De James Hillman había leído dos ensayos estupendos: El sueño y el inframundo (Paidós) y El pensamiento del corazón. (Siruela). El primero es uno de los textos más hondos y sugestivos que he leído sobre el manoseadísimo y canónicamente intrigante tema de los sueños; el segundo, un agudo alegato en defensa de la estética y sus verdades. Ahora leo A terrible love of war (Nueva York: Penguin, 2004), aparecido poco después de la invasión americana (y británica y española, se olvida muchas veces) a Irak. Hillman no menciona ese dato sino de manera episódica, pero su libro, polémico, provocador, de sabia erudición y don imaginativo, no puede sino entrar en diálogo tácito con un momento dramático de la historia de su país (y del mundo). Es quizá el libro más “estadounidense” del doctor Hillman. Un panfleto contra las simplificaciones de la guerra, un esfuerzo por imaginarla y por entender sus mitos persistentes. Quien dijo que la guerra es incomprensible e inimaginable, propuso un enorme reto de comprensión y de imaginación que Hillman intenta encarar en estas páginas.
La guerra tiene no sólo su política sino su mitología, su filosofía y su estética. No se trata sólo de instintos ni de ideales. Hillman escarba en el testimonio de los soldados americanos y británicos, en los mitos griegos y en la literatura de guerra: “La inhumanidad de la guerra es mejor captada por los poetas y los novelistas, porque su imaginación se adentra en el alma afligida más allá del reportaje de los hechos”. También el autor quiere adentrarse en el “alma afligida” de la guerra, no por desdén a lo real sino justo por respeto no sólo a lo que pasa sino a lo que se queda.
Antes de la aflicción, esa marca de ceniza de la guerra, hay el ardor de las pasiones templadas por un viejo amor guerrero. Una pasión tenaz pero cada vez menos confesable. Hillman nos recuerda que la guerra no sólo es el estado habitual de la humanidad sino que es una de sus grandes pasiones. Nuestra hipocresía la está convirtiendo en guerras a control remoto, en bombas bajo la ropa y en secuestros. Escondida la guerra, no desaparecen sus efectos. Somos es en general más cobardes y correctos pero igual de mortíferos. No sólo entre humanos y otros animales sino con el medio mismo en que vivimos. Dice Hillman, con un acento que rescata a conciencia del mejor romanticismo: Es como si la tierra misma se hubiera convertido en el enemigo.
En medio de cuerpos destrozados y el ruido de la metralla, una frase del general Patton, recogida en la película biográfica de 1970 que dirigió Frank Schaffner con guión de Coppola, da tono al libro: “Sólo Dios sabe cuánto adoro la guerra”. Ese dios, a Hillman no le cabe duda, no es otro que una reencarnación del Ares griego y el Marte romano, pero también Cristo, tan invocado en la política norteamericana. Cristo es un dios guerrero. Todas las religiones monoteístas, dice Hillman y no dice cosa nueva, comparten esa adoración por la guerra. Lo que sí es nuevo para mí es su asociación del dios cristiano de la redención y el amor con el dios pagano de la guerra. Marte, de todos los dioses paganos, es el más inhumano. No por ello deja de ser un dios olímpico. La guerra, dice Hillman, es esencialmente monoteísta. Su elenco se cifra en aliados y enemigos. “En el principio fue no el verbo sino la guerra”.
James Hillman es un Padre tolerantísimo o es herético del psicoanálisis, un psicoanalista que defiende la Ilustración, “tan cerca de Venus como de Apolo”, y no le hace ascos a sentar en su diván-trinchera-tertulia las sombras pensantes de gente que no ha dado la espalda a los fantasmas y las vigilias bélicos. Más que defender una iglesia de pensamiento, a Hillman le interesa el pensamiento acerca de su tema. No renuncia a hacer más complejas sus preguntas ni a encontrar respuestas fuera de su templo.
Los Estados Unidos miran cada dos por tres a muchos de sus ciudadanos volver de los destrozos de la guerra, destrozados muchas veces ellos mismos. Hillman discurre sobre lo que es ser un veterano de guerra en EEUU. Sus narraciones en primera persona son parte de un ensayo de comprensión que no quiere ser una tesis de salón. No quiere pensar a control remoto ni lanzar una bomba al lector, ni siquiera secuestrarlo. Quiere invitarlo a una discusión para él fundamental.
Es una pena para nosotros que Hillman, en rasgo más bien convencional en un intelectual americano, no tenga más en cuenta la particular historia guerrera de la otra América, después de todo casi tocaya. Alguien diría que no es él el llamado a explorar de forma abarcante, profunda y descarnada el territorio de las guerras latinoamericanas. Aun así, Hillman no escatima alusiones a las más variadas guerras europeas y del Medio Oriente, y además sus ideas no pretenden ser para exclusivo consumo parroquial. De todos modos, el hilo reflexivo está tendido. Entrelíneas, el mismo lector no puede sino trasladar algunas de las reflexiones sobre la guerra a su propio contexto, incluso aquellos lectores que carecen de memoria bélica, pero no por ello han espantado los duelos del militarismo.
Hillman no hace una denuncia sino un examen de la guerra. La guerra, dice con sagaz provocación, es tan inhumana como sublime. No por nada atrae tanto. Tan sublime como el amor. Yo mismo, asegura, escribo mis textos como si estuviera planeando un asalto militar. Yo también soy un veterano, pero todas mis guerras han sido psicológicas. Como quien dice: no soy inmune a la locura ni a las influencias de la guerra. Ni nosotros. ¿Cuáles son nuestras guerras?
Otra idea sugestiva, como tantas en este libro: una de las peores cosas de la guerra es la anestesia que provoca, ese afán de olvidarlo o literalizarlo todo, de creer que lo normal o dado es la paz, lo civil, lo humano, lo secular y otras excepciones. “La normalización puede permitir la sobrevivencia, y puede ser también uno de los errores humanos más estúpidos”. Y añade: “Habituarse a la guerra puede significar una toma de partido, no por la sobrevivencia, sino por la muerte”. De esas paradojas está hecho el pensamiento de Hillman.
No viene mal desconfiar a veces de la jerga, común entre los psicoanalistas, cuyo efecto muchas veces es menos la reflexión que la hipnosis. Pero cómo negar que me emocionan sus temas, el respeto por la imaginación y la pasión por lo estético, la dimensión política por lo general ausente en las indagaciones psicológicas, la riquísima trama cultural en que se inscribe. Hillman llega a ser fantástico cuando se despoja de sus tics doctrinarios y también cuando interpreta de forma crítica a sus propios maestros, cosa que por fortuna no es infrecuente.
En el mundo hispano, el primer comentarista de Hillman ha sido Rafael López Pedraza, cubano con décadas de residencia en Venezuela, autor entre otros libros recomendables de Ansiedad cultural, Anselm Kieffer y la psicología de Después de la catástrofe y Dionisos en exilio, libros a los que me gusta volver y que no se me agotan de una sentada. Lo mismo me está ocurriendo con los de James Hillman.
Leonardo Rodríguez
La guerra tiene no sólo su política sino su mitología, su filosofía y su estética. No se trata sólo de instintos ni de ideales. Hillman escarba en el testimonio de los soldados americanos y británicos, en los mitos griegos y en la literatura de guerra: “La inhumanidad de la guerra es mejor captada por los poetas y los novelistas, porque su imaginación se adentra en el alma afligida más allá del reportaje de los hechos”. También el autor quiere adentrarse en el “alma afligida” de la guerra, no por desdén a lo real sino justo por respeto no sólo a lo que pasa sino a lo que se queda.
Antes de la aflicción, esa marca de ceniza de la guerra, hay el ardor de las pasiones templadas por un viejo amor guerrero. Una pasión tenaz pero cada vez menos confesable. Hillman nos recuerda que la guerra no sólo es el estado habitual de la humanidad sino que es una de sus grandes pasiones. Nuestra hipocresía la está convirtiendo en guerras a control remoto, en bombas bajo la ropa y en secuestros. Escondida la guerra, no desaparecen sus efectos. Somos es en general más cobardes y correctos pero igual de mortíferos. No sólo entre humanos y otros animales sino con el medio mismo en que vivimos. Dice Hillman, con un acento que rescata a conciencia del mejor romanticismo: Es como si la tierra misma se hubiera convertido en el enemigo.
En medio de cuerpos destrozados y el ruido de la metralla, una frase del general Patton, recogida en la película biográfica de 1970 que dirigió Frank Schaffner con guión de Coppola, da tono al libro: “Sólo Dios sabe cuánto adoro la guerra”. Ese dios, a Hillman no le cabe duda, no es otro que una reencarnación del Ares griego y el Marte romano, pero también Cristo, tan invocado en la política norteamericana. Cristo es un dios guerrero. Todas las religiones monoteístas, dice Hillman y no dice cosa nueva, comparten esa adoración por la guerra. Lo que sí es nuevo para mí es su asociación del dios cristiano de la redención y el amor con el dios pagano de la guerra. Marte, de todos los dioses paganos, es el más inhumano. No por ello deja de ser un dios olímpico. La guerra, dice Hillman, es esencialmente monoteísta. Su elenco se cifra en aliados y enemigos. “En el principio fue no el verbo sino la guerra”.
James Hillman es un Padre tolerantísimo o es herético del psicoanálisis, un psicoanalista que defiende la Ilustración, “tan cerca de Venus como de Apolo”, y no le hace ascos a sentar en su diván-trinchera-tertulia las sombras pensantes de gente que no ha dado la espalda a los fantasmas y las vigilias bélicos. Más que defender una iglesia de pensamiento, a Hillman le interesa el pensamiento acerca de su tema. No renuncia a hacer más complejas sus preguntas ni a encontrar respuestas fuera de su templo.
Los Estados Unidos miran cada dos por tres a muchos de sus ciudadanos volver de los destrozos de la guerra, destrozados muchas veces ellos mismos. Hillman discurre sobre lo que es ser un veterano de guerra en EEUU. Sus narraciones en primera persona son parte de un ensayo de comprensión que no quiere ser una tesis de salón. No quiere pensar a control remoto ni lanzar una bomba al lector, ni siquiera secuestrarlo. Quiere invitarlo a una discusión para él fundamental.
Es una pena para nosotros que Hillman, en rasgo más bien convencional en un intelectual americano, no tenga más en cuenta la particular historia guerrera de la otra América, después de todo casi tocaya. Alguien diría que no es él el llamado a explorar de forma abarcante, profunda y descarnada el territorio de las guerras latinoamericanas. Aun así, Hillman no escatima alusiones a las más variadas guerras europeas y del Medio Oriente, y además sus ideas no pretenden ser para exclusivo consumo parroquial. De todos modos, el hilo reflexivo está tendido. Entrelíneas, el mismo lector no puede sino trasladar algunas de las reflexiones sobre la guerra a su propio contexto, incluso aquellos lectores que carecen de memoria bélica, pero no por ello han espantado los duelos del militarismo.
Hillman no hace una denuncia sino un examen de la guerra. La guerra, dice con sagaz provocación, es tan inhumana como sublime. No por nada atrae tanto. Tan sublime como el amor. Yo mismo, asegura, escribo mis textos como si estuviera planeando un asalto militar. Yo también soy un veterano, pero todas mis guerras han sido psicológicas. Como quien dice: no soy inmune a la locura ni a las influencias de la guerra. Ni nosotros. ¿Cuáles son nuestras guerras?
Otra idea sugestiva, como tantas en este libro: una de las peores cosas de la guerra es la anestesia que provoca, ese afán de olvidarlo o literalizarlo todo, de creer que lo normal o dado es la paz, lo civil, lo humano, lo secular y otras excepciones. “La normalización puede permitir la sobrevivencia, y puede ser también uno de los errores humanos más estúpidos”. Y añade: “Habituarse a la guerra puede significar una toma de partido, no por la sobrevivencia, sino por la muerte”. De esas paradojas está hecho el pensamiento de Hillman.
No viene mal desconfiar a veces de la jerga, común entre los psicoanalistas, cuyo efecto muchas veces es menos la reflexión que la hipnosis. Pero cómo negar que me emocionan sus temas, el respeto por la imaginación y la pasión por lo estético, la dimensión política por lo general ausente en las indagaciones psicológicas, la riquísima trama cultural en que se inscribe. Hillman llega a ser fantástico cuando se despoja de sus tics doctrinarios y también cuando interpreta de forma crítica a sus propios maestros, cosa que por fortuna no es infrecuente.
En el mundo hispano, el primer comentarista de Hillman ha sido Rafael López Pedraza, cubano con décadas de residencia en Venezuela, autor entre otros libros recomendables de Ansiedad cultural, Anselm Kieffer y la psicología de Después de la catástrofe y Dionisos en exilio, libros a los que me gusta volver y que no se me agotan de una sentada. Lo mismo me está ocurriendo con los de James Hillman.
Leonardo Rodríguez
http://lacasaazulada.blogspot.com/
Ilustración: “After M Whurther Run Glandelinians attack and blow up train carrying children to refuge”, Henry Darger
Ilustración: “After M Whurther Run Glandelinians attack and blow up train carrying children to refuge”, Henry Darger
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