Empiezo a escribir esta reseña sentada en un café, resguardada de una llovizna discreta y fría. El hecho de encontrarme en un café con lluvia no es una situación fortuita, no puede serlo cuando me dispongo a escribir sobre Lluvia (Barcelona: Candaya, 2006), de Victoria de Stefano. Escrita con su tono personal, sutil y preciso, sobrio y reflexivo, cuidadoso del buen trato de las palabras, la novela de Victoria de Stefano se estructura en dos partes. La primera, narrada desde la voz de una mujer, Clarice, que escribe en la tranquilidad de su estudio, resguardada de los estruendos del aguacero. Soledad y resguardo que son alterados por la presencia de José, el jardinero, que irrumpe desde el afuera para protegerse del chaparrón. La segunda parte está construida en forma de diario, un diario donde la curiosidad de Clarice pone a dialogar la angustia heideggeriana con la experiencia femenina del parto. En ambas partes la novelista trajina con su oficio narrativo, yendo y viniendo entre la cotidianidad de la casa, husmeando las inquietudes teóricas de Bataille y Walter Benjamin, recorriendo los vericuetos narrativos de Faulkner y Kafka, y mirando el mundo del afuera con sus aceras rotas, violentadas por las raíces de los árboles. Un mundo transitado por mendigos y soledades anónimas.
La Lluvia de Victoria de Stefano tiene la fuerza para arrastrarme hasta la ficción y las preocupaciones de Virginia Woolf y Teresa de la Parra, pues estas tres mujeres escriben desde una conciencia de género y reflexionan desde su condición de escritoras. La mujer que escribe en Lluvia se desplaza desde su estudio, ubicado en la parte alta de la casa, va hasta la cocina y se cerciora de la consistencia y buen sabor de la comida que prepara. La mujer que escribe no discrimina a la otra que cocina. La una complementa a la otra y entre ambas buscan las palabras que puedan asaltar el papel:
Ensarta los trozos, examina su color y su textura, les da vuelta, cata con la punta de la cuchara de madera la sazón de su jugo todavía aguado. Se imagina ser Miss Moore, Miss Dickinson, Miss Barret, Miss Emily Brontë y un montón de mujeres presentes y pasadas cuidando de sus platos e intentando desmenuzar los versos que aún se resistían a integrarse en el poema (p.37).
Quien narra, entre hojas con anotaciones y aromas a hierbas culinarias, no solamente se imagina ser una de esas mujeres pasadas y presentes, sino que es feliz en la conciencia de ser parte de ese universo femenino. Y como autora moderna se posesiona de un lugar en la casa, autónomo, propio, territorio celoso y privado; lo hace sin negarse a ser partícipe del resto de los requerimientos de la vida ordinaria. La habitación propia de Clarice y de Stefano les sirve para encarar su oficio y emprender sus búsquedas e inquietudes sobre el lenguaje y la escritura.
A lo largo de toda la novela la narradora se detiene sobre los detalles del mundo circundate y se para frente a sí misma para preguntarse y exigirse, porque para ella la escritura no es solamente un medio de expresión:
El proceso del lenguaje escrito es más reflexivo y amplio, las palabras hay que rumiarlas, decantarlas, suplantarlas, alisarlas, ubicarlas e intencionarlas adecuadamente en beneficio de la progresión del período en el que se gesta el pensamiento. El lenguaje escrito tiene que ver más con las profundas modificaciones que derivan de la necesidad de poner a punto la realización de una meta que de la necesidad de expresarse. Para expresarse basta el grito (pp.113-114).
La novelista lee, se pelea con lo escrito, lo tacha, siente que ha perdido tiempo en párrafos tan pobres. Piensa en otros autores, también en músicos, en pintores y filósofos. Entonces se asoma a la ventana para oler el agua que cae afuera de su habitación, y al hacerlo viaja a una memoria distante, para observarse asomada en un balcón italiano, tan joven y lejana, y preguntarle a esa muchacha si ha podido encontrar las palabras adecuadas para escribir una historia que al menos no se avergüence de leer en el futuro, cuando esté metida en una casa de tejas, con una lluvia que no cesa.
Yo quiero pensar que la narradora viaja más lejos, que es testigo de cómo una mujer inglesa va a pagar su té y se detiene a observar la moneda que saca de su cartera. Me gusta extender la imagen hasta el cuarto de la señorita que escribía porque se fastidiaba. El recrear estas imágenes no obedece a una ensoñación feminista, en realidad son los rastros que entreveo y sigo en esta novela de Victoria de Stefano: la presencia de una escritora eficaz, con dominio de los rudimentos narrativos, heredera de los logros de la emancipación femenina en las letras. Pero Victoria, al igual que Virginia Woolf y Teresa de la Parra, va más allá de su condición de mujeres; ellas han logrado asumir la escritura como un asunto vital, y en esto la escritura no tiene género.
La lluvia que me retuvo en el café ha menguado hasta no quedar de ella más que una brisa agradable y fría. Pago mi bebida y sonrío al pensar en Virginia, en Teresa y en Victoria. Estoy un poco conmovida, esto no debería escribirlo, pero algo me obliga a hacerlo, ahora no creo que el verbo conmover merezca ser tachado, y menos después de haber leído esta Lluvia. Decido salir y caminar, estoy de ánimo y buen humor, suele ocurrirme cuando leo un buen libro, cuando encuentro un buen escritor.
Carolina Lozada
Ilustración: “Mujer leyendo”, Matisse
5 comentarios:
Magnífica reseña para una magnífica escritora.
Saludos desde la ciudad del golfo,
R.
tengo que buscar ese libro...me da la sensación que es para disfrutarlo en este invierno!! Gracias por la propuesta...
Gracias, R, saludos al golfo.
Luissiana: Se puede leer en cualquier estación, y vale la pena. Búscala en la editorial Candaya de Barcelona.
Saludos,
Carolina
Lo vamos a leer, señorita.
Gracias por la reseña.
Saludos.
Hola, Blumm:
Gracias a ti por la visita.
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