Hace años, recién aparecida Doña Inés contra el olvido, uno de mis alumnos comentó: “Esta novela zarpa como un trasatlántico”. He recordado esa frase precisamente al transitar, hace apenas dos días, los párrafos iniciales de El pasajero de Truman (Caracas: Mondadori, 2008), que acabo de concluir. Me sentí desde el primer momento como un confortable lector-pasajero a bordo de esta nave-relato (avión en vez de barco) y sin querer abandonarla hasta el final. Ésa es para mí una de las marcas inconfundibles de las buenas novelas y creo que ésta de Suniaga es de las mejores de nuestra ficción histórica contemporánea. Se integra de hecho con muy buen pie a una genealogía en la que destacan Falke, de Federico Vegas; la dicha Doña Inés, de Ana Teresa Torres; Los cinco reyes de la baraja, de Francisco Herrera Luque; o Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez, de Ramón J. Velásquez. Una progenie de novelas que nos van echando un delicioso cuento, mientras al mismo tiempo realizan una enjundiosa revisión de nuestra historia a partir de la exploración de algunos de sus personajes claves o nudos maestros.
Y es que el primero de los aciertos de El pasajero de Truman es el hallazgo del tema, pues su potencia narrativa se concentra en la indagación y exitoso esclarecimiento de una figura confusa, borrosa, casi fantasmal, de nuestra trayectoria como país, el doctor Diógenes Escalante, a quien la memoria histórica había reducido casi a la condición de monigote por tomar en cuenta sólo un episodio decisivo de septiembre de 1945 cuando, al perder la cordura, se ve imposibilitado de asumir una candidatura de consenso entre viejos y nuevos protagonistas civiles y militares de nuestra vida política que lo habría llevado a la presidencia de la república. Esa curiosidad intensa por develar la verdad de lo ocurrido con aquel ilustrado tachirense, veterano diplomático y amigo personal del presidente Truman, es la que da vida a todo el libro y es personificada por uno de los personajes, Román Velandia, sesenta años después de los acontecimientos, cuando por fin logra convencer a su contemporáneo Humberto Ordóñez, secretario y confidente de Escalante, de revelarle los entretelones de aquel apasionante personaje y ayudarle a entender su inesperado desenlace.
Reconocido como novelista no por un premio, sino por la originalidad y el buen tramado de su opera prima, La otra isla (2005), Suniaga lanza la segunda en medio de apreciables expectativas que con creces logra superar. Si el asunto es la primera de las razones de su éxito, su muy pertinente estrategia narrativa es la segunda. Los dos ancianos, sosías ficcionales de Ramón J. Velásquez y de Hugo Orozco respectivamente, como confirman unos agradecimientos en la última página, van desbrozando la historia en ocho sesiones de intenso diálogo. La voz cantante es la de Humberto, hombre de confianza de Escalante por muchos años, mientras Román es quien sabe preguntar, comentar y ofrecer el complemento clave. Los capítulos que recogen aquel diálogo, alternan con otros donde el propio Escalante asume la voz narrativa como quien conversa con Humberto en el vuelo de regreso a los Estados Unidos, después de su humillante fracaso.
Gracias a un virtuoso (por imperceptible) manejo de los tiempos narrativos, en esas conversaciones los tres protagonistas van pasando personalísima revista a toda la historia contemporánea venezolana, mientras describen e interpretan de tanto en tanto a sus figuras mayores: Castro, Gómez, López Contreras, Medina, Betancourt y Leoni (eché de menos a Gallegos) y sus momentos clave, desde su particular experiencia de la política, la historia, la diplomacia y la psicología. La novela nos hace viajar así por estos episodios, entreteniéndonos e interesándonos con ambientaciones muy lograda y ricas en detalles, con convincentes representaciones de episodios y semblanzas de personajes y con la interpolación de cartas, reportajes y otros documentos supuestamente auténticos; todo ello fruto sin duda de profusa documentación y de sabias miradas intrahistóricas que nos convierten, como lectores, en confidentes de aquellos diálogos. Bajo la historia del primer plano, subyacen sin embargo los dilemas más complejos de la vida social y el devenir humano: el poder político y su efecto en quienes lo detentan, las complejidades de la psique, con sus demonios capaces de llevarnos por donde no queremos ir, los misterios del destino personal y colectivo, los problemas de la memoria y el recuento de lo ocurrido y hasta las sorpresas que aguardan a quienes alcanzan la senectud…
Tal vez el logro de mayor relieve sin embargo sea que, sin mención expresa alguna del presente venezolano que nos concierne a todos, la novela con mucha frecuencia nos lo pone por delante. Se las arregla para mantenernos en vilo evidenciando que ni los aduladores de oficio, ni las lecturas acomodaticias de la historia, ni las tentaciones del poder absoluto e indefinido, ni las constituciones prêt-à-porter, son nuevos. Señalándonos también cómo la desmemoria y la falta de cuidado por avances políticos y ciudadanos que muchos desvelos y esfuerzos han costado nos mantienen amarrados a la noria. Si para muestra basta un botón, pues que sea nuestro broche final:
(…) se trataba de un eslabón más de esa cadena interminable de rencillas personales que en Venezuela nos empeñamos en llamar “historia patria” (…) En sus disputas [los caudillos] se llevan por delante lo que se les atraviese en el camino con tal de salirse con la suya. Eso de que Venezuela entró en el siglo XX en 1935, a la muerte de Gómez, es verdad, pero lo que nunca nadie ha dicho es que ese pasaje tiene retorno y que, en medio de nuestros desencuentros, puede cualquiera hacernos retroceder al siglo XIX.
Carlos Pacheco
Universidad Simón Bolívar
Ilustración: “Viejo tranvía caraqueño”
Y es que el primero de los aciertos de El pasajero de Truman es el hallazgo del tema, pues su potencia narrativa se concentra en la indagación y exitoso esclarecimiento de una figura confusa, borrosa, casi fantasmal, de nuestra trayectoria como país, el doctor Diógenes Escalante, a quien la memoria histórica había reducido casi a la condición de monigote por tomar en cuenta sólo un episodio decisivo de septiembre de 1945 cuando, al perder la cordura, se ve imposibilitado de asumir una candidatura de consenso entre viejos y nuevos protagonistas civiles y militares de nuestra vida política que lo habría llevado a la presidencia de la república. Esa curiosidad intensa por develar la verdad de lo ocurrido con aquel ilustrado tachirense, veterano diplomático y amigo personal del presidente Truman, es la que da vida a todo el libro y es personificada por uno de los personajes, Román Velandia, sesenta años después de los acontecimientos, cuando por fin logra convencer a su contemporáneo Humberto Ordóñez, secretario y confidente de Escalante, de revelarle los entretelones de aquel apasionante personaje y ayudarle a entender su inesperado desenlace.
Reconocido como novelista no por un premio, sino por la originalidad y el buen tramado de su opera prima, La otra isla (2005), Suniaga lanza la segunda en medio de apreciables expectativas que con creces logra superar. Si el asunto es la primera de las razones de su éxito, su muy pertinente estrategia narrativa es la segunda. Los dos ancianos, sosías ficcionales de Ramón J. Velásquez y de Hugo Orozco respectivamente, como confirman unos agradecimientos en la última página, van desbrozando la historia en ocho sesiones de intenso diálogo. La voz cantante es la de Humberto, hombre de confianza de Escalante por muchos años, mientras Román es quien sabe preguntar, comentar y ofrecer el complemento clave. Los capítulos que recogen aquel diálogo, alternan con otros donde el propio Escalante asume la voz narrativa como quien conversa con Humberto en el vuelo de regreso a los Estados Unidos, después de su humillante fracaso.
Gracias a un virtuoso (por imperceptible) manejo de los tiempos narrativos, en esas conversaciones los tres protagonistas van pasando personalísima revista a toda la historia contemporánea venezolana, mientras describen e interpretan de tanto en tanto a sus figuras mayores: Castro, Gómez, López Contreras, Medina, Betancourt y Leoni (eché de menos a Gallegos) y sus momentos clave, desde su particular experiencia de la política, la historia, la diplomacia y la psicología. La novela nos hace viajar así por estos episodios, entreteniéndonos e interesándonos con ambientaciones muy lograda y ricas en detalles, con convincentes representaciones de episodios y semblanzas de personajes y con la interpolación de cartas, reportajes y otros documentos supuestamente auténticos; todo ello fruto sin duda de profusa documentación y de sabias miradas intrahistóricas que nos convierten, como lectores, en confidentes de aquellos diálogos. Bajo la historia del primer plano, subyacen sin embargo los dilemas más complejos de la vida social y el devenir humano: el poder político y su efecto en quienes lo detentan, las complejidades de la psique, con sus demonios capaces de llevarnos por donde no queremos ir, los misterios del destino personal y colectivo, los problemas de la memoria y el recuento de lo ocurrido y hasta las sorpresas que aguardan a quienes alcanzan la senectud…
Tal vez el logro de mayor relieve sin embargo sea que, sin mención expresa alguna del presente venezolano que nos concierne a todos, la novela con mucha frecuencia nos lo pone por delante. Se las arregla para mantenernos en vilo evidenciando que ni los aduladores de oficio, ni las lecturas acomodaticias de la historia, ni las tentaciones del poder absoluto e indefinido, ni las constituciones prêt-à-porter, son nuevos. Señalándonos también cómo la desmemoria y la falta de cuidado por avances políticos y ciudadanos que muchos desvelos y esfuerzos han costado nos mantienen amarrados a la noria. Si para muestra basta un botón, pues que sea nuestro broche final:
(…) se trataba de un eslabón más de esa cadena interminable de rencillas personales que en Venezuela nos empeñamos en llamar “historia patria” (…) En sus disputas [los caudillos] se llevan por delante lo que se les atraviese en el camino con tal de salirse con la suya. Eso de que Venezuela entró en el siglo XX en 1935, a la muerte de Gómez, es verdad, pero lo que nunca nadie ha dicho es que ese pasaje tiene retorno y que, en medio de nuestros desencuentros, puede cualquiera hacernos retroceder al siglo XIX.
Carlos Pacheco
Universidad Simón Bolívar
Ilustración: “Viejo tranvía caraqueño”
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