La portada del número 110 (Invierno 2010) de Bomb (New York) es la parcial ilustración del montaje de una pieza conceptual de Antonio Caro. La ampliación de la foto deja por fuera un fragmento de la pancarta que, en 1972, el artista colombiano pusiera en el Planetario de Bogotá. En la imagen editada se lee: “El imperialismo es”. Colgando sobre ella en letras rojas, el nombre de la revista parece acentuar su carácter explosivo; en este caso, la declaración truncada supone un acto político que ya no se contenta con eslóganes. Originalmente, el rótulo de Caro repetía el lema de Mao: “El imperialismo es un tigre de papel”, y estaba redundantemente rodeado de tigres de papel. El pleonasmo no es visible en esta versión del documento de la obra. En la entrevista que le hace Víctor Manuel Rodríguez (pp. 16-23), Caro comenta cómo se ha desarrollado su trabajo y cuál ha sido su vinculación con la política. En resumen, las ideas de la izquierda ortodoxa del inicio han cambiado hasta fundarse en el territorio del un-art, que redimensiona el nexo con lo partidista y lo institucional, con lo utópico y lo estético. De manera sutil, el diseño de esta portada es la evidencia de esa variación y anuncia el proyecto de diversas fracturas, lo que hace de Bomb más un relato moderno que una mercancía.
Desde esa perspectiva, las muestras de literatura y arte de Colombia y Venezuela funcionan como notables imaginarios descentrados: su multiplicidad no puede sostener la idea de una cultura oficial o estable, basada en el convencimiento casi ontológico de la nación como unanimidad. Los diálogos con Ana Teresa Torres, Evelio Rosero y Juan Gabriel Vásquez, por ejemplo, fundamentan el discurso narrativo como historia viable, compuesta de áreas grises de posibilidades que terminan por socavar la verdad autoritaria. El espacio público se enriquece con la confluencia de zonas simultáneas de intercambio, el espacio “otro” al que Torres se refiere. En la formación de ese lugar intervienen simultáneamente el recuerdo, los deseos, las fábulas ajenas, la tradición a medias acatada: ante Antonio Ungar, Rosero confiesa como impulso la locura que ensaya con la realidad y la fantasía; Vásquez le recuerda a Silvana Paternostro haber transcrito, palabra por palabra, “Los muertos” de Joyce y “Las ruinas circulares”, y haber aprendido de Conrad y Naipaul el valor de una tensa relación con el país natal; Ana Teresa Torres nos remite frente a Carmen Boullosa a los mundos creados por los hermanos Grimm y a los mundos privados. La imagen de otra pieza de Caro, Colombia Coca Cola—en la que el nombre del país se escribe con la caligrafía del logo comercial—, señala bien el juego complejísimo de esa geografía personal, que tiene como fondo problemático la otra pero no se somete a ella. Allí lo político tiene los modales de la crítica, no los de la vociferación.
Otras obras incluidas en Bomb son también formas de arte que se mueven sobre la disyunción. Gabriela Rangel da buena cuenta de los vídeos de Nascimento/Lovera: en El exorcista (1997), el clásico film de horror es reeditado para hacer intervenir una visión periférica y abstracta, mientras que en Cumbres borrascosas (2000) el trabajo visual—segmentos de una telenovela proyectada en una pantalla dividida en cuatro—tiene por objeto la reapropiación del melodrama, tal vez su extenuación. Es fácil pensar en algún antecedente para ellos: el Joseph Cornell de Rose Hobart para el primero, el Warhol de The Chelsea Girls para el segundo. El énfasis de los editores en la experimentación emparienta, sin hacerlo evidente, Pintura empacada (2001), una tela de Dulce Chacón, con Proyectos para un mural (1954-1965), de Carlos Cruz Diez. Un vistazo a las páginas 52 y 64-65 parece probarlo. La diferencia de medios sólo sirve para realzar un efecto casi espectral y nos advierte de la coincidencia de horizontes, más allá de mociones, materiales o hipótesis—al fin desentrañados en las charlas respectivas con Rafael Castillo Zapata y Estrellita Brodsky. Por otra parte, las fotografías de Antonieta Sosa, bajo el título “El cielo de Caracas: Lo que yo veo al salir de la casa”, nos vinculan igualmente a algún propósito anterior—el del Auggie Wren, digamos, un personaje de Smoke, la película de Wayne Wang basada en un guión de Paul Auster. El arte, así, tiene conexiones con el arte, en una espiral de ficciones tras ficciones.
Las conversaciones entre artistas son parte de la anatomía de la revista; lo es, del mismo modo, el suplemento literario, First Proof. El nombre nos señala la naturaleza inacabada de un texto, su carácter casi indeterminado; la literatura como tanteo. En este número, el Portafolio de José Antonio Suárez Londoño es una apropiada introducción a las narraciones y poemas. En sus blocs de trabajo, el artista colombiano mezcla anotaciones marginales de observaciones y sucesos con dibujos, y así crea lo que Luis Pérez Oramas llama su “autobiografía imposible”. Lo épico allí consiste en la presencia continua de la cotidianidad. No hay textos aquí que no compartan, siquiera de una forma angular, ese método creativo. En los poemas de Luis Enrique Belmonte, los antidepresivos nos fuerzan a ceder ante la persistencia de vidas alteradas, y los goliardos se convierten en personae. El sujeto en el autorretrato de Víctor Manuel Gaviria se ve como en una pantalla, para luego admitir que todo es nebuloso al tiempo que estable. También la poética de Yolanda Pantin lidia con anécdotas que a la vez se hacen de confidencias, recuerdos, reflexiones, en una nota que aboga al final por el silencio. Y en los fragmentos de Carama, de Igor Barreto, el poema tiene el tono de un registro civil donde se asienta la desaparición de algunos hombres o de todo un pueblo del estado Apure.
La selección de narrativa comparte en algo ese afán por lo incierto. En la selección de Prima lejana, podemos observar el modo en que Federico Vegas une el paisaje desierto e incómodo de Paraguaná con la relación íntima entre el personaje y su prima Cecilia. Héctor Abad Faciolince detalla en los extractos de El olvido que seremos su cercana relación con su padre, que lo lleva al “desacuerdo teológico” de amarlo más que a dios desde la infancia. El cuento de Antonio Ungar, “La desintegración de mi abuelo”, deja en claro cómo de la muerte del viejo Peter Lübeck emerge Peter M. Lübeck, su nieto, a quien podrían confundir con aquél. El relato de Carolina Lozada, “Theta”, muestra el proceso por el cual una mujer se vuelve un par de mamas: la visión fetichista de un hombre sólo puede aceptar de su víctima un subconjunto erótico, en un rito que impone la crueldad del deseo. Desde el comienzo, lo que parece una cita cualquiera es sólo la máscara de una pulsión, y admite, en sí misma, únicamente el fraccionamiento—las tetas, las manos, los ojos, pero sobretodo las tetas. La traducción inglesa de este texto, como en el caso de las otras, confirma lo que el número de Bomb plantea como modelo: ante toda manifestación del arte—o del un-arte—nos enfrentamos a una posibilidad, a una contingencia que puede leerse desde ángulos variados; de allí que “las frutas mamarias” de Lozada queden atenuadas por “bosom”, o que los adjetivos que al final describen esas tetas—“calladitas”, “bonitas”—terminen por convertirse en “quiet” y “beautiful”, una versión tal vez más entusiasta.
El resto del material de la revista hace el recuento del cambio de imagen de Medellín a partir de la arquitectura, como lo conversan Sergio Fajardo, antiguo alcalde de la ciudad, y Giancarlo Mazzanti; de la constitución en Cali de un espacio alternativo para las artes, Lugar a dudas; de la narco-arquitectura colombiana, fotografiada por el venezolano Luis Molina Pantin; del método que usa Javier Téllez para hacer confluir en sus películas razón y locura; de la experimentación musical de Mario Galeano Toro a partir de la cumbia… Para decirlo de nuevo, en cada uno de esos artículos el punto es presentar una política del arte que se sustente en la constante reflexión, la busca de una práctica que nos asegure una buena sacudida, a partir del socavamiento de lo previsible.
Luis Moreno Villamediana
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