viernes, 31 de diciembre de 2010

Dublin n’est que…


Una ciudad es para Enrique Vila-Matas un damero de funciones mágicas, cuya disposición puede rozar lo real sin verse constreñido por ello, como una geografía que obedeciera no sólo las seguridades de lo visible, sino también las ofertas de la fábula y la imaginación. Su trazado existe de antemano como una red abierta a contenidos no puramente históricos; en tal sentido, no hay ciudad que en la literatura no pueda ser tan porosa y rica como la metrópoli de Nadja o del campesino de Louis Aragon. La novela París no se acaba nunca (2003) se fundaba en el aura de un panorama constatable en bulevares, pasajes y edificios, y en una tradición simbólica que incluye, además de aquel surrealismo, a Baudelaire el siglo anterior y más cerca a Walter Benjamin. A eso Vila-Matas añade las sombras de la generación perdida norteamericana, en especial la de Ernest Hemingway. Esas páginas nos cuentan una especie de iniciación calculada, no por eso menos genuina: la posibilidad de una carrera literaria está asociada a una determinada toponimia y estructura urbana, como un destino que girara en torno a una hipótesis ambiental. El París que ya entonces sumaba a Marguerite Duras, a Copi y OuLiPo incluía a la vez una teoría de la escritura, una actitud corporal y una mudanza al centro del planeta.

No creo, sin embargo, que Vila-Matas pretenda configurar una guía cartográfica absoluta. Entre otras cosas, los mapas representan relaciones de dominio y autoridad, modos de vincularse con los conceptos mismos de foco y perímetro. Esa conciencia apenas desea crear, según las circunstancias, esquemas parciales de un universo que tiende a dislocarse, a desorientar sus propios hitos. Viajar es perder países porque se adivina que el paso siguiente habrá de iluminar un distinto protagonismo ecológico o cultural. El atlas de ese continuo movimiento sirve nada más para un itinerario o una solitaria estación. Es lógico: no se localizan los pubs dublineses en un mapa de Francia. Igualmente lógico: a país perdido, país ganado.

Me parece casi natural que las primeras páginas de Dublinesca (Barcelona: Seix Barral, 2010) nos refieran con brevedad el viaje fallido del editor Samuel Riba a Lyon. Encerrado en una habitación de esa ciudad, Riba en principio se dedica a esperar que lo contacte la organización que lo invitó a viajar hasta allí para asistir a un encuentro sobre la edición literaria, y luego, al ver que nadie lo hacía, a fabricar una teoría de la novela. Pero Riba descarta de inmediato la cualidad narrativa de esa experiencia; con eso contraviene el acuerdo tácito al que había llegado con sus padres—darles los detalles de cada viaje hecho:

Sus ancianos padres escuchan siempre sus relatos de viajes con gran curiosidad y atención. A veces, hasta parecen dos réplicas exactas de Kublai Kan oyendo aquellas historias que contaba Marco Polo. Las visitas que siguen a algún viaje de su hijo parecen disfrutar de un rango especial, una categoría superior a las más monótonas y habituales de todos los miércoles. La de hoy tiene ese rango extraordinario (pp. 13-14).

La visita a Lyon se muestra invalidada como relato, como si hubiera episodios que jamás logran armar el dispositivo que liga pasado personal y literatura. Lo poco que ocurriera en esa ciudad no puede transformarse siquiera en descripción mecánica del mobiliario del hotel, la vista desde la habitación o el estado anímico que produjo la espera. La teoría general de la novela parece, por definición, desechable, y en consecuencia terminó en una papelera. El silencio que rodea toda referencia a Lyon hace de esas páginas un momento clave, la forma definitoria de un final, una sinécdoque de lo que se desgasta y de inmediato se permuta. El repaso de un viaje consumado cede lugar a la ilusión de otro, en un enroque que da la impresión de que Francia muy bien puede acabarse. En ese trance, Riba recuerda un sueño que transcurre en Dublín, donde él, que lleva dos años sin probar alcohol, vuelve a beber. El suceso resulta premonitorio, y le da a la ciudad irlandesa el carácter de una promesa que puede modelarse parcialmente según los arreglos del Ulysses de Joyce. A partir de ahí, Riba asume esa nueva locación no únicamente como paliativo de su cotidiano vacío de editor jubilado, hikikomori y viajero mental, sino como el signo de una transición, donde se nota el paso de la imprenta a la era digital.

A Riba se le ocurre entonces que la noticia de un funeral por la galaxia Gutenberg es un buen sustituto de los acontecimientos de Lyon. Es un plan improvisado, literalmente una metáfora: una ficción que tiene el propósito de llevar la charla a un plano situado más allá de esa hora de omisiones. En ese momento, Dublín no es más que una suerte de emplazamiento utópico, un futuro que puede construirse con la memoria y la imaginación ajenas, como una trama literaria. Eso, justamente: Dublín es la literatura del porvenir. A su consecución se dedica Riba desde entonces como a un proyecto que podría darle una merecida sobrevida que exceda la enumeración de títulos de su catálogo editorial, y le permita descubrir las coordenadas de su ineludible extranjeridad. La despedida de Francia es como un requisito:

Tal vez le convenga apartar de su vida, por una temporada, la cultura francesa: tiene con ella una confianza que ya casi da asco, y por eso ya no le parece ni tan siquiera extranjera, sino tan familiar como la española, precisamente la primera cultura de la que huyó (77).

La actitud de Samuel Riba ante lo demasiado conocido tiene ciertos rasgos de la desfamiliarización de Viktor Shklovsky y de la alienación teatral de Brecht, y, en un sentido más hondo, del desarreglo de los sentidos de Rimbaud. De allí que la propuesta de concebir Dublín como un renovado centro del mundo sea como un elogio de la xenofilia, el imperativo de verlo todo como un desposeído. El sentido de la pérdida lleva unida a sí la virtual experiencia de la ubicuidad: todo lugar es potencialmente propio por asimilación. “Ahora este es mi país”, vuelve a pensar Riba de Irlanda cuando ya está en el tiempo de celebrar las exequias por la galaxia Gutenberg (257). Lo que pueda quedar de París es una nostalgia pasajera.

En Irlanda, Riba sabrá que el duelo del alcohol es igual de punzante que la posible desaparición definitiva de la imprenta o la muerte del genio o la súbita vuelta del autor. En cierto modo, esos acontecimientos pueden ser transitorios, como toda hecatombe, y por ello se reciben con gestos en parte paródicos y en parte celebratorios o contritos. El más impresionante apocalipsis que nos muestra Vila-Matas en esta novela ocurre en la Tate Modern Gallery y es una instalación de Dominique González-Foerster: en ella se propone un modelo de Londres después de un gran diluvio y llena de hombres que duermen, como en una pluralizada novela de Perec. La aventura dublinesa de Riba supondrá para él un cruce de épocas donde conviven los vivos y los muertos; una red de textos que incluye los volúmenes de Joyce y los de Beckett; una confluencia de desencadenamientos de energía equivocada, de los que hablara Julien Gracq, y de sentimientos cambiados, como los que constata el antiguo editor al final. Dublinesca terminará por mostrarnos que lo premonitorio, lo onírico y lo real son la materia de un suelo foráneo que puede constituirse en nuestro prolijo lugar nativo hasta que otro, más ajeno aún, lo acabe alguna vez.

Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “Retrato de Joyce”, Eduardo Arroyo

2 comentarios:

Anónimo dijo...

http://www.enriquevilamatas.com/obra/l_perderteorias.html


"Perder teorías" es un librito o anexo de "Dublinesca" que acaba de aparecer y donde se explica con más detalle lo que sucedió en Lyon.

Carolina Lozada / Luis Moreno Villamediana dijo...

Estimado anónimo: "Perder teoría" es ya un libro leído y anotado para una próxima entrega. Creemos que requiere una discusión fuera de "Dublinesca". Gracias por su comentario y feliz año.