que te conoces vil, prostibularia,
porque tanta voluntad ecuestre
se apeó bajo el sol a regatear
y el héroe mercadeó con su bronce
y el oro solemne del sarcófago
adornó dentaduras, fijó réditos,
y no hay toga ni charretera ni sotana
que te oculten cuadrúpeda, obsequiosa
por treinta monedas ancestrales,
yo me atrevo a cubrir tu desnudez (p. 14).
La alusión evangélica de esas líneas, y alguna posterior, no consigue cambiar la admonición en apólogo; es, más propiamente, un sintagma encerrado en el aturdimiento de una realidad deshecha, sin mayores misterios; es, en definitiva, parte del inventario de una interpretación más literal que anagógica, y por eso más cerca del lado documental de Yo que supe de la vieja herida (1985) que de la profundidad anímica de Poemas de Quebrada de la Virgen (1985) o Hacia la noche viva (1988).
Las feísimas ilustraciones de ese poema y de todo el libro redundantemente buscan resarcir la literalidad, y con ello recargan los impulsos más realistas de “Patria”. De hecho, el apego a la fuente bibliográfica resulta exasperante: a la mención de unos pies se le adjunta el dibujo de unos pies; un calabozo tiene como apostilla un calabozo; a la cercanía de unos versos: “Nazco a la fe cada hora” y “allí empiezo a ser la fe perseverante/que sabe a pan elemental”, Karina Wesolowski responde con el dibujo de una monja que sostiene unos relojes y unos panes. La fatalidad gráfica es decididamente decimonónica, y está además traspasada por los trazos entre apurados y patéticos de una mancheta periodística.
A Rojas Guardia le conviene y le interesa más la infracción. A partir del tercer texto, “La pasión de la luz”, Patria y otros poemas adquiere la firmeza que asociamos con el nombre del autor. Eso significa que dejamos a un lado “Retén policial”, igualmente circunstancial e intranquilo, a pesar del sustrato bíblico, también. En él, como en “Patria”, hay un adelanto de la figura del relegado, pero habrá que esperar hasta después para ver cómo la poética de Armando Rojas Guardia avanza sobre los fundamentos del sacro desvarío, como se ve en “La desnudez del loco”. La enfermedad es la que lleva a “trastocar los hábitos”, de allí que entre aquellos poemas de conciencia colectiva y las cuatro secciones del escrito final medien diversas revelaciones: la aproximación a lo real en “Hoy”, “Las cosas” y “La visión”, por ejemplo, tiene mucho del sacudimiento del Rilke de Neue Gedichte (Nuevos poemas, 1907-1908):
Se acercan por mis ojos a sentirte
los objetos, Señor, que no se han ido
cuando parece duro conseguirte.
El mundo te saluda bienvenido
pues ataja tu voz al despedirte
para oírla en mi cuerpo agradecido (“Hoy”, p. 24).
La relación con lo divino que ahí se trasluce está anclada en la materialidad del mundo, pero de allí se eleva al cielo sin olvidarse de ese fondeadero inaugural: vincula, contemplativamente, la letra y el espíritu, en abierto conflicto con la escisión paulina. Es parte de la heterodoxia que luego Rojas Guardia desarrolla, a partir de la imagen de los enfermos obligados en el sanatorio a bañarse juntos, con agua fría, en un horario fijo:
Nosotros, desnudos, en el baño
—el baño era el resumen convergente
de toda nuestra vida en esa casa—
y el muchacho desnudo en su prisión
éramos y aún somos aquel hombre
que Marcos infiltra, subrepticio,
en el Getsemaní de entonces y de ahora (p. 59).
La desnudez, heredada de un loco iluminado por la fe en Jesucristo, tiene en este momento la carga mítica que en otro lugar del libro no pudo condensarse. Tiene, asimismo, el valor de un símbolo poético: esa privación se asocia con la sabiduría relegada, confundida con el delirio patológico, institucional. Es, indudablemente, un “ardor mental” con atributos metafísicos,
(…) que lo llevaba
a exponerse al peligro, a trastocar
los hábitos—incluso el de vestirse como todos—,
a autoexiliarse del lugar común
del que la razón colectiva se alimenta
para entregarse—únicamente con su sábana—
al subterráneo, rebelde axioma del Proscrito,
a la réproba lógica del envés, la cara oculta
de lo real visto y vivido a la inversa, a contrapelo (p. 60).
La enumeración deja ver un detallado diseño del oficio literario de Armando Rojas Guardia, centrado en la contravención del artificio verbal, la denuncia política, la razón del correlato objetivo. Alrededor de la locura se reúnen las imágenes más imperiosas y más conmovedoras, que apoyan la teoría de una desazón privilegiada. La locura se alza como el emblema de la fe, la creación, la expatriación, de todo lo que se agita detrás de la fachada: la patria verdadera, por el margen.
Luis Moreno Villamediana
Ilustración: “Suprematist Composition: White on White”, Kazimir Malevich
Ese poema inicial marca una distancia con las glosas heroicas del siglo diecinueve y el veintiuno; la diferencia promueve la idea de una nación quebrada por ilusas potencias redentoras, que invariablemente concluyen en una apócrifa grandeza: “esos sueños opulentos de la historia/que son más bien su horror, su pesadilla” (p. 14). En otros tiempos, la patria era la ilusión de otras generaciones, con toda la pureza de lo que permanece latente o postergado:
Alguna vez amamos, o dijimos amar,
la terquedad sombría de tu fuerza.
La voz del padre enronquecía
al evocar calabozos, muchedumbres,
hombres desnudos vadeando el pantano,
llanto de mujer, un hijo
y más arriba (¿dónde arriba?)
el trapo contumaz de una bandera (p. 13)
A su manera, esas imágenes retienen el altruismo de una lucha política que se consideraba legítima, en procura de una liberación sin dividendos. La sugerencia de tal desprendimiento, la conciencia de ese compromiso, guarda algo de la obra primera de Antonio Arráiz; aun el ritmo de los versos y el vocabulario tienen más en común con Áspero (1924), digamos, que con los otros libros de Armando Rojas Guardia. Esa comparación no busca ni difamarlo ni empequeñecerlo; sólo señalo un tema y unos gestos verbales que parecen impuestos por el cálculo y la preocupación. Probablemente a ellos se deba cierto descoyuntamiento del texto, que se debate entre la memoria, la descripción de un orden pervertido, la reprimenda y la posible esperanza, sin reunirlas en un acto verbal de conmoción. Unas cuantas expresiones sobreviven de un estupor antiguo, como el de Arráiz, justamente:
Ahora que te conoces vil, prostibularia,
porque tanta voluntad ecuestre
se apeó bajo el sol a regatear
y el héroe mercadeó con su bronce
y el oro solemne del sarcófago
adornó dentaduras, fijó réditos,
y no hay toga ni charretera ni sotana
que te oculten cuadrúpeda, obsequiosa
por treinta monedas ancestrales,
yo me atrevo a cubrir tu desnudez (p. 14).
La alusión evangélica de esas líneas, y alguna posterior, no consigue cambiar la admonición en apólogo; es, más propiamente, un sintagma encerrado en el aturdimiento de una realidad deshecha, sin mayores misterios; es, en definitiva, parte del inventario de una interpretación más literal que anagógica, y por eso más cerca del lado documental de Yo que supe de la vieja herida (1985) que de la profundidad anímica de Poemas de Quebrada de la Virgen (1985) o Hacia la noche viva (1988).
Las feísimas ilustraciones de ese poema y de todo el libro redundantemente buscan resarcir la literalidad, y con ello recargan los impulsos más realistas de “Patria”. De hecho, el apego a la fuente bibliográfica resulta exasperante: a la mención de unos pies se le adjunta el dibujo de unos pies; un calabozo tiene como apostilla un calabozo; a la cercanía de unos versos: “Nazco a la fe cada hora” y “allí empiezo a ser la fe perseverante/que sabe a pan elemental”, Karina Wesolowski responde con el dibujo de una monja que sostiene unos relojes y unos panes. La fatalidad gráfica es decididamente decimonónica, y está además traspasada por los trazos entre apurados y patéticos de una mancheta periodística.
A Rojas Guardia le conviene y le interesa más la infracción. A partir del tercer texto, “La pasión de la luz”, Patria y otros poemas adquiere la firmeza que asociamos con el nombre del autor. Eso significa que dejamos a un lado “Retén policial”, igualmente circunstancial e intranquilo, a pesar del sustrato bíblico, también. En él, como en “Patria”, hay un adelanto de la figura del relegado, pero habrá que esperar hasta después para ver cómo la poética de Armando Rojas Guardia avanza sobre los fundamentos del sacro desvarío, como se ve en “La desnudez del loco”. La enfermedad es la que lleva a “trastocar los hábitos”, de allí que entre aquellos poemas de conciencia colectiva y las cuatro secciones del escrito final medien diversas revelaciones: la aproximación a lo real en “Hoy”, “Las cosas” y “La visión”, por ejemplo, tiene mucho del sacudimiento del Rilke de Neue Gedichte (Nuevos poemas, 1907-1908):
Se acercan por mis ojos a sentirte
los objetos, Señor, que no se han ido
cuando parece duro conseguirte.
El mundo te saluda bienvenido
pues ataja tu voz al despedirte
para oírla en mi cuerpo agradecido (“Hoy”, p. 24).
La relación con lo divino que ahí se trasluce está anclada en la materialidad del mundo, pero de allí se eleva al cielo sin olvidarse de ese fondeadero inaugural: vincula, contemplativamente, la letra y el espíritu, en abierto conflicto con la escisión paulina. Es parte de la heterodoxia que luego Rojas Guardia desarrolla, a partir de la imagen de los enfermos obligados en el sanatorio a bañarse juntos, con agua fría, en un horario fijo:
Nosotros, desnudos, en el baño
—el baño era el resumen convergente
de toda nuestra vida en esa casa—
y el muchacho desnudo en su prisión
éramos y aún somos aquel hombre
que Marcos infiltra, subrepticio,
en el Getsemaní de entonces y de ahora (p. 59).
La desnudez, heredada de un loco iluminado por la fe en Jesucristo, tiene en este momento la carga mítica que en otro lugar del libro no pudo condensarse. Tiene, asimismo, el valor de un símbolo poético: esa privación se asocia con la sabiduría relegada, confundida con el delirio patológico, institucional. Es, indudablemente, un “ardor mental” con atributos metafísicos,
(…) que lo llevaba
a exponerse al peligro, a trastocar
los hábitos—incluso el de vestirse como todos—,
a autoexiliarse del lugar común
del que la razón colectiva se alimenta
para entregarse—únicamente con su sábana—
al subterráneo, rebelde axioma del Proscrito,
a la réproba lógica del envés, la cara oculta
de lo real visto y vivido a la inversa, a contrapelo (p. 60).
La enumeración deja ver un detallado diseño del oficio literario de Armando Rojas Guardia, centrado en la contravención del artificio verbal, la denuncia política, la razón del correlato objetivo. Alrededor de la locura se reúnen las imágenes más imperiosas y más conmovedoras, que apoyan la teoría de una desazón privilegiada. La locura se alza como el emblema de la fe, la creación, la expatriación, de todo lo que se agita detrás de la fachada: la patria verdadera, por el margen.
Luis Moreno Villamediana
Ilustración: “Suprematist Composition: White on White”, Kazimir Malevich
2 comentarios:
Ya que no he leído el libro de Rojas Guardia, mis interrogante será injusta, basada sólo en tus citas y tus notas: ¿Hasta qué punto las palabras de "Patria" no son cómplices de aquello que denuncian o revelan? ¿Hasta qué punto "cubrir tu desnudez", la de la Patria, no se sujeta a la misma lógica de los "sueños opulentos de la historia"? No creo por ello casual la "fatalidad gráfica ... decididamente decimonónica" de que hablas al comentar las ilustraciones.
Esto sugiere que es el trasfondo religioso de Rojas Guardia —me atrevo a sugerir que sus imágenes prostibularias vienen menos de los Evangelios y más de los profetas como Oseas— lo que le impide la ironía de Carrera Damas o Castro Leiva, acusadores de menor empatía con nuestros cultos laicos: la Patria, la Independencia, Bolívar y los Libertadores.
Víctor:
No es del todo improbable que el gesto de cubrir la desnudez de la Patria tenga ese peso opulento. Lo que sí es cierto es que se opone a la acción “prostibularia” de patriotas distintos, y en tal oposición tal vez Rojas Guardia incurra en la prolongación del culto laico que igualmente mencionas. La fatalidad de las ilustraciones parece confirmar ese aspecto, que en mi opinión debilita el conjunto; de ahí que yo haya preferido pensar en aquel título invertido, que busca poner el énfasis en la locura creativa, modesta en su grandeza.
En todo caso, habría que preguntarse por qué en “Patria” se elige cubrir la desnudez. En el último texto del libro, leemos que hay una doble desnudez: la propia de los locos sabios (libres de toda atadura física, conceptual, literaria) y aquella impuesta por una institución sobre esos locos sabios. Dice Rojas Guardia:
Y me pregunto si acaso la salud,/la sola curación posible y deseable (…) consiste en romper la trama inextricable/que confunde la una con la otra:/la libertad desnuda de Adán en el Jardín/y esa misma desnudez ya avergonzada.
Creo que, dentro de esa pulsión decimonónica que hemos invocado, Rojas Guardia logra mantener la dualidad simbólica que propone en esos versos. Lo que intenta en “Patria” es criticar la incuria forzada (vista como una pobreza construida por decreto), distinta de aquella otra, natural, digamos, del Proscrito. Es una dicotomía que proviene de un orbe religioso, sin duda, y a lo mejor por eso la ironía (necesaria, decimos tú y yo) queda excluida.
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