jueves, 30 de julio de 2009

Arturo Gutiérrez Plaza y su Pasado en limpio


Aunque la principal memoria de un poeta se encuentra unida a la lectura de su obra, a los versos y demás escritos que constituyan su legado definitivo, una huella distinta, sin embargo, que añade una evocación cierta o recreada, es la que encuentra su cauce en versos ajenos. Tal ocurre cuando la rememoración de su nombre llega a convertirse en el motivo de otro poema. Son muchas las obras antiguas en que la mención de poetas y artistas anteriores se hace parte de una nueva obra. Bastaría con recordar la presencia de Virgilio en la Divina Comedia, cuya incorporación como guía representa para Dante nada menos que la celebración de la gloria del lenguaje. De igual modo, ya más cerca de nuestro tiempo, Manrique es evocado por Antonio Machado, al igual que Whitman por el joven Rubén Darío, en tanto que W.B. Yeats constituye el motivo de una hermosa elegía de Auden, mientras el joven Montale figura en un poema casi premonitorio del triestino Umberto Saba. La enumeración podría volverse ingente y cerca de no tener fin. Si indagamos en nuestra poesía reciente, damos con las sugestivas sombras de Ezra Pound y César Moro como motivos de poemas de Juan Sánchez Peláez, el primero al frente de un ilusorio taller literario, en tanto que Moro, “hermoso y humillado”, aparece en una calle de Lima.

A su vez, el inolvidable Juan Sánchez Peláez, con su iluminante presencia se ha convertido en motivación de nuevos poemas. Uno de los más recientes es, por cierto, el que se lee en “Poeta de ojos encantados”, que pertenece al libro Pasado en limpio (Caracas: Editorial Equinoccio/bid & co. editor, 2006) de Arturo Gutiérrez Plaza. Se trata, en verdad, de una compilación de tres poemarios del autor, entre los cuales el tercero, hasta ahora inédito, presta su título al volumen donde consta el poema referido.

El dibujo que trazan los versos de Gutiérrez Plaza recrea la imagen del último Juan, ya octogenario y enfermo, obviamente distinto del que, hace más de cuarenta años, atravesaba entonces el arco solar de la media vida cuando lo conocimos, aunque el encantamiento de los ojos y la extrañeza de la mirada que parecía haber afrontado visiones poco comunes, fuesen siempre los mismos. El poema de Gutiérrez Plaza se concreta en un apunte sobrio y preciso: “Juan lee, / Juan sabe que va a morir, / Juan escucha el resoplido / quejumbroso de sus pulmones.” Corren los días finales del poeta, unos días en que, como en tantos otros, distraídamente, desde su aparente fragilidad y sin proponérselo siquiera, da lecciones a sus amigos, esta vez acerca de cómo encarar la muerte de modo imperturbable, casi sin dejar que el terrible acontecimiento altere demasiado su ánimo: “Juan lee sin distraerse / en lo que vendrá” (…) “Respira hondo / pero no puede / no puede ni deja de leer. / Se despide de las visitas / y llama a Malena / con sus ojos grandes, / repletos de adivinanzas”. En otros versos del mismo poema se añade este otro rasgo de precisión del retratado: “No le gusta / la poesía objetiva. / Prefiere arropar cada palabra / con el tacto de un animal nocturno”.

En la compilación de Gutiérrez Plaza hay varios otros poemas dedicados a diversos creadores como Eliseo Diego, Roberto Juarroz, José Ángel Valente o su propio abuelo, el reconocido compositor Juan Bautista Plaza, cada uno visto desde algún ángulo insinuado por la obra del personaje o por un dato afín con que lo ha retenido la memoria. No obstante, en la observación acerca de la “poesía objeortiva”, incorporada a los versos que dedica a Sánchez Peláez, parece hacer un guiño mediante el cual el autor sutilmente marca el terreno de su propia estética, más ceñida a cierto objetivismo, es decir, menos proclive a arropar sus palabras “con el tacto de un animal nocturno”. Tal inclinación objetiva, que encuentra su centro privilegiado en la mirada, propende a registrar en el poema los datos de la existencia cotidiana, ya de forma directa, ya transfigurada en sus versos. “La mirada—escribe Luis Miguel Isava en el prefacio del libro—se hace escritura que apunta, anota, copia, cuenta, reescribe, para inscribirse en la doble devoción de las palabras y las cosas”. No en vano uno de los poemarios del autor, por cierto el que se hizo acreedor del Premio Sor Juana Inés de la Cruz en 1999, se llama Principios de contabilidad, como si, más allá de la ambigüedad sugerida por el título, el autor aspirase a crear desde el espacio lírico un minucioso registro, un recuento de los hecho del mundo que han acompañado su vida...

Aunque Gutiérrez Plaza afirme en uno de sus versos que “las ideas nacen del tacto”, es el ojo el que en sus poemas casi siempre asume el privilegio de ordenar las palabras en la página blanca. Es verdad que no resulta fácil deslindar del todo en una obra de arte lo que reconocemos como subjetivo de aquello que creamos su opuesto. El objetivismo, por lo demás, no niega los elementos subjetivos implicados en una escritura artística, sino que los subordina a sus componentes representativos. Si nos atenemos a la trinidad que conforma el presente volumen de Gutiérrez Plaza, en diversos poemas, tales como los que llevan por título “Mrs. Gardner” o “414 Ludlow Ave”, prevalece el ceñido diseño de la realidad más inmediata, mientras que otros, en proporción variable, parecen conectarse en secreto con “el tacto del animal nocturno”, que el autor supo entrever en la obra de Sánchez Peláez. A este último grupo pertenece, por ejemplo, “Plegaria”, tal vez uno de sus poemas más conseguidos, en el cual los datos objetivos no señorean de modo ostensible sobre el tono ni resultan demasiado notorias las imágenes que provienen de la agudeza o el intelecto. Las palabras no procuran en este caso más espacio que el despojo ante su propia intemperie: “Te escribo una carta / que no tiene destino. / Una carta escrita / sobre el borde blanco de la noche, / al dictado de tu nombre”. El poema parece asumir el carácter de una oración, de un decir monológico, sin más aditamento que la desnudez del yo ante lo desconocido.

Al pasar en limpio lo que ha sido hasta el presente su poético cometido, Gutiérrez Plaza tal vez haya entrevisto en la definitiva combinación de ambas opciones una prueba de logro y, sobre todo, de personalización de su voz. No se trata, y varios de sus poemas así lo confirman, de una mezcla de propósitos requeridos in abstracto, sino de la identificación desde su hondura vital del registro que le resulte, por más suyo, más verdadero. Acaso “los monosílabos / encontrados en la boca de los amantes” anticipen cifras de poemas futuros en que las dos líneas mencionadas concuerden y se armonicen en la vibración melodiosa de la memoria.

Eugenio Montejo

Ilustración: “Natura morta, 1952”, Giorgio Morandi

1 comentario:

Anónimo dijo...
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