Antes de llegar a Mérida hice un largo periplo con un grupo de amigos. Entre ellos estaban los editores de Candaya, que son quienes están dando a conocer en España la obra de Ednodio Quintero y de otros autores venezolanos. Fuimos a los sitios de Caracas a los que suele ir el autor de Mariana y los Comanches: El café Arabica, frente al Centro Plaza de Los Palos Grandes, donde se encuentra la librería Noctua. Estuvimos también en el Gran Café de Sabana Grande y en la librería El Buscón. Después nos dirigimos en coche a la ciudad de Valencia y a Chichiriviche, en el Parque Nacional de Morrocoy. Al cabo de unos días, llegamos a Trujillo, cerca de allí, en Mesitas, había nacido el escritor que aún no conocía, pero del que seguía su rastro como si estuviera reuniendo pruebas para detenerlo. Ednodio Quintero había dejado por escrito algunas de las pistas que yo buscaba: «Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Viví hasta una edad irremediable -los seis años- en aquella aldea de los Andes, un sitio olvidado de los cartógrafos y de Dios... Mis ancestros de origen español, campesinos de Andalucía y Extremadura, se habían asentado en esas tierras altas hacía ya trescientos años. Mis ancestros indígenas, provenientes de la rama norteña de los Chibchas, vivían allí desde un tiempo remoto. De los primeros heredé mi vocación mediterránea y la lengua de Cervantes y Quevedo, de los segundos, el cabello rebelde, mis ojos de japonés alucinado y mi conciencia de guerrero».
Camino de Mérida, nos detuvimos en el fabuloso Pico del Águila, el punto más elevado de la carretera transandina con una altitud de 4.118 metros. Sentí que me faltaba el oxigeno. Oía mi propia respiración persiguiéndome. Igual que el protagonista del inquietante y misterioso cuento “El combate” escucha la risa burlona del enemigo escudada detrás de la máscara de hierro. Oye su respiración silbante y persistente como el zumbido de un moscardón. El hombre se encuentra desnudo e inerme en el escenario del combate. Está dispuesto a luchar contra el guerrero. Se enfrentará también al pasado plagado de voces que no han muerto. La literatura es ese guerrero que se oculta tras la brillante armadura. Se camufla para parecer otro. Se escuda detrás de los personajes para actuar impunemente. Ednodio Quintero es el hombre desnudo. El rebelde solitario que habrá de enfrentarse al lento proceso de sobrevivir. Al compromiso de escribir. ¿Estará condenado -como el protagonista del cuento- a oscilar el resto de sus días entre carcajadas de burla y voces muertas? El escritor se escuda en la literatura para camuflar los sentimientos. Los cuentos que se reúnen en Combates contienen imágenes que no se pueden explicar con palabras. Simplemente hay que dejarse arrastrar por ellas: la poesía épica de las palabras.
Tras atravesar el bello paisaje del páramo, llegamos a Mérida. Entonces conocí a Ednodio Quintero. Estuvimos varios días juntos sin apenas hablar. Lo veía cenar rodeado de muchachas en el restaurante del hotel La Pedregosa, lo veía también delante de una cerveza Solera en el T'Café, bebiendo whisky en el Mogambo y con su amigo Vila-Matas presentando Combates en la librería La Ballena Blanca. Era cierto que el Samurai de los Andes tenía aspecto de japonés. A fin de cuentas había vivido una larga temporada en Japón y la fisonomía de los países acaba marcando el físico y el carácter de las personas. Me di cuenta de que Ednodio era un hombre discreto que procuraba pasar por la vida de soslayo. También hacía fotos de soslayo. Retrataba perfiles, orejas, codos, sienes, mechones de pelo. Le interesaba la vida pasajera para retratarla por escrito. Tuve la sensación de que pertenecía a esa clase de personas solitarias que ocultan una vida intensa y convulsa. Una soledad plagada de encuentros. Llevaba la vida nocturna reflejada en el silencio sonoro de sus ojos de japonés alucinado. Ambos participamos en una mesa redonda y nos miramos de soslayo y luego de soslayo hablamos sin mirarnos. Enseguida descubrí que dominaba las distancias cortas. La distancia más corta, la más íntima, es la que se produce entre el escritor y el lector. Él y su literatura eran la misma cosa. El guerrero que se enfrenta con palabras y silencios al destino. Descubrí que no sólo era el Samurai de los Andes sino el dueño de las peroratas. Esa era su auténtica vocación. Me confesó que hacía tiempo que había dejado de escribir cuentos, se aburría, prefería las novelas, y sobre todo soltar peroratas. Pasar de una cosa a otra sin tener que ceñirse al tiempo y el espacio. Un aluvión de palabras. Hablar y escribir al trepidante ritmo de los pensamientos y enlazar las historias sin dar tregua. Hasta que regresa al pasado. Entonces la memoria de Ednodio Quintero se detiene y nos paraliza en relatos tan hermosos y sobrecogedores como “El combate” y “Nocturno”. Como dice en el cuento titulado “El corazón Ajeno”: «Un relato que se respete debe contener en sí mismo, a la manera de un kamikaze de papel, el germen de su destrucción». Y luego añade: «Un relato no acaba cuando calla el relator, continúa girando como una peonza, en el vacío o en algún lugar de la mente». Los cuentos reunidos en Combates siguen dando vueltas en mi cabeza. Los leo en Málaga y me traslado a Venezuela. Ednodio Quintero es Venezuela. La naturaleza en estado puro y salvaje. La naturaleza fiel y promiscua. La naturaleza quieta y escurridiza. Veo Venezuela cuando leo Combates. La vida oculta que late en Combates. La voz de Ednodio Quintero, su silencio, nos atrapa como si fuéramos mariposas nocturnas fascinadas por el brillo resplandeciente de la literatura.
Ilustración: “Erótika # 25”, Asdrúbal Colmenárez
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