Empezaré con una confesión. Cuando me enteré del título de esta mesa, Creación y traducción[1], tuve dos reacciones. Una fue de inquietud: me puse a pensar que todo lo que puede decirse sobre la traducción literaria parece, a primera vista, contaminado de lugares comunes y, a segunda vista, resulta que lo está, desde el traduttore, traditore hasta aquello de que un buen traductor mejora el original. Por suerte, la segunda reacción fue de alivio, al darme cuenta de que los lugares comunes pueden, además de ser comunes, ser ciertos y hasta necesarios, y que el matrimonio de los términos creación y traducción tolera algunas libertades y reflexiones adicionales.
Habría que empezar por recordar que sea lo que sea la creación en la mayoría de las definiciones de literatura que hoy circulan la atención al lenguaje en sí mismo parece primordial. Cuando tratamos de captar qué hay de literario en el ejercicio de la traducción o cómo las dos actividades, la creación y la traducción literarias, se enriquecen mutuamente, la experiencia del lenguaje se hace obligatoria. Jacques Derrida lo dijo con una llaneza de la que seguramente se sonrojó: más que el sentido de un texto, una traducción nos enseña “que hay lengua, que la lengua es la lengua” (qu’il y a de la langue, que la langue est la langue) [2]. Si es competente, el traductor literario en principio se embarca en una empresa de imitación, tal como la entendían los antiguos, no los románticos y sus herederos: la versión que se hace emula sin reemplazar, porque su propósito es rendir homenaje. Quienes durante siglos han sugerido que la traducción está condenada a un rango de inferioridad[3] lo hacen por una de dos razones: o para compensar una secreta (no sé si freudiana) envidia de la lengua o porque suponen que el traductor de Homero intenta ser Homero o el de Dante intenta ser Dante, absorber su prestigio, el aura que la veneración les concede. Si así fuese, la traducción poética sería el oficio de charlatanes o gente simplemente maleducada. De aceptar, en cambio, que el traductor no se exhibe, que no suplanta sino que imita, hablaríamos de personas humildes y hasta un poco valientes, que están en paz con su conciencia y admiten que su obra no hace más que capturar el trazo de una sombra. Lo que se desvanece sin que pueda atraparse es la diferencia entre dos lenguas: aquello que, en principio, da pie a la traducción. Demasiado se ha reflexionado sobre la imposibilidad de transportar de un idioma a otro (incluso si son muy parecidos) el vocabulario o los efectos de éste en el lector. El traductor cuya labor disfruto suele desarticular las expectativas de fusión con el origen que él o su lector sienten; renuncia a la autoridad tradicional de muchos colegas que acumulan capital simbólico aprovechándose de la fe de un público resignado a jamás salir de Babel. El traductor ideal enfatiza la índole doble de su tarea: es un intermediario, pero también se revela como crítico. El latín interpretatio, recuérdese, significaba tanto la acción de explicar como la de traducir: fuera del lenguaje, al fin y al cabo, nunca hallaremos sentido y en tal laberinto los buenos intérpretes se extravían a gusto. Al esforzarse en comprender un poema o una narración, al arriesgarse a imitarlos, su iniciativa no establece una sensación de identidad entre el original y nosotros. Lo que crea un buen intérprete literario es una lectura; lo recibido por quienes desconocen la lengua otra constituye, por lo tanto, una inteligente invitación a comulgar con una distancia insalvable.
Ahora bien, para imaginar cómo nació semejante utopía no estaríamos desorientados si explorásemos los mecanismos que permiten adquirir conciencia de que “hay lengua” y “la lengua es la lengua”. Nada más apropiado para intuir el nacimiento de la traducción y su conflictiva asociación a lo literario que lo que suele denominarse lenguaje figurado, tan difícil de definir sin evocar las imperceptibles, casi involuntarias operaciones que permiten descubrir ‘el cielo’ o ‘el Paraíso’ en un verso como “Alma región luciente” y ‘la beatitud’ o ‘la redención’ en una frase como “dulces pastos”. La existencia del lenguaje figurado prueba que Roman Jakobson no se equivocaba al distinguir la traducción intra de la interlingüística (o la intersemiótica, ya fuera del ámbito verbal), pero también al recordarnos —como antes lo había hecho Charles Peirce— que el significado de un signo es siempre su traducción a otro signo[4]. Sospecho que si alguna vez el ser humano se aventuró a traducir una palabra de una lengua a otra (o a pintar su sentido o sus sonidos, traduciéndola a la escritura) fue porque primero había conocido la posibilidad de hacer traspasos dentro de su idioma con sinónimos o paráfrasis. Sin embargo, la situación pronto se complica y surge lo que he tildado de utópico. Cuando la sociedad acuerda que la expresión puede tener un nivel figurado y otro literal, cuando reconoce la imperiosa necesidad de Fray Luis de decir “Alma región luciente” en vez de “cielo” o “Paraíso”, valida una práctica tácita de la traducción mientras condena al limbo de lo no creador o prosaico una práctica explícita. En nuestra tradición lo poético no es sólo lo perdido en la traducción, como Robert Frost y, antes que él, Friedrich Schlegel planteaban, sino lo que la niega y hasta prohíbe con una sonrisa.
Ésta es la encrucijada de ideas a la que quería llegar: lo poético en cualquier género literario en que se manifieste rechaza la traducción porque aceptarla sería cometer incesto. El parentesco es demasiado cercano. Si la traducción nos hace ver que “hay lengua”, casi lo mismo podría afirmarse de lo poético.
Siendo el obstáculo su meta, lo poético engendra constantes mecanismos que impiden o demoran el transvase de sus componentes. Aquí sólo recordaré dos, suficientemente ilustrativos. Con respecto al primero: ¿cómo traducir la canción Eras quan vey verdeyar de Raimbaut de Vaqueiras cuyas seis estrofas están, respectivamente, en provenzal, italiano, francés, gascón, galaicoportugués y la última en una combinación de las lenguas anteriores? No es un ejemplo aislado: Bonifaci Calvo o Cerverí de Girona nos legaron piezas semejantes. En esos casos, más que preguntarse cómo traducir habría que pensar en hacia dónde y para qué, si lo cantado, en realidad, más que la dama, es la diferencia que hay entre esas cinco lenguas que los trovadores consideraron las más adecuadas para su arte. Algo similar aunque no idéntico a la poliglosia o el hibridismo podría argumentarse sobre lo que lleva a un autor capaz de expresarse en más de una lengua a elegir una en particular: Alfonso el Sabio decidió cantar en galaicoportugués y reservar el castellano para la prosa, opción que, en sí misma, es poética e intraducible; Beckett prefirió en varias ocasiones el francés; Nabokov tuvo el affaire central de su vida con el inglés, con el que Lolita está casada, para siempre y muy fielmente[5].
Con respecto al segundo mecanismo que he anunciado, éste consiste en una figura inventariada por la retórica antigua, medieval y renacentista, que la denominó, ni más ni menos, interpretatio: el intento de sustituir una palabra con equivalentes que intensifican su significado o fuerza emocional. La interpretatio se emparentaba o confundía en los tratados con la epexégesis, la redefinición de lo que acaba de expresarse. Vemos en acción tal familia de recursos en un célebre poema de Rubén Darío, “El reino interior”, cuya primera estrofa citaré:
Una selva suntuosa
en el azul celeste su rudo perfil calca.
Un camino. La tierra es de color de rosa,
cual la que pinta fra Doménico Cavalca
en sus Vidas de santos. Se ven extrañas flores
de la flora gloriosa de los cuentos azules,
y entre las ramas encantadas, papemores
cuyo canto extasiara de amor a los bulbules.
(Papemor: ave rara; Bulbules: ruiseñores.)
Estos versos escenifican mejor que otros que conozco el veto poético a la traducción. No me refiero tanto a cuestiones formales (que tampoco descarto) o a los malabarismos semánticos (papemor es un galicismo tomado de Jean Moréas que hay que situar en el contexto de lo que Francia representaba para un latinoamericano, a lo que habría que añadir la vaga resonancia híbrida del vocablo, cuya pronunciación española se acerca a lo que en francés sonaría como el Papa está muerto, justo después de mencionar la Vida de los santos y antes de acudir a una lengua de infieles, con el arabismo bulbul. Téngase en cuenta que Darío mezcló, no sólo en este poema, lo sagrado con una militante profanidad). Lo poético no está únicamente en lo que se perdería si tratáramos de verter la estrofa a otra lengua; está también en la admonición contra el acto de intentarlo, perceptible en el poeta que se satiriza a sí mismo al traducirse y, de paso, anárquicamente se ríe de quienes se ríen de él por pensar que su sofisticación es siempre solemne y no incluye lo que hoy en día llamaríamos camp, un distanciamiento irónico de sí mismo que juega a la cursilería. Lo que en esos versos es poético podría describirse como un abismo abierto a nuestros pies incluso antes de plantearnos la tarea de traducir la traducción o descubrir cuál de los dos Daríos es el verdadero, el que está dentro o el que está fuera del paréntesis.
Walter Benjamin señaló que cuando un texto desea identificarse con la verdad o el dogma, cuando se supone que es “lenguaje verdadero” en toda su literalidad, aspira a ser absolutamente traducible. El ejemplo que da es la Biblia, con sus ediciones interlineales[6]. Contrariando el sistema de creencias desde el que observó el fenómeno (y porque a Benjamin siempre habría que añadirle unas gotitas de Nietzsche), me gustaría aclarar que los autores y escritos que he recordado tienen la virtud de hacernos ver la presencia material de las lenguas en su vasta pluralidad, en una polifonía que enuncia, modula y así celebra la grata imposibilidad de reducir la existencia a una sola verdad o ideología, a un credo, partido o lenguaje único o universal (curiosa paradoja: hablar en términos universales depara las más devastadoras reducciones). El monoteísmo quiso castigarnos en Babel; la literatura, con su politeísmo instintivo, llena de herejías, nos enseña a disfrutar el castigo y encontrar la libertad en él.
1.- Ensayo presentado en la Feria Internacional del Libro de Valencia, Universidad de Carabobo, Venezuela (octubre, 2007).
2.- L'oreille de l'autre (otobiographies, transferts, traductions). Textes et débats avec Jacques Derrida, sous la direction de Claude Lévesque et Christie V. McDonald. Montréal: VLB, 1982. p. 164.
3.- Some hold translations not unlike to be / The wrong-side of a Turkey tapestry: para curarme en salud me abstengo de traducir los versos de James Howell, que varían, por cierto, un cliché que Cervantes había suscrito en su momento.
4.- “On Linguistics Aspects of Translation”. Language in Literature. K. Pomorska and S. Rudy, eds. London/Cambridge, Mass: Belknap/Harvard, 1996. p. 429.
5.- Repárese en que el título incorpora la otredad radical como divisa: lo otro tal como se capta desde el inglés de EE.UU., con una frontera cultural al sur que alguna vez creyeron cruzar los padres de la jovencita y que Humbert Humbert perseguirá inútilmente en sus correrías por la anatomía de ésta y del país en que es extranjero.
4 comentarios:
Cuando empecé a leer este artículo, pensé que versaría sobre los lugares comunes de la traducción. Afrotunadamente no fue así. Me parece un texto excelente.
La traducción, efectivamente, no tiene nada de traición ni de mejoramiento. En cambio, sí tiene todo de creación y sobre todo, muy bien señalado, de crítica.
Saludos
Qué bueno que les gustó "Redacción sin dolor".
http://directorioblogscr.blogspot.com/2010/03/recomendaciones-de-blogs-1.html
Un abrazo
Hola, amigos, gracias por sus visitas y comentarios. Gustavo, los méritos son de Miguel Gomes, un ensayista muy responsable en sus trabajos. Y en cuanto al directorio: gracias por incluirnos.
Saludos
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