“¿Cómo es posible concretar en palabras sesenta y cuatro años de olvido?”. La identidad del personaje que formula esta pregunta es menos importante ahora que el vacío que deja la interrogante sobre su vida. Una vida en una perenne orfandad, fragmentada por episodios tan ajenos a él como propios al mismo tiempo. El personaje principal de Los que no están (Barcelona: Anagrama, 2001), novela de José Antonio Garriga Vela, se adentra en busca de respuesta por los laberintos de una ciudad y de un país con una cartografía especial: la de la memoria. Los lugares que recorre no son del todo explícitos, más bien soslayados, construidos sobre andamiajes endebles, protegidos por falsas fachadas, por cuyos resquicios se asoma la oscuridad que albergan.
La novela, escrita en retrospectiva, comienza con el llamado a la puerta que hace un hombre grueso y calvo, alguien que regresa de Rusia y se presenta ante el otro como el hermano que desconocía. A partir de entonces, ambos iniciarán el recorrido del laberinto en sentido inverso, en un intento de encontrarse en un pasado que los une y separa a la vez. El acto de volver sobre lo andado supone un purgatorio en el que las sombras del pasado aún atemorizan, un tiempo transcurrido cuyo olor a alcanfor remite a un uniforme militar colgado en el ropero. Un uniforme con condecoraciones y muertos encima. En el laberinto, uno de los hombres que entró viejo se convertirá en niño, pero ahora mirará con ojos emponzoñados de verdad y tiempo, y entenderá lo que no pudieron descifrar sus ojos en el ayer. El viejo-niño encontrará la mirada enloquecida del coronel Abelardo Rico Capo, lo verá caminando con las manos atrás, con pasos lentos sobre ciudades de hombres muertos, lo escuchará hablando con dios, con sus crímenes, con sus demonios, todos sentados en la misma mesa, refugiados en la misma habitación, mientras al fondo escuchará la risa lujuriosa de Griselda, la esposa infiel que juega con muchachos, con soldados, con otros. El viejo-niño entenderá que dios, el coronel y Franco hablan en una misma lengua de truenos y estallidos:
Oía la voz del coronel y me recordaba otra voz lejana en el tiempo, cuando aún no conocía a mis padres. Hasta que llegué a la convicción de que esa voz me había acompañado siempre. La recordé con claridad tras la nebulosa del ruido y de los gritos que sucedieron a mi nacimiento. Fui imaginando quién se ocultaba tras la figura del coronel. Imaginé lo que había hecho. Puse epílogo a sus frases interrumpidas. Cuando excusaba ciertos crímenes porque se habían producido en época de guerra, yo sabía que estaba disculpándose a sí mismo. El asesino era él (pp. 79-80).
Los que no están es una novela escrita detrás de las puertas, con la oreja pegada a esa frontera cerrada, que divide al mundo en adentro y afuera. Fue escrita con el temor en forma de pálpito ante las voces, ante los crímenes, ante el silencio de los que enmudecieron y se convirtieron en tierra, ante los oscuros secretos bajo las condecoraciones de latón. Los que no están se asoma desde la mirilla de las rendijas, ausculta el rencor latente en el corazón del muchacho que creció al lado de un militar católico, apostólico y criminal. Los que no están husmea en la habitación de Eloísa Almendros, noche a noche, mientras el muchacho crece y va armando el cuerpo de la mujer por partes, como pedazos de película que filmará en una escena futura. El amor, como siempre, salvando la vida de la condena y el descreimiento absoluto.
El personaje principal de esta novela es un constructor de laberintos y ciudades imaginadas, recreaciones que hace a partir del mundo real para inventarse un mundo propio. La cartografía inventada le sirve para negar o al menos minimizar la otra. A la ciudad sumergida le opone la ciudad fantástica, un lugar sin monumentos a los caídos ni cementerios, porque su creador dispone que, en ese territorio, los muertos puedan seguir entre los vivos y puedan contar sus cosas, las palabras acalladas por la ciudad sumergida:
No me gustaba la ciudad de fuera, ni la ciudad sumergida. No comprendía a ninguno de sus habitantes. Decidí crear mi propio territorio, un mundo aparte por donde me habría de mover en el futuro. Dediqué el tiempo a trazar calles, plazas y parques. Distribuí la orografía e inventé el lugar donde estaba el mar. Al final, elegí los amigos que iban a vivir conmigo. Hablaba con ellos como hablan los viejos con los ausentes (…) Les llevaba hasta el Pont Neuf, les señalaba la niebla azul del horizonte y les decía: Mirad, aquello es el mar (…) Después, los amigos se desvanecían en el aire y yo regresaba a casa despacio. Me iba integrando lentamente en la inercia de los hábitos domésticos, en la frontera de la cordura, en el mundo cerrado; como el submarinista que también emerge de un mundo invisible y necesita cierto periodo de descompresión (pp. 29-30).
En contraste con esa posibilidad de imaginar otra realidad, el coronel Eugenio Madueño, amigo del coronel Rico Capo, se hace de dos pisos idénticos para habitar sus días. Esta excentricidad da acuse de su complacencia con la realidad arbitrada, en regla con la rígida concepción militar del mundo:
(…) compró dos pisos en el mismo rellano, eran iguales y los amuebló de forma idéntica. Cuando compraba cualquier objeto lo hacía por partida doble. Si hubiera abierto las puertas, de haber pasado alguien por el rellano de la escalera habría creído estar frente a un espejo capaz de reflejarlo todo, excepto las personas (p. 31).
Para construir estos territorios y los seres que lo transitan, Garriga Vela utiliza un lenguaje esmerado, con cierta musicalidad. Un lenguaje que, se nota, ha trabajado lectura tras lectura, en una tarea de carpintero que talla y limpia su pieza una y otra vez. El escritor español trata de no asirse a mucho artificio ornamental más allá del necesario, apuesta por la mesura pero sin dejar de transmitir un cuidado lirismo en su propuesta narrativa. En varios pasajes, sobre todo los que tienen que ver con el discurso amoroso construido a distancia por un niño que creció enamorado de una mujer mayor, se puede apreciar este recurso, que recobra significación al final del laberinto, de vuelta al presente cuando ambos hombres regresan con algunas respuestas, con decisiones tomadas, con el sinsabor a cuestas de una tristeza añeja, de una imposible cercanía:
Entonces me senté en uno de los bancos del parque, al lado de Fernando Vila, que miraba pasar en silencio los coches y las personas. Griselda tenía la cabeza apoyada en sus rodillas y los pies en lo alto del banco, para que circulara mejor la sangre. La sangre que da vueltas siempre a lo mismo y se infecta, se coagula, se derrama y se pierde. El banco de tablas de madera me recordaba las rendijas de la persiana por donde penetraba la claridad que iluminaba el cuerpo de Eloísa Almendros. Un banco en medio del laberinto. Un sitio oculto para descansar en paz, mientras llega el final. Mi hermano se alejaba de la historia que había venido a desvelar (…) La figura de mi hermano se alejaba. Se perdía en la nieve de los recuerdos; era como si yo fuera perdiendo sangre y lo viera todo cada vez más blanco (pp. 197-198).
Motivos como el viaje, la búsqueda de sí mismo y del padre se hacen presentes a lo largo de Los que no están. Sin embargo, siento que hay un cabo suelto: la figura del hermano. Si bien en principio el autor asoma el personaje de un hombre mayor que regresa de Rusia a buscar su historia familiar; más adelante, en el transcurso de la narración, lo deja un poco en el desamparo de lo no nombrado, y vuelve a presentarlo casi al final de la novela para desentrañar los secretos del laberinto. La omisión del viajero, intencional o no, me deja la sensación de querer saber más de él, asumiendo mi derecho de lectora que se adentra en una historia interesante, narrada con soltura. Una historia que quisiera seguir leyendo.
Carolina Lozada
Ilustración: Jean-Michel Basquiat
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