viernes, 7 de enero de 2011

El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti


Cuando la vida se acostumbra a ser una derrota no perecedera, la indiferencia y el desdén se convierten en combustible vital para empujar los anodinos días de sujetos sin mayores esperas que el cambio del día por la noche, echados sobre un catre, incómodo, crujiente, mirando las figuras que les ofrece el techo. Este tipo de sujeto hastiado, pero no lo suficientemente amargo y descontento para ser un inconforme social, cumple con el perfil de los personajes de El asesino de chanchos (Buenos Aires: Tamarisco, 2010), el libro de narrativa breve de Luciano Lamberti:

“Marcos tiene treinta años y está deprimido. Se despierta a las once de la mañana y se queda mirando el techo y buscando una razón para levantarse. Después hace una lista. Diez razones para levantarse el día de hoy. Ninguna razón lo convence (…)” (“El arquero”, pág 21).

Las historias de Lamberti tienen una textura áspera, parecen asoladas por las inclemencias de la intemperie, del degaste de la ilusión. Son bruscas, algunas están escritas con cierta “torpeza” intencional que coquetea con rasgos de la oralidad, pero no en su calco, sino en esa posibilidad de ir directo al grano, sin acicalamientos ni regodeos. El narrador argentino escribe en seco:

Jorge me dijo que no había nacido en Colanchanga y ni siquiera en Córdoba, sino en Ramos Mejía, al oeste de Buenos Aires. De joven, me dijo, trabajaba como guardabarreras en un paso a nivel. Su papá hacía lo mismo y cuando se enfermó él empezó a reemplazarlo. Era un trabajo simple: bajaba las barreras cuando pasaba el tren. Y también era un trabajo tedioso, porque implicaba muchas horas sentado ahí. Jorge tomaba ginebra para soportarlo (…) Una noche se emborrachó, se quedó dormido y no bajó las barreras. El tren arrolló a un auto con la familia adentro (…) (“Agua viva”, pág. 34).

Quienes busquen refugios líricos entre los tránsitos rurales por los que trastabillean los personajes de Lamberti, no los hallarán, pero sí la ráfaga brutal: “Mi papá era bombero y murió al caer de una antena” (“Monocigótico”, pág. 59); “Su casa era una única pieza dividida por el ropero en cocina y dormitorio (…) Encima del ropero tenía un par de revistas pornográficas” (“Febrero”, pág. 40); “Conocí a una mujer que estaba loca (…) A los dos meses se mató tirándose querosén y prendiéndose fuego” (“El cazador, los galgos, la liebre”, págs. 46-47). En una corta oración, el autor puede comprimir la crudeza de una vida arriada por un mal hado.

Al leer El asesino de chanchos, me pareció hallar alguna cercanía con los discursos visuales de Lucrecia Martel y Lucía Puenzo; por aquello de lo remoto de los paisajes, del aislamiento de sus personajes; por ese extraño estancamiento de los mismos. Pienso en La Ciénaga (Martel) y XXY (Puenzo), en el tratamiento del ambiente, ese paisaje que aunque no se nombre, es una presencia determinante, un poco siniestra. En Lamberti, los elementos también juegan a la sensación de “apartamiento”:

La tarde en que se quedó sordomudo, estaba apoyado en el dintel de la puerta que daba al patio, miando una tormenta negra y pesada subir desde el este (…) Entonces cayó el rayo. Un tijerazo de luz blanca. Cuando la luz desapareció, el paraíso del patio tenía el tronco quebrado y el sordomudo estaba tirado en el piso, con espuma en la boca “El paraíso quebrado” (pág. 50).

Si bien la escritura de Luciano Lamberti no tiene aproximaciones con la propuesta narrativa de su compatriota Juan Martini, hay algunos guiños que me hacen pensar en Colonia y La máquina de escribir, dos novelas de Martini. En la primera, unos enajenados mentales conviven en un asilo uruguayo; en la La máquina de escribir se narra desde un bar regentado por extranjeros, ubicado en una sociedad apartada de la gran ciudad. Llama la atención cómo estas cineastas y estos escritores han apostado por contar historias desde los márgenes y las afueras de un país cuyo gran faro siempre ha sido Buenos Aires; esta insistencia pareciera una necesidad de enunciar desde otro lado, narrar desde la diferencia. En el caso específico del autor de El asesino de chanchos, esa enunciación se hace desde la frágil situación de un sujeto sin asidero afectivo ni económico, se hace desde la errancia en los márgenes.

Carolina Lozada

Ilustración: Felix Aftene

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