I began to work as an artist when I began to be an adult,
when I understood that my childhood was finished, and
was dead. I think we all have somebody who is dead
inside of us. A dead child.
Christian Boltanski
La frase es casi un lugar común, pero no por ello deja de ser cierta: el término de la infancia es el inicio del fin de la vida, el primer paso hacia el envejecimiento y la muerte. Sólo una vez superada la infancia, cobramos conciencia de la muerte: primero de la de nuestros padres, y eventualmente, a través de este descubrimiento, de la propia. La tarea del arte –y en particular de la literatura–, ante un panorama de la vida tan agreste, no es otro que el de proveer al hombre de un instante de recuperación de esa primera etapa extraviada, de ese niño muerto que se menciona en nuestro epígrafe; de allí que afirmase Bataille de la literatura que es “la infancia al fin recuperada”. La del arte es, pues, una constante búsqueda de la ontología de lo humano, que se presume extraviada con la infancia: ya sea para preservarla, esparcirla, cuestionarla, o incluso develarla, hallar lo humano en los rincones menos usuales de la realidad. Esto, sumado a la conciencia de la propia finitud, y sobre todo a la capacidad de visualizar la propia ausencia, de prepararnos para ella y de dejar un legado, hacen del arte una particular disposición del individuo para la ausencia venidera, es decir, la preparación del hombre para la muerte: la suya y la de los demás.
Semejante poética de la desaparición recorre las páginas de la primera obra narrativa del poeta Luis Enrique Belmonte, la novela breve Salvar a los elefantes (Caracas: Equinoccio, 2006). En ella, el caluroso verano catalán constituye el escenario ideal para ilustrar el paulatino desvanecimiento del mundo, el lento derretirse de una humanidad averiada y aferrada a sí misma, resumida simbólicamente en el refrigerador estropeado del protagonista, y trasmutada, a su vez, por obra y gracia del engaño mediático y el simulacro televisivo, en los pobres elefantitos africanos que la Fundación Sheldrick promete salvar.
De esta manera, el anónimo protagonista de Salvar a los elefantes hace las veces de público a una cruel performance de desaparición: atrapado entre la tibia agonía de su nevera, que imprime el olor de su propia descomposición sobre todo a su alrededor –un extraño olor “a mayonesa fermentada” (p. 10) queda impregnado del pijama a rayas que viste el protagonista–, y el prolongado viaje de estudios de su chica Evelyne, de quien apenas recibirá un par de postales con frases cada vez más escuetas –como si ella misma estuviese lentamente desvaneciéndose–, el narrador parece estar cada vez más vinculado a un conjunto de personajes ausentes, muertos, o en franco trance hacia la desaparición, y dejando atrás dinámicas más “vivas” o palpitantes de la existencia: comenzando por su adormilamiento anodino, especie de renuncia a una postura vital ante la vida –quizás sólo interrumpido por su breve intento de ejercitarse mediante la natación, que culmina, lógicamente, con una tentativa de ahogo–, y luego por su constante referencia a (e incluso diálogo con) personajes reales cuya muerte se dio en intrigantes condiciones de súbito desvanecimiento.
Así, son objeto de su continua reflexión las desapariciones célebres de Chet Baker, fallecido en condiciones sospechosas tras caer de una ventana en Amsterdam, o de Antoine de Saint Exupéry, a quien se le perdió el rastro en un avión Lightning P38 sobrevolando la costa marsellesa; así como las de varios vecinos del barrio barcelonés en el que habita: la Señora Cremer, consumida por el calor, o el vecino de pijama de culebritas y arabescos. Algo similar ocurre con los personajes de Dumont el anticuario, suerte de amigo imaginario del narrador –y homenaje o referencia al primer aviador conocido, el brasileño Alberto Salas Dumont, de cuyo suicidio por ahorcamiento quedan aún muchos detalles por esclarecer–; y del Dr. Boltanski, psiquiatra del narrador –cuyo apellido hace referencia al artista plástico judío Christian Boltanski, célebre por su exploración incansable de las temáticas de la muerte, la memoria y la desaparición en sus diversas obras y performances.
La experiencia de la ausencia, así, toma lugar en la escritura misma del relato, comprendido como una especie de acto detectivesco en el que las pistas antes mencionadas apuntan no a la restitución de la memoria o del legado, como sería en el caso de las instalaciones de Boltanski, sino más bien a la consumación de la propia desaparición: como si el acto mismo de escribir fuera el dar cuenta de los detalles olvidados de y por los ausentes. La escritura como un remanente, un recuento de lo que permanece, pero a la vez el relato de desaparición del propio escribiente. Este metadiscurso hace su aparición dentro de la narración de Belmonte, presente en las fotografías que el protagonista obtiene de un rollo fotográfico abandonado, y que exhiben en secuencia un calendario fotográfico de la desaparición de un hombre. Se trata de un rastro, sin duda, pues las fotografías son el testimonio de algo que existió, pero un rastro que conduce a la ausencia definitiva, y de cuya lectura el narrador extrae la conclusión de que, mientras más perfectas sean las desapariciones, mientras menos rastros dejen tras de sí, más imposible serán la magia, el arte y la escritura:
¿Cuántos de nosotros no nos hemos sentido defraudados cuando, a desaparecer una paloma o un loro, el mago ha sido incapaz de ocultar las plumas que quedan en el fondo de su chistera? Es cierto que sería muy difícil desaparecer sin dejar huellas, y que sin las escamas que desprenden los cuerpos en tránsito no serían posibles las historias de detectives. Auguste Dupin no hubiese inventado el género policial de no ser por el descuido, casi siempre involuntario, de los tránsfugas. Ocultar las huellas, o borrarlas, es uno de los mayores retos para cualquiera que tenga la intención –la vocación– de desaparecer (p. 80).
Haciendo caso al propio narrador, a la novela continúa un breve “Informe sobre ausentes”, que ofrece al lector diversas pistas añadidas sobre ciertos referentes que pudieran considerarse “extraviados” en el relato. Sin embargo, estos anexos en forma de relatos breves corren el riesgo del detalle innecesario: debilitar el conjunto con su falta de soltura y su tendencia a la dispersión narrativa, en lugar de fortalecer un imaginario global que, en resumidas cuentas, no necesita realmente de pivotes adicionales.
Finalmente, salvar a los elefantes representa tal vez el acto contrario a esa desaparición ideal con que Belmonte parece renunciar a lo humano. Pero el mismo narrador se pregunta: “¿Por qué salvar a los elefantitos y no a los cocodrilitos o a las chiripas? La respuesta de esto la tiene Mrs. Sheldrick: los elefantes son humanos” (p.11). Tal vez la respuesta estribe en hallar lo humano en donde menos se lo sospeche: en la seducción, en el puro deseo (de ayudar a los elefantitos, en este caso) que oculte las ausencias; un gesto esperanzador, quizás, que sugiere la permanencia de la quintaesencia de lo humano en otras regiones de la existencia, tales como la piedad o la nobleza; pero uno supeditado a las leyes de la sociedad del espectáculo: Mrs. Sheldrick resultará ser un argot publicitario para promover la defensa de los pobres animalitos, y con este descubrimiento, una nueva desaparición acabará con el embrujo de los elefantes sobre el narrador. Pareciera ser que lo humano, después de todo, está destinado a desaparecer en cualquiera de sus esferas de existencia, así como también está destinado a dejar un largo rastro tras de sí. Por lo tanto, la desaparición perfecta, la borradura absoluta del hombre, reside, de acuerdo a la poética de Belmonte, en asumir la inevitabilidad de la muerte como vocación, como mandamiento, como deseo explícito de escape; como ese piloto que se sube a su avioneta y a mitad del trayecto deja de comunicarse con la torre de control, para luego desaparecer misteriosamente en el aire.
Ilustración: “La vida desordenada de Maxim Valletin”, Christian Boltanski
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