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Damos por sobreentendido que la poesía exige un estado de alta concentración interior e intensidad de experiencias, además de la apropiación del patrimonio cultural proveniente de la tradición, más allá de la suya propia, en la que el poeta ha tenido a bien ubicarse. “Para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres, cosas", escribió Rilke, y nadie se arriesgaría a desmentirlo aun habiendo poetas cuyos destinos prematuros se constituyeron, antes de haber visto muchas ciudades, hombres, cosas, en terreno abonado para la anticipación de la obra. Sin duda esos son requisitos a los que no escapa el ejercicio de ningún género literario, sin embargo la comunidad artística, no necesariamente los poetas, que si son sabios son humildes, tiende a conferirle a la poesía una jerarquía superior. No solo por el hecho de anteceder a la prosa y ser más vieja que el tiempo mismo, no solo por su compromiso con la lengua, sino también por la manera cómo el tono de la voz entramado a la concisión y apertura de la frase se impone a nuestros sentidos, particularmente al sentido del oído en nuestra memoria. Gracias a esta función, función estética a la par que cognoscitiva, la poesía aspira a trascender el artificio, pues su deseo más íntimo es colocarse, a contramano de la actualidad y en pos de algún augurio de futuro, un poco más allá de los ismos y convenciones que con el paso del tiempo se convertirán en moneda de la que ha desaparecido el cuño.
Si bien esos dos requisitos son ineludibles tanto para el poeta como para el prosista, el hacer de éste se caracteriza por la vigilia de la conciencia, más analítica y descriptiva que la del poeta, y el ir y venir asociativo, hasta ese momento lúdico y libre de fines, en el que entre la audición de las palabras y el surgimiento lejano de las imágenes, son los rasgos circunstanciales de las sombras que se desplazan y a veces se funden, son las frases intercambiadas entre más de dos personajes las que saturan el vínculo a través del que se acumulan, se entrelazan y se prolongan las historias.
Más que el poeta —haciendo salvedad de algunos casos particularísimos, como el de las encarnaciones de la heteronimia, más épicas que líricas, de Pessoa—, el escritor pasa a ser el que narra y en buena parte interpreta, con más o menos ingeniosidad y sutilezas, con mayor o menor deseo de borrarse, varios otros, esto es, el custodio del arbitrio de una pluralidad de vidas en lo que tienen de más significativo.
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Por lo general la mente del prosista es más porosa y divagante, todo se adhiere a ella, todo entra y sale de y por ella. Parte de su trabajo consiste en dejar que el grano grueso pase por el cedazo, como si dijéramos por la malla del cerebro. La capacidad de filtrar le es en cierto modo ajena, al menos cuando está poniendo en marcha el proceso combinatorio: un tema, el devenir de un acontecimiento, la confluencia de unos personajes o el avance de una nada de historia que exige más de un modo de ser contada. Antes de que su artesanía se pronuncie, antes de que la voluntad de composición se someta a las reglas que ella misma se ha asignado, se alimenta de basura, escorias, limaduras, tímidas briznas, pelusillas traídas por el viento. Sin embargo tampoco en esto el proceso creador del poeta es muy diferente. En un ensayo sobre Marina Tsvietáieva, escribía Joseph Brodsky que la prosa con frecuencia sucumbe a la nostalgia del barro. Más tarde, en su discurso de recepción del Nobel recordaba la afirmación de A. Ajmátova según la cual el verso nace de veras de los desechos (en otro escrito, citando la misma frase, escribe de las inmundicias). Sin duda, con todo y su eufonía, sus sonidos, sus reglas, sus medidas, sus ideales de pureza la poesía no se halla menos libre del fango del camino. La poesía, como la música, no es sólo espíritu en trance de desbordarse, es algo que se va escribiendo, alineando nota a nota, palabra a palabra.
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La visión del narrador tiende a ser más lejana y distraída que la del poeta. Por su misma necesidad de aferrar todo aquello que se transpone e interfiere en el horizonte, se halla toda en el éxtasis del movimiento. Hasta tanto no consiga concentrar el foco, sus ojos se desplazarán, a ratos vagos y dislocados, a ratos atentos y contemplativos, en la actitud de quien, haciendo el camino, espera, no antes ni después, sino en mitad de la mitad del camino, que algo venga a sorprenderlo. El poeta, en cambio, es como un pez de aguas profundas y límpidas, más selectivo y conciso en la detección de su objetivo. Como toda mirada penetrante, la suya es excluyente y certera. No es que el escritor sea más versátil, sólo que su percepción es capaz de soportar más azares y disonancias entre encuentros y desencuentros, y la inventiva de su mente, desde el momento en que ningún método ha hecho su aparición, desde el momento en que todavía no se prohíbe el experimento, avanza con la simultaneidad del contrapunto. De alteridad en alteridad, como diría Bajtín, polifónica y coralmente.
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“Decía la verdad. Siempre decía la verdad. No sabía mentir, nunca desfiguraba la naturaleza de un hecho cierto, decía Virginia Woolf de Mr. Ramsay, era eso lo que irritaba a Mrs. Ramsay y a sus hijos. No se trataba del placer de aguarle la fiesta a su hijo, y de dejar en ridículo a su esposa, diez mil veces mejor que él en todos los sentidos (creía James), sino por poder exhibir además cierta secreta vanidad por la precisión de sus juicios”, (Al faro).
En esa secreta vanidad testamentaria por los juicios obstinadamente veraces no hacen territorio común ni el poeta ni el prosista, pero la claridad, no del juicio, sino de lo que saben es imposible falsificar, de lo que saben no lleva más que a la incertidumbre y a los finales posibles, es el lugar donde, alcanzado ese punto de progresión, ambos regresan. Allí ya no son dos, son uno, el escritor y el poeta, bajo el dominio de los esforzados principios del estilo y el saber como acto cognitivo de lo que nunca alcanzará a estar completo en la lengua.
Refiriéndose a Schopenhauer Beckett comentó que era un verdadero placer encontrar un filósofo que pudiera leerse como un poeta, “con una completa indiferencia por las formas a priori de verificación". Su placer, tanto como el de Baudelaire, Tolstoi, Baroja, Thomas Mann, Musil, Borges, Bernhard, todos devotos lectores de Schopenhauer, pasa, más que por el valor argumentativo del discurso o el andamiaje filosófico, por la sintaxis, por la flexión y la fuerza activa de su prosa, además de por la seducción de su realismo metafísico. Y yo agregaría, entre aquellos pensadores que se leen con el mismo placer y excitación del momento que a los poetas, a Nietzsche y a Kierkegaard, ambos, como buenos hijos de predicadores, herederos de la dramatización del discurso. Si a estos filósofos se los lee como poetas es por el vigor sostenido, el nervio y elocuencia de su lenguaje («La elocuencia tiene el efecto de hacer entrar en el espíritu de los demás el movimiento que nos anima», D’ Alambert). En la escritura de Kierkegaard los elementos filosóficos, poéticos, teológicos y las ficciones dramáticas fluyen entretejidos en una sola larga y bien embridada cuerda transgenérica. La repetición, que es drama, novela y reflexión crítica es uno de los mejores ejemplos de la ductilidad y sutileza a que puede llegar la prosa libre de la exigencia de decantarse por esto o aquello.
La estética de Gadamer, siguiendo en más de un sentido la de Heidegger, considera que la palabra poética se satisface a sí misma, que no necesita ninguna verificación exterior a ella, que sólo dice lo que dice, que responde solo de sí misma, y es profundidad de la ley interna de su decir, con independencia de la verdad conceptual, lo que la legitima. Según este punto de vista la verdad del poema está en el poema: no siendo sustituto, ni residuo, ni reflejo pasivo de nada debería ser aceptado por sí mismo (el ideal de todo lenguaje es bastarse a sí mismo) y con la misma pretensión de realidad de los objetos del mundo, como cosa entre cosas (para Kant el estatus ontológico de los objetos artísticos es el de “objetos co-presentes en el espacio”), y no como soporte epistemológico, o simbólico entre sujeto y objeto, representación y realidad. Sin llegar a ese extremo de separación e inocencia, podemos admitir que la poesía goza de autonomía (no en el sentido del arte por el arte) por más que el sujeto esté fáctica e inmemorialmente determinado por los componentes sociales de los que su obra toma origen y frente a los que se resiste a ser reabsorbida.
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El escritor de novelas, el narrador, el cuentista, le puede rendir a la lengua, aun si su estructura y sus instrumentos son diferentes, el mismo culto que el poeta. El suyo es también un arte de naturaleza lingüística y densidad semántica. Sabe tanto como él que éste es imagen, metáfora, tropo, abreviatura, arte de referencias, alusiones, desplazamientos, acumulación de sentidos y posibilidades fonéticas. La prosa tiene sus pausas, sus patrones rítmicos, su fraseo, sus pulsos sintácticos, su entonación, su textura verbal, una voz dirigida, como en el drama o en la poesía, al oyente más que al lector de la letra impresa desplazándose silenciosamente de izquierda a derecha ante sus ojos (sin olvidar las estrategias narrativas, para nada infrecuentes, cuyos códigos estilísticos y señalizaciones enfatizan la condición escritural y mental del texto).
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La línea de demarcación entre poesía y prosa existe, hay fronteras pero éstas son formalmente menos drásticas y mucho más misteriosas de lo comúnmente aceptado por las versiones canónicas de los géneros. La proximidad y el roce de ambos impulsos, en tanto impulsos y desviaciones de la fuerza coercitiva de la lengua automática, pueden ir juntos y a veces, sin menoscabo el uno del otro, coexistir en un mismo individuo: las formas literarias pueden contender entre ellas, pero los impulsos que brotan de la propia lengua, más primordiales y profundos que las formas nacidas de sedimentos culturales, no se excluyen. El material no es diferente, pero la manera como se mantiene en juego el tiempo y el espacio de la experiencia sí lo es.
Hay quienes han sido bendecidos, sin mayores diferencias operativas, con esa capacidad de prolongarse en ambas direcciones. Beckett, Borges, Joyce, aun sin ser grandes versificadores, Baudelaire (no sólo por sus poemas en prosa, lo que sería evidente, sino por sus Salones y escritos críticos), Edgar Allan Poe, Gérard de Nerval, Thomas Hardy, Yeats, César Vallejo, Rubén Darío, Lezama Lima, Marina Tsvietáieva… Aun así, siempre los recordaremos más por su poesía que por su prosa, o más por la prosa que por la poesía.
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A veces cuando leo o pienso en la prosa de Marcel Proust, me digo que es un poeta, poeta de alma y cosas por el estilo. Pero rápidamente me corrijo y digo, no, no es un poeta, es un novelista, un novelista de largo y continuo aliento, un novelista que tematiza y configura su propia estética a partir de la apropiación de todos los géneros a fin de novelar los lugares, los paisajes, los rostros y el fluir constante, vívido u opaco del recuerdo, con su margen de ficción y ensueño, en tanto que feliz y atemporal interregno previo al despertar a la realidad del presente. Alguien para quien la idea unificadora de la labor de trece años invertida en las tres mil páginas de En busca del tiempo perdido es el orden sobrenatural de las cosas y la visión singular del espíritu que opera y se expresa en ellas, un orden simbólico, alegórico, trascendente, un orden cuya circularidad y belleza, según Proust, solo podemos entrever y apenas se nos puede revelar a través de la obra de arte: la frase de la sonata para violín y piano y el septeto de Vinteuil, compositor tan ficticio como sus piezas musicales, la iglesia de Combray, recreada a partir de las iglesias de Normandía, los cuadros de Elstir, el trocito de muro amarillo de
Victoria de Stefano
Ilustración: “Confucio”, Pedro Friedeberg
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