Lo único estable y seguro en la vida de Pedro M. Ocaña es su inestabilidad emocional, su desapego laboral y su cuestionamiento diario y cortante sobre el devenir absurdo y repetitivo. Este hombre cuarentón, con la infancia perdida en Jaén, con el cuello sujeto a un collarín que le recuerda que la vida puede acabar de improviso en un accidente, es el personaje principal de La multitud silenciosa (Madrid: Patrañas Ediciones, 2009), del escritor español Francisco Ruiz Carrasco. Novela dividida en las estaciones del año y narrada en la voz de Pedro M., desde su humor negro, desde el vacío que le rompe los cojones existenciales y bajo la mirada emponzoñada de quien se ríe de las convenciones del hombre y de sus derrotas cotidianas.
Cónsono con los golpes de los que hablaba César Vallejo en “Los heraldos negros”, Pedro M. comienza a narrar desde una primavera precaria y oscura:
Hay días en que dios se olvida de mirar, o tu destino se tuerce con lentitud, como un regaliz en verano. Son momentos en que dudas incluso de la carnalidad de tu cuerpo, de tu presencia física, y llegas a no sentir absolutamente nada, ni dolor ni frío ni miedo ni asco, no sientes, no eres, no vales o no pesas (…) Hay días en que dios mira para otro lado (pág. 6).
En adelante, y a lo largo de toda la novela, el protagonista de La multitud silenciosa transitará con ese desgarramiento pesimista que le irrita la vida y le enturbia las relaciones amorosas, familiares y sociales. Pedro M. mantiene una fría y conflictiva relación con Alenka, su ex mujer y madre de su hijo Pablo. Un pequeño que debe lidiar con la ineptitud de dos adultos incapaces de comunicarse y de entenderse.
Alejado del hijo, atado de manos por la prohibición materna de ver a su pequeño, vecino de Virtudes, una vieja con malas pulgas, Pedro M. solo y desorientado dará sus tumbos existenciales y rabiosos entre calles y bares; entre droga e impotencia amorosa; entre él y el afuera que lo agobia y no sabe cómo enfrentar.
Empujado por la premura económica y como consecuencia de haberse quedado desempleado a raíz del accidente, el personaje prueba suerte en tres empleos distintos y en ninguno logra mantenerse anclado. Hace de obrero en un matadero, de vendedor de libros de puerta en puerta, y de chofer de una carroza funeraria. Este último empleo es el más breve de todos y en el que se enfrenta a la fragilidad entre la vida y la muerte, mirando un cuerpo que se balancea descompuesto, hediondo y colgado de una soga:
Qué coño hago yo aquí. Por qué la vida con toda su grandeza termina con este hedor último (…) En mitad de mis reflexiones la cuerda se ha rasgado sin que a Guzmán le diera tiempo a avisarme, y me he encontrado con el bulto doblado en dos por la cintura sobre mi cabeza (…) el olor se introduce en mis fosas nasales. Ya nunca volveré a comer carne poco hecha, lo juro por mi vida, en un último esfuerzo agarro el fardo con fiereza, lo giro y logro medio echarlo en la camilla, pecho con pecho, y él, el pobre, mirándome con sus ojos sin brillo ni líquido (p. 266-267).
Uno de los mejores rasgos de esta novela es la presencia constante de un humor ácido que no se amilana ni ante el hecho escabroso de la muerte. El humor es un recurso del que Ruiz Carrasco sabe echar mano y que alcanza sus mejores momentos con la presencia del “otro” de Pedro M., proyección esquizofrénica que pone en duda ese mismo “otro” en la discusión que ambos mantienen en el supermercado mientras hacen las compras:
Pues haberte acordao de la lista, Sí, aquí me tengo que acordar yo de todo, no te jode, No, me voy acordar yo, que soy Nadie y no me quiero, No digas eso, sabes que es mentira, No, no es mentira, estamos vacíos y tú lo sabes, Está vacía tu mitad, la mía no, y somos parte de lo mismo, Empiezo a dudar de eso, no estoy seguro de lo que eres tú…¿no serás los síntomas incipientes de la esquizofrenia que viene? Si fuera así, tú no serías consciente de ello, el hecho de que pienses en esa posibilidad la anula por completo, ¿Tú crees?, Claro hombre, somos demasiado cerebrales como para caer en algo así (pág. 109).
El uso particular que hace Ruiz Carrasco de los signos de puntuación en algunas partes de su novela es extensivo a algunas maniobras que ejercita con el lenguaje, maniobras en la que parece haber la intención de ver al lenguaje como una cosa masificada e incomunicante, como el apéndice de esa multitud diaria, aglomerada y anónima:
sólo romper estructuras, escribir para uno mismo, sin convencionalismos suprimiendo la puntuación por ejemplo que más da si el sentido lo da quien lee olosespaciosentrepalabrasdaigualsóloesunjuegounaañagazaaldestino o adiós o aloscánonesestablecidoscomoquierasllamarlo (pág. 96).
La polifonía de voces que hace vida en la novela refuerza este idea del lenguaje como una masa que se distiende y se reinventa como parte de un mundo cada vez más heterogéneo. El personaje Ocaña enuncia desde una Madrid actual, una ciudad poblada de voces inmigrantes que se suman, a su vez, a las diversas manifestaciones lingüísticas del territorio español. De este modo, marroquíes, suramericanos, polacos y españoles intentan convivir en una polifonía muchas veces discordante.
La novela, cuyas constantes reflexiones existenciales asoman una peligrosa monotonía, logra superar el riesgo gracias a las situaciones trágicómicas que acompañan a su personaje principal, a la interacción de éste con otros personajes, igual de anodinos y desgraciados que él., y gracias a la relación ficticia entre un Pedro M. y su doble y una abuela muerta y regañona que lo persigue por los rincones de la casa.
Pedro M. vivía con sus gatos pero, incapaz de ser responsable siquiera de sí mismo, se deshizo de ellos. A Pedro M. le gusta el ron Cacique y ligar sus pizzas con diazepan, y aunque él jura que no volverá a mezclarlas, sabe que las recaídas son parte de su vida diaria. El otoño lo sorprende enamoriscado de Teresa, una mujer guapa y sin complicaciones, pero él no logra sostener la relación. No hay remedio, al parecer este hombre prefiere vivir suspendido en una agonía autoinfligida.
No quiero hablar de perdedores, porque perdedor es alguien que pretende ganar y no gana. En cambio, Pedro M. no es un hombre de apuestas, él simplemente se deja arrastrar, rumiante, despechado y feroz a causa de la vida y sus circunstancias, asumiéndose como un sujeto periférico.
De algún modo, el atormentado, y hasta ridículo, Pedro M. es el marroquí que vende discos piratas en las calles de Madrid, es el suramericano que, vestido de sacerdote, no logra darle alivio a un alma renuente y desesperada, es el polaco que emigra de su país sin lograr nunca dominar la lengua extranjera y vive condenado a ser un obrero que no comprando nada.
Al leer La multitud silenciosa no pude dejar de pensar en una referencia cinematográfica inmediata: Los lunes al sol (2002), del director español Fernando León de Aranoa, filme protagonizado por obreros despedidos de un astillero que deben buscar las maneras de subsistir, sin más armas que su experiencia, sus años, que ya son unos cuantos, y el humor negro que les sirve para enfrentar lo veleidoso y amargo que puede ser el destino para los que hacen vida como multitud silenciosa.
Carolina Lozada
3 comentarios:
Estupenda reseña, Carolina, todavía no leía la mitad cuando ya estaba anotando la referencia (estos temas siempre me llaman la atención).
¡Abrazos!
Hola Andrómeda. Nos alegra que te haya gustado la reseña. Si tienes interés en el libro, su ISBN es el:
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Recibe un cordial saludo
Patrañas ediciones
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