martes, 11 de agosto de 2009

Más allá de la tumba, del cuerpo


Los espacios representados en la narrativa de Fabio Morábito contravienen los axiomas de la topografía religiosa: en ellos las virtudes o deslices teologales son suplantados por una ambigüedad que puede volver indistinguibles el edén del infierno o del calmoso purgatorio. Todo territorio parece allí el producto de alguna convulsión que cambiara el esperado vínculo entre unos hábitos y un punto del suelo; las maneras de los personajes que en esa zona se topan e interactúan adquieren la excentricidad de la catástrofe. En una geografía casi novedosa, la conducta humana se hace igualmente inédita, se compone de gestos que en sí mismos son una iniciación.

En su primera novela, Emilio, los chistes y la muerte (Barcelona: Anagrama, 2009), Morábito hace de un cementerio asentado sobre suelo volcánico el lugar donde se desarrollan las historias de variados deseos. Esa superficie—donde no faltan panteones, cavernas ni espesuras—es la versión material del argumento. Su complejidad apunta menos a su descripción como alegoría que a su admisión como ecosistema, donde las intenciones y conductas pueden pasar de la claridad al ocultamiento, de la potencia al acto, de la epifanía a la omisión. El cementerio es de algún modo la ampliación de aquellos “lotes baldíos” que abundan en los poemas y cuentos de Morábito, la clara expresión de un trasfondo. Como encarnación de una poética, esa área sinuosa y profusa está ubicada en la ciudad como vindicación de un exceso y un límite al menos ilusorio:

[L]o desalentó comprobar que el cementerio no estaba en un punto limítrofe de la ciudad, como se lo había imaginado, sino enclavado en ella como cualquier otro predio, con sus colindancias bulliciosas de vida y de tráfico. La imagen de lejanía y evasión que se había hecho de él chocaba contra la evidencia de su plena inserción en el tejido urbano (90-91).

La comprobación de su real emplazamiento no impide que en ese lugar se ejecuten constantes transgresiones. La relación entre Emilio, el niño de doce años, y Eurídice, la masajista de cuarenta, se vale de las irregularidades del terreno para asumir los escarceos eróticos como natural política del cuerpo. Los dos personajes se mueven entre los nichos, los senderos de grava y la mínima selva al tiempo que sus brevísimos contactos socavan la función preestablecida de aquel panorama. En medio de los muertos, la vitalidad de Eurídice y Emilio—cargada, sí, de conflictos y nostalgias—busca redefinir la exactitud de todo lo heredado: las edades del sexo, el beneficio de la memoria y el olvido, la sacralidad de cualquier parentesco, la inoportunidad de los impulsos. Vista desde lejos, esa reconfiguración es problemática: la madre de Emilio sólo puede llamar a Eurídice “ella”, con una censura forzada por los rituales del convencionalismo. Sin embargo, en la seguridad de su apartamento no puede prescindir de sus masajes, con un abandono que es a un tiempo inevitable e hipócrita.

El cementerio es el espacio de la incontinencia. Emilio practica entre sus bordes la memorización compulsiva. Lo que empezara en la calle como la necesidad de aprenderse rótulos y avisos se ha transformado en la obligación de retener todos los nombres inscritos en las tumbas. Extrañamente, una patología ha curado la otra, según el propio Emilio: “Desde que vengo ya no me aprendo los letreros de la calle y de las tiendas” (48). Entre un proceso y otro media la aceptación de un mito: el niño debe memorizar cada nombre que ve hasta que encuentre finalmente el suyo en una lápida, y en esa búsqueda debe a toda costa evitar que su nombre sea pronunciado, pues si no hubiera un muerto que se llamara como él los otros muertos lo harían morir para volverse dueños de ese nombre. El convencimiento de Emilio es una realidad instantánea, sin refutación, admitida como una tradición sin origen. Eso no significa que no pueda interpretarse como síntoma; de hecho Eurídice le da una explicación profana a ese mito de Emilio: “No necesitas aprenderte ningún nombre. Lo haces para que tu papá no se vaya” (102). El niño, hijo de padres separados, no pasaría en esa visión de ser un creyente simulado y un manipulador. La “incontinencia mnemotécnica” sería solamente una respuesta excéntrica a la disolución de la familia.

Eurídice sufre también de sus propios apremios—ella no sabe guardar las distancias. Si Emilio no deja “fluir las palabras” y se deja ir con su peso, la masajista se va con las personas al fondo, de inmediato. Por ejemplo, a Adolfo, “el joven que pone las flores en los nichos”. Eurídice lo besa con frecuencia, por lástima—cuenta ella. Esa súbita entrega se remedia cuando la masajista cumple con su trabajo: en esos momentos entiende cuál es su puesto y ahí logra anclarse. Pero en el cementerio la presencia de Emilio la perturba: el niño tiene la misma edad de su hijo recién muerto. Pronto esa equivalencia da paso a un affaire hecho de simulacros y parcialidades. Emilio llega a comportarse con las licencias de aquel “demonio” muerto—con manos parecidas le toca a Eurídice las tetas, con el mismo descaro la besa y la escudriña. La libertad con la que Emilio actúa es también un aprovechamiento:

Sintió entonces que podría pedirle [a Eurídice] casi cualquier cosa, porque su dolor era demasiado grande para que pudiera renunciar al consuelo de su presencia, que le evocaba tan vívidamente a su hijo. Puso una mano sobre su rodilla y la acarició antes de deslizarla hasta el nacimiento del muslo (42).

La incontinencia de esos dos personajes termina negociándose como reconquista del pasado perdido y de un presente a medias oculto. La desnudez de Eurídice le permite al niño reconocer la estampa de su madre, sus piernas, sus pezones. La masajista, por su parte, tiene oportunidad de apaciguar su duelo con la energía desfachatada de aquel hijo postizo; así se remite sin culpas al incesto.

Pero al final de la novela, alejado de Eurídice, Emilio aprenderá en una gruta bajo el suelo de lava los peligros de un impulso ajeno no correspondido. Se salva cuando logra salir sin mirar hacia atrás, hacia donde quedó Severino, el albañil que tanto lo acechó en el cementerio. Los deseos de ese hombre no tienen un costado redentor. En definitiva, piensa Eurídice en alguna ocasión, Emilio repite los nombres de los muertos como una manera de prolongarles la vida y asentar sus ecos más profundos; ella, por su lado, al masajear a sus clientas les explora el recto y extrae de esa hondura el recuerdo de su hijo. Los dos son “rastreadores espirituales”, por más que los haya unido el contacto del cuerpo. A Severino nada lo puede redimir; lo que pudo pasarle en esa gruta es producto de su autoritaria incontinencia. La trampa del boquete no es necesariamente una sorpresa: una noche, en compañía de su padre, Emilio había notado a la luz de un farol que “el cementerio parecía surcado por túneles y pasadizos que conducían a lugares recónditos (…) Todo el lugar parecía llamarlo para ofrecerle un secreto que le había escamoteado a la luz del día y que él se había ganado a pulso, a fuerza de aprenderse tantos nombres de gente muerta” (128). El espacio en el que se intercambian los favores perdurables, las esperanzas y la aniquilación le enseña a Emilio a no hundirse; ya había instruido a Eurídice a seguir con su vida. En un trasfondo distinto, sigue la ciudad con su conato de vida, sus bromas, sus manías.

Luis Moreno Villamediana


Ilustración: “Fictional Store Fronts: Camera Store Window”, Joel-Peter Witkin

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