lunes, 18 de octubre de 2010

Esperando a Enoch Soames

Debo a Luis Moreno Villamediana el conocimiento de un cuento de Max Beerbohm cuyo escenario es la ciudad de Londres a finales del siglo XIX. Un oscuro poeta, Enoch Soames, obsesionado por el destino de su obra hace un pacto con el diablo a fin de viajar cien años en el tiempo, así aquel le concede 5 horas para revisar cuanto la crítica ha dicho de su obra y en que concepto lo tendrá la posteridad. El 3 de junio de 1997 a las 2:15 pm es proyectado en la biblioteca del Museo Británico, regresa a las 7 en punto, nunca más se le vio.

En los primeros días del mes de abril de 1997, al tanto de mi cercano viaje a Inglaterra, Luis inquirió dónde me encontraría el 3 de junio. “Sin duda en Londres”, le respondí. Me sugirió entonces que me acercara ese día al Museo Británico, hasta el Salón de Lectura. Para mí no representaba ningún esfuerzo aquella visita; por lo demás, el encargo no parecía estar revestido de urgencias. Pero antes debía llegar a Londres. Salí de Maiquetía un viernes cerca de las 11:30 de la noche, algún descuido permitió que embarcara cuando ya la mitad del pasaje lo había hecho y mi silla de ruedas fue conducida, ahora con solicitud, a mi asiento en la fortaleza volante de British Airways. Flanqueado por una desolada familia ecuatoriana a mi izquierda y por una hermana de la Orden de la Caridad a mi derecha, llegué Londres entre la tristeza del Tahuantisuyo y las imágenes de las calles de Calcuta.

El frío glacial de la primavera londinense me inmovilizó y echó un poco de pesimismo en mis planes en los primeros días. Debí olvidar la prometida visita, atento al deber principal de mi expedición, y una tarde, cuando todo parecía estar bajo control, pregunté a mi cicerone, Ángel Viloria—gran amigo y tal vez la persona mejor organizada que conozco—, por el Salón de Lectura. Al otro día, Ángel ya tenía la identificación precisa del lugar y el deslinde del acceso legal al santuario. Por supuesto, en toda Inglaterra no hay sino un sólo Round Reading Room y en el mundo habrá pocos sitios cerrados, de hecho un enorme salón, con una biografía tan enfática y detallada. Pero era preciso saber dónde se pisaba, pues no habría oportunidad ni para ensayar ni para rectificar—a esas alturas aquella fecha ya me obsesionaba, había saltado del aparente olvido a instalarse en una discreta angustia. Mediaban algunas cortas semanas y nuestras gestiones avanzaban para despejar el camino hacia ese día, para entrar al salón es preciso ser miembro, pues el acceso estaba reservado exclusivamente a lectores previamente registrados. Ángel cayó en cuenta de que era el mismo lugar para el cual había estado solicitando admisión en meses anteriores, pero sin mayor diligencia. Nuestras incursiones diarias en los meandros de la ciudad tenían el exacto valor de un reconocimiento previo: desde Soho Square hasta la Torre de Londres, todo parecía prepararnos para el 3 de junio a las 2:15 de la tarde. Yo debía regresar a Venezuela el 6 y el momento aparecía como un minuto final desbordándolo todo, como un secreto gesto copaba la inminente escena. Los preparativos de aquella visita se mostraban ahora con una extraña autonomía y al menor descuido podían convertirse en una gestión llena de premura, instalando su propio orden. Yo tenía mi propia lista de prioridades, y si había ido a Londres, después de un largo afinar recursos y ánimo, no era precisamente para estar pendiente de aquella hora arbitraria en una fecha centenaria, ciertamente rodeada de incógnitas pero también de incredulidad.

Cien años pudieran ser un espacio de tiempo suficiente como para consagrar cualquier acción o signar con el anacronismo de las formas un objeto, un caserón, un lugar. Pueden hacer de la infamia más aborrecible un recuerdo curioso propicio para habilidades de comparación, pueden también construir un abismo entre una causa y sus consecuencias. Pero una sensación extraña embarga a quien, desprevenido y recién llegado de lugares en donde el testimonio del tiempo parece haber sido expulsado, se pasea por unas calles donde retumba el eco de los siglos. Es así como en algún día de mayo de 1997 yo pude haberme apoyado en la punta de hierro forjado que tocó al doblar la esquina el guante de aquél que era Jack el Destripador, pude haberme sentado en el mismo asiento del vetusto vagón del tramo de la línea de Elephant and Castle donde en las mañanas de1947 Germán Archiniegas leía su periódico. Descendí, efectivamente, por las escaleras de entrada a la estación de Bethnal Green, donde en 1943 un obús acabó con la vida de 173 personas. Un escenario como ése parece anular el tiempo, el pasado como imágenes no puede ser recreado porque esas imágenes son el absoluto presente, el contraste sólo puede establecerse a partir de la psiquis fragmentada: los adolescentes y sus angustias de última hora. La presencia imperturbable de unos muros, de una plaza abierta, de una puerta por donde 20 generaciones han atravesado, dispone al habitante de esa ciudad para fortalecer el sentido de la permanencia, lo obliga a crear sus propias referencias del cambio, a hacerse actor real de ese cambio frente a la imponente permanencia del escenario donde discurre su accionar.

II

Enoch Soames, quien justo a las 2:15 de la tarde del día 3 de junio de 1897 cerró un pacto con el demonio, debió sentir una relativa seguridad cuando irrumpió en el Salón de Lectura del Museo Británico. Lo recibió la misma disposición de los desks de trabajo, la misma iluminación ajustada por la cúpula del techo. El atuendo de los otros es lo único que podría sobresaltarlo un poco, pero después de todo la forma de vestir es lo mas previsible, quizás, entre los hombres. De haber salido del salón y husmeado por el resto de las instalaciones del museo, habría confirmado su fe en el sentido común victoriano; quizás algunos nuevos objetos de la sala mexicana o de la sala egipcia habrían distraído la atención de alguien para quien la novedad era menos importante que el recuerdo. Un pequeño grupo de gentes, alrededor del lugar del Superintendente y su staff, con seguridad llamó su atención, también la discreta conversación del grupo—que por lo demás intrigaba a los habituales lectores, en lo que resultaba una actividad inusual y un tanto contra las normas del salón. En las casi cinco horas concedidas para ir al futuro y cerciorarse de su terrible inquietud, nada lo distrae; ha debido percibir el rumor de aquel tiempo distinto y agitado, después de la desoladora confirmación ha podido intentar ver la ciudad, aspirar el aire de la primavera de otro siglo, ver si las calles seguían siendo tan sucias y húmedas. Pero lo obsede una determinación, ella lo vuelve obcecado, no es un turista del tiempo, y va directo a hojear anales y enciclopedias, busca nombres y referencias en un esquematismo suicida. Busca en realidad un solo nombre, y también—es su fatal error—una manera muy particular de mención de ese nombre. Si se hubiera aventurado hasta la sección de manuscritos, sólo debía salir del salón y doblar, en el hall, a la izquierda; a su regreso no hubiera llevado sólo el sabor de la amargura. Las pequeñas vanidades hacen que desechemos las mil maneras del destino de fijar la memoria o procurar la inmortalidad de un hombre. Para él todo se resolvió en unas pocas horas, tal vez en un segundo, eso dura un presentimiento. Una señora de unos cincuenta años que esperaba para entrar al salón ese día de 1997, le dijo como en secreto a su acompañante: “He esperado treinta años por este momento”.

Ese día mi propio acompañante y yo salimos temprano y fuimos directamente al Museo. El solemne edificio de estilo helénico parecía más a tono para una aburrida disertación sobre la democracia ateniense que para el singular acontecimiento desencadenado hacía cien años. Ángel Viloria había estado antes, pero en una visita breve. Fuimos directamente a la Sala de Manuscritos, la entrada a la derecha no se veía muy concurrida y más bien animaba poco con sus altos estantes de volúmenes de gran formato. No llevamos un plan previo para nuestro recorrido, pero esta elección fue clave para estar en el momento justo en el Reading Room, después de todo la intención era quedarnos unos momentos en el curso de la tarde sin mayores ritos ni rutinas. Dedicamos bastante rato a examinar el texto de Lewis Carroll colmado de primorosos dibujos, Virginia Woolf y los poetas románticos consumieron luego nuestro tiempo en la plenitud de quienes se sienten en posesión de unas horas sustraídas del convencional discurrir. En una esquina prominente se derramaba como hiedra en una piedra de Stonehenge el Mesías de Haendel, el lugar era perfecto para oírlo, aunque ver las partituras llenaba de una tensa emoción. Las canciones de Lennon y McCartney (Ticket to Ride, Yesterday), escritas en hojas de cuaderno desprendidas con poco cuidado, flanqueaban el Mesías en un discreto acuerdo. Y justo en aquel breve circuito, donde muchas cosas predilectas se acumulaban, estaba la vitrina, hubiera podido pasar por relicario, cerrando una columna se ofrecía la exposición —si así podía llamársele.

Se leían unas sílabas sin ninguna otra indicación, con una parquedad digna de todo aquello inmortal, sin otra alusión, como si aquel nombre formara parte de los haberes más conocidos de una cultura, simplemente “Enoch Soames”. En el primer momento creí que mi afán por aquel nombre me predisponía para hacer hallazgos puramente ilusorios. Tres o cuatro objetos componían el arreglo, como si fuera un delicado ornamento, como si se tratara de una corona fúnebre, la corona fúnebre de un hombre pobre: una edición de Fungoids (1894), un retrato al carboncillo de Soames hecho por Max Beerbohm, y lo que se supone era la enciclopedia de extraña grafía consultada por Soames en el Salón de lectura. La habilidad de los empleados del Museo Británico para convertir cualquier nuevo huésped de la sala en una especie de religión de las formas hacía ver como si aquel conjunto siempre hubiera estado allí. Nada desentonaba, ni el color de la madera del pequeño arcón, ni el tipo de letra, la ubicación certera, casi mimética. La exposición permanecería hasta el 30 de agosto y estaba allí desde hacía apenas unas horas, desde esa mañana.

Pocos parecían reparar en ella, el muestrario se exponía como lo que era, una rareza, y casi como un acertijo para los desprevenidos. Hasta ese instante yo había tenido a Enoch Soames sólo como el título de un cuento de un poco conocido escritor inglés. Algo me confundía, o aturdía, pero las pruebas del expediente eran concluyentes: el ejemplar de Fungoids estaba abierto en el título, mostraba en la página izquierda el lugar de impresión, Nueva York, y arriba, a la derecha, el nombre del que alguna vez fue su propietario, escrito en tinta, “Max Beerbohm”. La siguiente estación era la Dirección de la Biblioteca Británica, nuestra solicitud de entrar fue recibida con una frase casi epigramática: “sólo se admiten miembros, como ya quedó dicho”. Pero íbamos no a cualquier tarea, sino a esperar a Soames, nuestra disposición de personas enteradas cambió el panorama y así supimos que la administración tenía preparada una visita para un grupo de treinta personas. El espectáculo había comenzado a andar con la proverbial previsión inglesa. Como íbamos preparados para tratar con gente razonable, obsequiamos libros a la biblioteca, dos del narrador Ednodio Quintero editados en enero por la Universidad del Zulia, la compilación Fuentes para el estudio de la Región de Perija, de Ángel Viloria, y mi libro sobre la narrativa del petróleo. Diligentemente fuimos atendidos con la cortesía de gentes seguras de estar frente a quienes no buscan favores ni prerrogativas. El pase No. 1 fue para mí, el No. 2 para Viloria. A las 2:05 un funcionario nos guiaría desde la entrada hasta el Salón de Lectura. Mientras esperábamos, vimos como el número previsto se completó y fue rebasado por los solicitantes, pero nadie más podía entrar, para ellos—como para Soames—la hora fatal se había cumplido. Cerca de las 2:00 hubo un conato de agitación, los rezagados hacían un último intento por llegar al lugar de los hechos. Mi vecina de asiento apretaba un ejemplar de Seven men (1919) y miraba con agitación a quien parecía su marido, era la misma persona que después diría haber esperado treinta años para estar presente en ese momento.

Cuando los treinta privilegiados nos dispusimos a entrar los porteros se retiraron, y al dejar libre el paso nos sonreían, parecían satisfechos guardianes de aquel suceso único en cien años, la fortaleza era nuestra. Entramos como conquistadores en aquel recinto, significativo por muchas razones, la presente no era una de las menores. En aquel santuario, donde muchos evangelios habían sido revelados, un misterio no sólo no desentonaba, se servía del puro escenario como espacio concitador, tampoco podía ser develado desde las pruebas periciales: los libros. Todos esperábamos un suceso singular, y más allá del sentido común de una era de la razón, la curiosidad humana en su banal temeridad tiende a ignorar las consecuencias de su entrometimiento; husmear siempre será un acto irresponsable, asomarse a un incendio sin tener posibilidad de apagar el fuego es como exponerse al contacto de una chispa extintora, es también como vivir sin pasiones. Y sin embargo, allí estábamos nosotros, recién llegados, expectantes, nacidos algunos en la sexta década del siglo XX, esperando por el desenlace de un suceso iniciado en la última década del anterior. Después de todo, la ilusión permite cualquier desfachatez, y eso éramos: una ilusión, pues ese momento ya había sido, fue, ¿adelantado? para que un hombre saciara su amarga curiosidad, pero nadie hubiera recordado en aquel instante el precio de ese dudoso privilegio.

Hay tan poca seguridad en las acciones de los hombres, tan poca certeza en el conocimiento de su genealogía, al extremo de convertir la eficacia de esas acciones en justificación de aquellas carencias. La fuerza tranquilizadora deviene en grosero solaz y remitimos todo a las cuentas del día. Así encarábamos cuanto estaba por ocurrir: desde la suficiencia y la ignorancia—ésta adquiere la forma de la curiosidad cuando el miedo se ha extinguido. Éramos turistas profanando un tiempo ajeno, pretendíamos que unas fuerzas ancestrales y tal vez ciegas se mostraran para nosotros, sólo por la autoridad de ser testigos del siglo veinte. Nos convocaba una aventura posiblemente difícil de evaluar—pero la juzgábamos—, incognoscible —pero sonreíamos atrincherados en nuestro instrumental—, trágica en un sentido cósmico —pero reducida a un anecdotario. Como niños en un jardín, como aprendices de brujo, a los cuales resulta más expedito dar con los procedimientos que enfrentar la comprensión (y el procedimiento en este caso se reducía a vivir en la era de los chips), así esperábamos aquella tarde. Alguien debía venir de otra época, cien años atrás, a trabajar durante casi cinco horas revisando índices y catálogos de historia de la literatura. Cinco horas no es poco tiempo para ubicar un nombre, y me conmueve la confianza de Soames en la persistencia del mundo del cual sale: llega en la agonía de esa forma de guardar información llamada bibliografía, y a pesar de su seguridad de que el Salón de Lectura estará en el mismo lugar, por un pequeño margen no encuentra el salón desolado, pues se mudaría el 25 de octubre a un nuevo edificio en Saint Pancras, un único cambio de sede en 140 años. Al menos en eso la posteridad fue consecuente, aunque quizás sólo para hacer patente la continuidad del orden donde discurre su fracaso.

Ya adentro pareció como si el acto principal del evento hubiera transcurrido sin percatarnos, la gente se miraba a la cara y buscaba sonreír—al salir alguien diría en tono de descargo: hemos sido unos tontos. Por mi parte me dediqué a admirar aquel lugar, me recordaba un jardín, un invernadero regido por el silencio, necesario alimento de plantas adormecidas. En el primer piso de la estantería de libros alguien era entrevistado para la radio, el hombre tenía las manos extendidas y, de espaldas a la pared, dominaba el plano circular; posiblemente se trataba de un especialista dispuesto a no dejar escapar nada, el lugar era un atisbadero perfecto, desde allí se podía barrer con la mirada, radialmente, la circunferencia y su centro. Debió percibir antes que nadie la figura casi embozada, hubo una pequeña agitación y allí estaba el fantasma —ahora sí, el fantasma era él—, moviéndose como si escapara, saltó desde el segundo redondel de las mesas de catálogos y pude verlo tal y como era, se me mostró de medio perfil, casi de espaldas. El impermeable era como la única defensa, casi una capa, para ocultarlo de las miradas, intenté seguirlo desde la parte exterior del primer redondel, convencido del simulacro y en la creencia de que el actor terminaría quitándose el atuendo y saludando a la concurrencia. Pero simplemente se desvaneció, como una aparición forzada a irrumpir su diligencia, y lo hizo en un tris, pues no ocupaba espacio alguno porque no está en conflicto con la materia.

El sentido de todo aquello en ese momento se me escapaba —aún ahora, sólo presiento la realidad amordazada de todo el affaire—, pero tengo absoluta certeza: aquella cita se cumplió, Soames estuvo allí en el momento simultáneo encadenando dos instantes (aunque uno solo son) separados por un siglo. Ninguna conjura, ningún artilugio del tiempo controlado desde el siglo veinte podía rastrear a quien vagaba—o vaga—por un espacio sin escenario, traerlo ante nuestros ojos era potestad de las fuerzas ciegas del universo. Estaba allí porque aquel era un acto cumplido, un hecho autónomo superpuesto a nuestro orden, pues él pertenecía ya, en razón de la mediación de una potestad separada de lo humano, a otra naturaleza. Sustraído de un mundo gobernado por pasiones y vanidades, y justamente debido a ellas, era súbdito de un taumaturgo, o de un cazador. Menos aún, nuestra imprudente curiosidad podía causar o inducir la alineación de movilizadores que permitían el acto final, puramente fenoménico, quizás, de un hombre huyendo entre las sillas. La secuencia de acuerdos y situaciones previas nos era desconocida, permanecía en las sombra, como quien admira una flor emplazada en la punta de la más alta rama. Ignorábamos todo el ciclo que le había dado vida, pero adicionalmente ésta era una flor rara, pues si generaba emociones lo hacía desde una patología, desde nuestra imposibilidad de conocer no sólo la planta sino la tierra donde florecía. El futuro se asomaba al espectáculo con displicencia, con la ventaja de algunas confirmaciones, pero el espectáculo no le pertenecía, se cerraba sobre sí para sepultarse en su siglo: “El restaurante del siglo veinte” se llama el café donde se confirma el pacto entre Soames y el demonio y adonde regresa a las 7:00 p.m. a dar testimonio de su búsqueda; ese nombre no es siquiera alegórico, muestra más bien un cierto escepticismo por la centuria a vuelta de la esquina. La seguridad de los hombres del siglo XIX respecto a la continuidad de un mundo descansaba en la absoluta certeza de aquello que había sido descifrado, nunca se pensó con menos incertidumbre en los tiempos por venir. Después de todo se creaban nuevos materiales distintos del hierro y el oro o se miraba la existencia de Dios como una invención ya un poco prescindible.

Aquella tarde sirvió tan sólo para completar la gestión de alguien movido por la necesidad de constatar su gloria. Culminar su averiguación implicaba un precio (el de resumir su vida), aunque tal vez Soames no llegara a medirlo: dejar para la posteridad, como la mecha latente de una bomba, el momento de cerrar el círculo, supone que no hay otra manera de conocer el futuro sino vivirlo dos veces. Como en la frase de Wilde —para quien Soames no era sin duda un desconocido, un aforismo suyo se dice inspirado en aquel, ambos son personajes en una caricatura colectiva de Beerbohm—: “quien vive más de una vida debe morir más de una muerte”. Aquí la verificación equivalía a dos desengaños: el primero como hombre de carne y hueso, y el segundo como fantasma. La señora que dijo haber esperado varias décadas se sintió estafada; “hemos sido unos tontos”, fue su otro alegato. Por mi parte, salí con la sensación de haber sido testigo de un protocolo legal, para mí lo invisible se insinuó en el conjunto de circunstancias que me llevaron hasta el Salón de Lectura y en cómo obraron; mi escepticismo sólo alcanzaba la burocracia de una ciudad de 8 millones de habitantes, olvido y curiosidad no tenían cabida. Pero Londres registra todo su territorio y percibe los latidos de la tradición como si fueran pulsaciones de esas estrellas lejanas vagando en el universo sin fondo. Treinta personas y la diligencia de unos funcionarios salvaban un escollo, la incredulidad pertenecía a otro territorio, el de la curiosidad o del asombro.

Siempre me he preguntado quiénes fuimos los espectadores de la desgarbada figura, y en virtud de cuál privilegio. ¿La sonrisa del funcionario aludía a la posibilidad, remota y ciertamente risible, de que hubiera estado allí? En ese caso, era una risa nerviosa, entonces. ¿La expresión de la señora y su espera de años podía tenerse como el veredicto final: fuimos unos tontos? Para mí, Soames estuvo allí y se mostró a unos pocos, yo fui uno de ellos. Se hizo visible en virtud del fervor de unos iniciados; el secreto anhelo y la convicción de algunos hicieron posible la visión, esa tarde, de un hombre viviendo ya no para él sino para otros, garantizaron la eficacia de ese retorno y fueron testigos de su extraña inmortalidad. Para ningún escéptico se abriría esa ventana, el propio Soames es un redimido, desde su remota mesa de comedor servida sólo con el vaso de ajenjo aceptó la persistencia de su mundo, de su alma inmortal y esclava. Está un paso más allá de su opresor, Beerbohm o el diablo negociante, va al futuro y es dueño de cien años en unas horas, le basta con ver, y después de esa acción banal se entrega como un aturdido jugador. Tal vez el peor error de un hombre sea someter a prueba el tiempo; al hacerlo se ignora como pieza del experimento, parte de una realidad terminal. El tiempo develado, observado en su intimidad, le devolverá sólo aquello que ha dejado de hacer, cuánto intentó y cómo fue vencido, y más le valdría no haber sabido de aquellas derrotas.

A comienzos de 1997 una breve nota en la web recuerda el relato de Beerbohm y sólo para casi dar por sentado la imposible completación del suceso, pues el salón de lectura para esa fecha estaría mudado y reinstalado en otra calle, contra aquel pronóstico el lugar esperó por su visitante. Asimismo, para consolarlo cuando lo recibe de regreso del futuro, Beerbohm le dice cuan insuficiente puede ser el tiempo para algunos fines, y tal vez Soames sería descubierto y valorado después de más de cien años. Y esto se ha cumplido ciertamente, y muy poco tiempo después de los cien años, pues justo a partir de 1997 el nombre de Enoch Soames se ha convertido en objeto de culto, y el mundo celebra a Max Beerbohm gracias a aquel. Toda la obra de este autor refinado y colmado de talento está olvidada por el gran público, excepto esta historia. Ya no es creación de un autor, al misterio de su origen ha dado paso la indagación de su vida, han aparecido varios retratos contemporáneos y hasta una fotografía, todo solemnemente emplazado en una biografía argumentada y documentada, tal es el web site Enoch Soames: The Critical Heritage. Así la impresión de su testigo resultó cierta, el mundo supo de su existencia a partir del centenario, la segunda aparición era el comienzo de su vindicación. La trama de su ocultación habría así subestimado los recursos y la eficiencia mediática del siglo XX, también la fertilidad de una obsesión. “La expectativa de los especialista en todo el mundo ha sido enmendar los errores y convencer a los incrédulos que Soames realmente existió. Que eventualmente tendremos éxito en nuestro objetivo, ninguna duda cabe, y seguramente pronto llegará el día que podamos gritar triunfantes las palabras de Victor Plarr desde lo más alto en alabanza de Enoch Soames… (The aim of Soames scholars around the world has been to right these wrongs and to convince the unsatisfied that Soames did indeed exist. That we shall eventually succeed in our aim cannot be seriously doubted, and surely the day will soon come when we will be able to shout the triumphant words of Victor Plarr from the rooftops in praise of Enoch Soames. Thomas Wright, de: The Critical Heritage)

III

Estoy convencido del carácter aleccionador de los acontecimientos, de todo cuanto envuelve la trama de Soames, su viaje en el tiempo. No se trata de un azar armonioso, hubo un plan capaz de articular el ritmo, y todo alrededor se desplazó en torno a unos deseos, casi afirmaría la existencia de un experimento inducido a partir de una curiosidad sucesivamente hecha ansiedad y asombro. En un momento ya era imposible dar marcha atrás, pues la voracidad de saber se imponía como una enfermedad placentera. Aquí el diablo no es personaje del folclore, es una entidad planetaria y eso le da al suceso el valor de un arquetipo, su poderío no ha sido suficiente para hacerse de un mundo, un universo prestigioso, vaga entre ellos como un coleccionista rico, adquiere especies y se extasía en ellas como un comprador compulsivo. La simultaneidad del tiempo no es un atractivo menor, difundido en español por la antología de Jorge Luis Borges y Bioy Casares, “Enoch Soames” reúne la eficacia del viaje compresor y la riqueza alegórica. El afán de verificar la minúscula gloria contrae el corazón, tanto lo fáustico como lo prometeico están reducidos aquí a la caricatura humana, el desdén por la eternidad y el enfermizo solaz del presente son también inquietantes, en fin… Al parecer, al diablo tampoco le interesa el arte, quizás ni siquiera conozca su naturaleza, no tiene potestad sobre él pero puede contemplarlo y almacenarlo, seguramente, como un hombre rico y un poco filisteo. Pero la elegancia y el buen gusto no le son ajenos, algo de menosprecio hay en su conversación con Soames en el restaurante, a su víctima la considera un ser sin carácter y no tanto un escritor fracasado, lo primero lo anima a hacerle la oferta. “La voz del último hombre civilizado del mundo”, así calificó una admiradora a Max Beerbohm tras oír sus conferencias en la BBC de Londres, y nosotros al ver su autorretrato no podemos sino pensar en el contratante de Soames: pulcro, inquisidor. En todo genio bulle algo de diabólico, de la trama tenemos sólo un punto de vista, un sólo un testigo nos transmite su relación de los hechos. Pero hay más de un observador, me refiero al elenco de personalidades de aquellos años del llamado decadentismo (Rothenstein, Beardsley, Frank Harris, Oscar Wilde, Edmund Gosse, y la nómina de The Yellow Book), la presencia de Soames pudiera rastrearse en sus memories. También una fotografía de estudio, documentada y persuasiva, es prueba en un ámbito ya periodístico. Efectivamente, Beerbohm sigue a su personaje a través de la bohemia londinense hasta ese momento definitivo cuando la nostalgia de la creación se paga al precio justo. De haberse conseguido con la gloria cien años después no tendríamos noticia del pacto pues aquel escenario no convenía a Beerbohm, aquel desenlace no servía para urdir la extraordinaria historia. La confidencia sirve al cronista, ya en posesión de una dato precioso, para darle el acabado a su obra maestra: le facilita la tarea de convertir la vida real de un hombre en una invención literaria. Soames, entonces, resulta relativamente cándido al decirle la verdad a su compañero de cena, no fue lo suficientemente suspicaz, después de todo estaba entre dos diablos, pero uno no lo hubiera desmentido ante el otro.

He organizado algunas hipótesis con el fin de examinar aquellas posibilidades donde se afirma la intencionalidad, es decir, he descartado cualquier explicación donde no esté presente una voluntad de conducir hasta sus últimas consecuencias unos eventos ciertamente ya fuera de control, donde pasado y futuro anulan el presente. A. Soames es un pseudónimo de Beerbohm, la intención es un experimento risueño, aunque de consecuencias impredecibles. B. Soames, ciertamente, hizo un pacto con el demonio, Max Beerbohm tuvo conocimiento de esto, elaboró el resto de la historia y explica de manera genial su desaparición. C. Soames se sustrae del mundo para que sus libros adquieran importancia. La persona poseedora del secreto murió en 1956, pero de todas formas nunca lo habría revelado. Beerbohm muestra al mundo la historia, expone el hecho públicamente pero a la vez lo oculta, esconde su verdadera génesis y en su énfasis está el negro telón, pues al hacerlo conocer, en una actitud no exactamente humilde, se autoexcluye como ejecutor. Lo vemos como el periodista dispuesto a rescatar unos hechos cuyo personaje central tiene también otros testigos (el dibujante Will Rothenstein se negó a hacer su retrato pues, dijo, Soames era inexistente, pero efectivamente hizo un dibujo suyo, fechado dos años después, 1894, y resulta notable pues no hay en él ningún rasgo de ironía o burla, es más bien sobrio, de discreta tensión, parece desmentir la actitud displicente de Rothenstein en el relato). Aquí cabe la única hipótesis policíaca: el asesinato explicaría la desaparición, la historia expuesta públicamente sería el encubrimiento perfecto, tal y como ocurre en La carta robada (Edgar Allan Poe); de culpas y razones, asimismo, sólo sabría el genio llamado Max Beerbohm. De todos modos, los párrafos finales parecen estar llenos de pistas, y por eso mismo tal vez hayan pasado inadvertidas. Beerbohm espera impaciente en el restaurante y cuando Soames llega sólo oye cargos de este, lo acusa de convertir su vida real en imaginaria, primero lo llama asno cuando Beerbohm lo insta a huir del diablo, a esconderse (“que triste pasar los últimos instantes de mi vida con un asno”), luego dice: “con un asno pérfido”. La perfidia consiste en haber hecho que un suceso verdadero parezca imaginario, “haz saber al mundo que existí”, le suplica, cuando se aleja empujado por el diablo.

La vanidad lo lleva a retener la crónica de Soames, que no es un caso de vanidad sino de felicidad, pues es diferente querer vivir su día, ser testigo de su propia gloria que desear la fama inmortal. Es así como el valor del pacto estriba en hacer coincidir dos momentos separados por cien años. No se trata de verificar el destino de una obra, de conocer aquello dicho por la posteridad de tres libros de un autor poco dado a la benevolencia con sus contemporáneos y aún hosco con la tradición. La felicidad consiste, pues, en contemplar el atardecer desde el campo abierto, en disponer de una compensación en términos inmediatos, en sentir, como lo dice el propio Soames, pues los muertos, muertos están. La vanidad del cronista surge del deseo de probar los poderes de la comprensión y de la invención. Aquél necesita mostrar cómo quien mira es el que tiene el control, y la versión de esa mirada se convierte en la definitiva realidad, pues ella anula y modifica. Así crea y funda desde un segundo origen, el cual sólo es posible mediante la sutil transformación del primero, desde su manipulación; no se trata de negarlo sino de reducirlo, banalizarlo, hacer de él un momento menor en virtud del poderío—y la libertad—del taumaturgo.

Miguel Campos

Tomado del libro Incredulidad (Maracaibo: UNICA/IVIC, 2009)

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