miércoles, 23 de marzo de 2011
Tres poetas Tres
domingo, 6 de marzo de 2011
La mudanza
Saludos,
Carolina Lozada y Luis Moreno Villamediana
viernes, 25 de febrero de 2011
O todo se está escribiendo o ya ha sido escrito
1.
Por supuesto, la idea no es nada nueva, y quizás se remonte al preciso momento en que alguien, por primera vez, fue capaz de transcribir (de hacer escritura) algún relato oral. En ese momento dejamos de ser simplemente obra del sueño o de la imaginación divina para convertirnos en su escritura. El gran Borges adjudica a Thomas Carlyle una muy lúcida y sintética referencia al respecto: “La historia universal es una Escritura Sagrada que desciframos y escribimos inciertamente, y en la que también nos escriben”.
Una intriga, aparentemente paralela a la (o las) de la trama, surge en las primeras páginas de Bajo las hojas (Caracas: Alfaguara, 2010), de Israel Centeno, y llama la atención del lector para sustraerlo de la cómoda ficción. ¡Epa! −dice uno−, esto no es un simple guiño del narrador; más allá de Julio y su desazón, aquí hay un “nosotros” pidiendo atención, diciendo que no lo descuidemos porque son “ellos” quienes tienen la rienda de esta historia, los que la están contando.
Así, a medida que transcurre la lectura, esa primera persona del plural se nos irá revelando como un equipo de relatores, cuyos miembros bien pueden formar parte o no de las tantas voces que encontramos en la novela. Ese “nosotros” irá ocupando más y más espacio, tomando más y más poder: de simple narrador omnisciente, conocedor del presente, pasado y futuro de los personajes, pasará también a convertirse en un ente controlador de las psiquis, capaz de cambiar pensamientos y acciones con tan sólo un plumazo (¡nunca mejor dicho!). Y con semejante poder es lógico deducir que a la potestad de este nosotros omnisciente, supremo, se encuentra la posibilidad de manipular conciencias y tergiversar hechos, de “alterar el signo, desplazarlo, ponerlo no donde le es propio, sino donde debe estar para que la historia funcione”.
Si me siguen, algunos podrían concluir que aquí se trata simplemente del poder propio (la gracia divina) de un creador de historias, del narrador literario. Otros, hilando un poco más fino, se habrán remitido a “el libro de la vida”, a las Moiras, a eso de que nuestro destino se encuentra escrito y rubricado. Y no faltarán aquellos, que demasiado atribulados por la cotidianidad del país que nos corresponde, hayan hecho una asociación más prosaica e inmediata, porque esto de alterar el signo para que la historia funcione como que tiene mucho que ver con la realidad que nos circunda.
Sí, valen todas estas posibilidades en Bajo las hojas y algunas más; dejan de ser, vuelven a ser y son a lo largo de esta novela, obra de un autor a quien para nada le interesan las verdades absolutas y mucho menos los enigmas con soluciones precisas, cerradas.
Lo que le interesa a Centeno es la literatura, arriesgarse en este caso, a través de sus relatores −que terminan por confluir en un único relator, punta más alta, “vórtice de la pirámide”−, a un magistral ejercicio de metaficción mostrando el entramado de la creación que tenemos entre manos mientras ésta se construye. Siendo así, resulta inevitable que el lector se sienta obligado a participar de una constante reflexión sobre el hecho narrativo y sobre la literatura como un exigente oficio capaz de organizar el mundo.
En este sentido, Bajo las hojas entraña una verdadera lección de elaboración literaria.
2.
Centeno ha declarado: “Mi literatura va a la par de la historia de mi país”. Y pienso que esta frase puede ser considerada principio fundamental de su poética de autor.
En una época en que ciertas palabras se encuentran tan desprestigiadas, es posible que esto que voy a afirmar no le agrade mucho al autor, es posible también que algunos de sus más fervientes y jóvenes lectores lo rechacen de plano, pero igual lo digo, porque estoy convencida de que en el panorama de la literatura venezolana contemporánea no existe una obra más “comprometida” que la de Israel Centeno. Su firme y honrada posición ante los acontecimientos sociales y políticos que le han correspondido −una posición evidente tanto en su vida como en su literatura− ha sido siempre propia de un militante, sólo que su ideología no corresponde a ningún partido posible y mucho menos pretende, a través de su literatura, convencer a nadie de nada, de nada que vaya más allá de la literatura misma. Y es que en este autor la preocupación política es una preocupación ontológica. El compromiso surge de la angustia vital, nunca de un sentido de responsabilidad.
Desde la ya lejana primera edición de Calletania en 1992, hemos visto plasmado en todos sus libros lo más abyecto de un sistema que no para en su descenso hacia el abismo. Pocos de sus textos se libran de personajes que llevan sobre sí el enorme peso de un pasado político que ha determinado su vida de derrotados y marginales o de corruptos, traidores y asesinos.
Bajo las hojas no sólo no es la excepción, más bien es su justo compendio. En medio de una historia que se mueve magistralmente en las aguas encontradas de distintos géneros y subgéneros narrativos −cosa a la que el autor ya nos tiene acostumbrados y por lo que su obra muy bien se ubica en el terreno de la llamada posmodernidad−, nada aquí resulta independiente del telón de fondo, el oscuro entramado político de un país donde se desarrolla la ficción y donde, lamentablemente, también nosotros nos movemos en la realidad, de allí que nos resulte muy fácil reconocer algunos acontecimientos de los cuales incluso muchos fuimos partícipes.
Desde el montaje del asesinato de María Inmaculada, foco propulsor de la novela, hasta las más nimias acciones y aun gestos de esos personajes que se debaten entre la realidad y el delirio, entre ser humanos o bestias, todo, absolutamente todo parece estar determinado por una impenetrable entidad que desde el más alto poder somete y rige los destinos, y a la que podemos llamar, por ejemplo, “Inteligencia Móvil”.
3.
De alguna manera el puzle formal y anecdótico con que se encuentra el lector en las novelas de Centeno (y de allí que el crítico español Luis Alonso Girgado califique su escritura de “literatura difícil y por ello arriesgada […] que precisa de un lector que sea un escrutador atento y activo frente al lenguaje, la prosa”), cada uno de esos puzles −decía− son a su vez parte de uno más amplio, el de su obra narrativa completa hasta ahora publicada.
Se dice que de una u otra forma todo escritor escribe siempre el mismo libro o, si se prefiere, va creando con sus libros capítulos de un libro único que es finalmente su obra. No obstante, en algunos casos esto resulta tan evidente, adquiere tanta importancia y trascendencia, que termina constituyendo un aspecto ineludible en el momento en que ese autor debe ser estudiado o comentado. Son escritores que van forjando paso a paso un muy personal ámbito ficticio que los hace inconfundibles más allá del estilo o de las anécdotas.
Y más allá del depurado estilo de Israel Centeno o de las constantes temáticas, sus obsesiones lo han llevado a construir un universo de imágenes siempre perturbadoras que transitan de un libro a otro sin temor a la reincidencia, afinándose, transmutándose, aportando nuevas claves y creando nuevas incógnitas y sorpresas.
Todo ello se hace abiertamente explícito a partir del cuarto libro, Exilio en Bowery, con el que inicia un ciclo narrativo que el mismo autor (creo) ha calificado como “del exilio” y donde se complace en recrear elementos y atmósfera propios de la literatura gótica: noches, cementerios, vampiros, hombres lobo o licaones, ese raro animal que Centeno rescata de las sabanas africanas para incorporarlo a su particular simbología convertido en perra amarilla.
Tampoco pueden faltar los dobles y los pactos siniestros, que en el caso de Bajo las hojas toman especial relevancia y por eso vale la pena comentarlos brevemente.
· EL DOBLE. En María Inmaculada existe Victoria, esa “otra persona” que ella siempre jugó a ser, o que “jugaba a ser ella”. María Inmaculada, la joven cofrade de los Argonautas Junguianos de los Últimos Días que conocemos en Caracas, tiene su doble en Victoria, la compañera de Julio en Londres. Dos caras de la misma moneda que protagonizan sin embargo momentos distintos en espacios distintos, procurando así un juego constante de ambigüedad o de otredad.
· El PACTO. Manifiestos o tácitos, son varios los pactos que se crean (y se violan) en el transcurso de esta novela, pero el más importante de todos y sin el cual Bajo las hojas no existiría, tiene que ver con un narrador que vende no su alma, sino su talento; que lo vende no al diablo, sino a uno de sus peores sucedáneos tal vez, el poder. Julio, protagonista principal, atormentado creador de historias que sueña “con escribir la gran novela” para dejar de ser un “escritor inexistente”, acepta un extraño “trabajo literario” encomendado por el alto gobierno que le permitirá salir de sus problemas económicos para siempre, convirtiéndose así en uno más de los relatores. ¿Sabe Julio lo que hace?, suponemos que no, porque en algún momento decidirá infringir su compromiso tratando de alterar la trama prevista, aunque se sepa ya perdido. Hecho el pacto no hay vuelta atrás: “nadie retorna al día”.
Israel Centeno no es autor que ceda un ápice de Literatura (Literatura con mayúscula) en procura de público. Bajo las hojas es un reto al lector, quien una vez atrapado por su prosa llegará ansioso de respuestas hasta el final. Cuando cierre el libro será un admirador más de una de las novelas más originales y fascinantes de la literatura actual.
Silda Cordoliani
*Texto leído en la presentación de la novela Bajo las hojas
Ilustración: “La virgen de la leche en polvo”, Nelson Garrido
martes, 15 de febrero de 2011
Mérida: una pócima
Carolina Lozada escribe sobre Mérida y confiesa su amor al Toro acostado en el artículo "Mérida: una pócima", escrito para la revista Matador.
lunes, 31 de enero de 2011
La guerra de las mariconas: Copi en sobredosis
Es inevitable no experimentar una gran expectativa cuando un libro de Copi llega a mis manos, así ha sido desde la primera vez que leí uno de sus textos (Las viejas travestis y otros relatos), y el autor argentino—francés me dio en la cara con todo su potencial explosivo. Todo aquel que lo ha leído sabe que su escritura es volátil y adictiva, y La guerra de las mariconas (Buenos Aires: El cuenco de plata, 2010) se acoge muy bien a esta premisa; al punto que en novela tan breve –125 páginas— se produce una guerra entre homosexuales militantes de la FHARC (Front Homosexuel d´Action Révolutionnaire) y una tribu de amazonas; se destruye la tierra y se habita en la luna. En Copi todo es delirio, éste es su modo natural de contar historias, y lo hace con un humor altamente escabroso, desprejuiciado; donde lo grotesco y lo sexual ocupan los primeros planos:
Conceiçao do Mundo(…) me asqueó a un punto apenas soportable. Se sonó la nariz con su mano tosca, que después limpió en mi pantalón. No se afeitaba desde la víspera y su barba azulada asomaba a la luz de la luna. Sus senos enormes y su pija, que me había excitado hasta la locura, me produjeron de repente el efecto de deformidades físicas, como una joroba o un pie deforme. Se tiró un pedo, bajé la ventanilla (pp. 66—67).
En La guerra de las mariconas, una secuela de personajes y situaciones delirantes se desencadenan a partir de la visita de una travesti brasileña a la casa de una pareja homosexual para brindar sus servicios sadomasoquistas. A minutos de la llegada de tan exuberante travesti, negra y vestida de plumas, aparece su “madre” porque Conceiçao do Mundo, que así se llama, “se le olvidó el látigo en el auto”. Antes de finalizar la primera página del libro, el lector acostumbrado a los divertidos excesos y el desparpajo de Copi sabe de antemano que lo que viene es acción de la dura. Relajados, homofóbicos, llegó la ráfaga copiana: “(…) Mi madre penetraba a Vinicio con un frasco de ketchup. Él gritaba como una gata en celo, sacudiendo la hamburguesa de poliéster. –¡Venga a unirse a nosotros, mi Yerno! –se apuró a decir (p.76).
La madre, además de los travestis, es uno de los personajes más recurrentes en la obra de este escritor. Una madre caricaturizada, posesiva, ansiosa, bastante perturbada. Cuando leía las descripciones de la madre en La guerra de las mariconas, no pude evitar asociarla con la madre de Alexander de Large, del filme La naranja mecánica, por su aspecto, estrafalario, colorido y ridículo, de adulta negada a crecer; sin embargo, el aspecto y la actuación de la madre de Copi le ganan en creces al personaje fílmico, por ser mucho más excéntrica y desquiciada:
Mi madre estaba vestida igual que antes, con unos pantalones fuseau cortados en un material elástico rojo fluorescente que destacaba sus senos colgantes, sus muslos gelatinosos y su inmenso clítoris. Pero esta vez no llevaba su casco con antenas; había trenzado sus cabellos blancos con hilos dorados, y de sus trenzas apretadas colgaban bombitas de navidad (p.76).
Las relaciones entre Copi, su pareja Pogo Bedroom (“joven maricón norteamericano, musculoso, rubio y de bigotes”), Conceiçao do Mundo (quien en realidad es una hermafrodita, princesa de una tribu amazónica, poseedora de la pija más grande y hermosa que Copi ha visto en su vida), la enloquecida progenitora de Copi, Vinicio da Luna (“la madre” de Conceiçao do Mundo), y New-New, el cuasi perro asiático de la tribu amazónica se enredan en un cúmulo de situaciones sexuales y desquiciadas que harán de esta novela, en particular, una de las más trepidantes del autor:
Las amazonas se volvieron peligrosas (…) El resultado es que están abandonadas en la Luna a merced de cualquier charlatán (…) Antes de la llegada de Vinicio da Luna, llevaban una vida salvaje muy libre; su bisexualidad las ponían a salvo de todas las enfermedades nerviosas y de todos los canibalismos. Eran hermosos animales lúbricos que se reproducían por sí mismos (p. 121).
En Copi, la irrupción de una situación explosiva y delirante es habitual, casi todas sus historias están construidas a partir de hecatombes personales que originan hecatombes colectivas, todo esto elaborado con un fiero humor, que no descarta ningún objetivo ante su aguijón. Por otro lado, si bien lo sexual y lo escabroso es primordial en su escritura, Copi no deja de lado la sátira sobre el poder, cualesquiera sean sus formas. Quizás el libro que mejor demuestre esta consideración sea La internacional argentina, la última, y tal vez la más “conservadora” de sus novelas. En La guerra de las mariconas no se salvan ni los propios homosexuales, mucho menos los habituales poderíos políticos:
La ocupación amazónica había enloquecido al gobierno soviético al punto de que había hecho explotar una bomba de neutrones en París; y ahí los norteamericanos no se habían quedado atrás. Habían aprovechado para arrasar todas las capitales de Europa del Este, salvo Varsovia. Ayer, los últimos soviéticos habían hecho explotar New York, San Francisco, y –la gente se preguntaba por qué— La Habana (p.78).
Vuelvo al principio, mis expectativas ante una nueva lectura de Copi no me fueron defraudadas, aun cuando La guerra de las mariconas es verdaderamente una sobredosis. Encontré demasía en el exceso copiano; demasiados elementos aglutinados estallando en pedazos y rehaciéndose de nuevo; sin embargo, ¿acaso importa mi nivel de saturación?, a un escritor desbocado, como lo era, no lo detendría ni un exorcismo, mucho menos una lectura crítica, un poco conservadora. La figura de Copi, su trabajo gráfico, dramatúrgico y literario es un latigazo, una provocación. Copi es un escritor con la rienda suelta, alguien que nunca olvida su látigo.
Carolina Lozada
Ilustración: Brasaï
viernes, 7 de enero de 2011
El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti
Cuando la vida se acostumbra a ser una derrota no perecedera, la indiferencia y el desdén se convierten en combustible vital para empujar los anodinos días de sujetos sin mayores esperas que el cambio del día por la noche, echados sobre un catre, incómodo, crujiente, mirando las figuras que les ofrece el techo. Este tipo de sujeto hastiado, pero no lo suficientemente amargo y descontento para ser un inconforme social, cumple con el perfil de los personajes de El asesino de chanchos (Buenos Aires: Tamarisco, 2010), el libro de narrativa breve de Luciano Lamberti:
“Marcos tiene treinta años y está deprimido. Se despierta a las once de la mañana y se queda mirando el techo y buscando una razón para levantarse. Después hace una lista. Diez razones para levantarse el día de hoy. Ninguna razón lo convence (…)” (“El arquero”, pág 21).
Las historias de Lamberti tienen una textura áspera, parecen asoladas por las inclemencias de la intemperie, del degaste de la ilusión. Son bruscas, algunas están escritas con cierta “torpeza” intencional que coquetea con rasgos de la oralidad, pero no en su calco, sino en esa posibilidad de ir directo al grano, sin acicalamientos ni regodeos. El narrador argentino escribe en seco:
Jorge me dijo que no había nacido en Colanchanga y ni siquiera en Córdoba, sino en Ramos Mejía, al oeste de Buenos Aires. De joven, me dijo, trabajaba como guardabarreras en un paso a nivel. Su papá hacía lo mismo y cuando se enfermó él empezó a reemplazarlo. Era un trabajo simple: bajaba las barreras cuando pasaba el tren. Y también era un trabajo tedioso, porque implicaba muchas horas sentado ahí. Jorge tomaba ginebra para soportarlo (…) Una noche se emborrachó, se quedó dormido y no bajó las barreras. El tren arrolló a un auto con la familia adentro (…) (“Agua viva”, pág. 34).
Quienes busquen refugios líricos entre los tránsitos rurales por los que trastabillean los personajes de Lamberti, no los hallarán, pero sí la ráfaga brutal: “Mi papá era bombero y murió al caer de una antena” (“Monocigótico”, pág. 59); “Su casa era una única pieza dividida por el ropero en cocina y dormitorio (…) Encima del ropero tenía un par de revistas pornográficas” (“Febrero”, pág. 40); “Conocí a una mujer que estaba loca (…) A los dos meses se mató tirándose querosén y prendiéndose fuego” (“El cazador, los galgos, la liebre”, págs. 46-47). En una corta oración, el autor puede comprimir la crudeza de una vida arriada por un mal hado.
Al leer El asesino de chanchos, me pareció hallar alguna cercanía con los discursos visuales de Lucrecia Martel y Lucía Puenzo; por aquello de lo remoto de los paisajes, del aislamiento de sus personajes; por ese extraño estancamiento de los mismos. Pienso en La Ciénaga (Martel) y XXY (Puenzo), en el tratamiento del ambiente, ese paisaje que aunque no se nombre, es una presencia determinante, un poco siniestra. En Lamberti, los elementos también juegan a la sensación de “apartamiento”:
La tarde en que se quedó sordomudo, estaba apoyado en el dintel de la puerta que daba al patio, miando una tormenta negra y pesada subir desde el este (…) Entonces cayó el rayo. Un tijerazo de luz blanca. Cuando la luz desapareció, el paraíso del patio tenía el tronco quebrado y el sordomudo estaba tirado en el piso, con espuma en la boca “El paraíso quebrado” (pág. 50).
Si bien la escritura de Luciano Lamberti no tiene aproximaciones con la propuesta narrativa de su compatriota Juan Martini, hay algunos guiños que me hacen pensar en Colonia y La máquina de escribir, dos novelas de Martini. En la primera, unos enajenados mentales conviven en un asilo uruguayo; en la La máquina de escribir se narra desde un bar regentado por extranjeros, ubicado en una sociedad apartada de la gran ciudad. Llama la atención cómo estas cineastas y estos escritores han apostado por contar historias desde los márgenes y las afueras de un país cuyo gran faro siempre ha sido Buenos Aires; esta insistencia pareciera una necesidad de enunciar desde otro lado, narrar desde la diferencia. En el caso específico del autor de El asesino de chanchos, esa enunciación se hace desde la frágil situación de un sujeto sin asidero afectivo ni económico, se hace desde la errancia en los márgenes.
Carolina Lozada
Ilustración: Felix Aftene
viernes, 31 de diciembre de 2010
Dublin n’est que…
Una ciudad es para Enrique Vila-Matas un damero de funciones mágicas, cuya disposición puede rozar lo real sin verse constreñido por ello, como una geografía que obedeciera no sólo las seguridades de lo visible, sino también las ofertas de la fábula y la imaginación. Su trazado existe de antemano como una red abierta a contenidos no puramente históricos; en tal sentido, no hay ciudad que en la literatura no pueda ser tan porosa y rica como la metrópoli de Nadja o del campesino de Louis Aragon. La novela París no se acaba nunca (2003) se fundaba en el aura de un panorama constatable en bulevares, pasajes y edificios, y en una tradición simbólica que incluye, además de aquel surrealismo, a Baudelaire el siglo anterior y más cerca a Walter Benjamin. A eso Vila-Matas añade las sombras de la generación perdida norteamericana, en especial la de Ernest Hemingway. Esas páginas nos cuentan una especie de iniciación calculada, no por eso menos genuina: la posibilidad de una carrera literaria está asociada a una determinada toponimia y estructura urbana, como un destino que girara en torno a una hipótesis ambiental. El París que ya entonces sumaba a Marguerite Duras, a Copi y OuLiPo incluía a la vez una teoría de la escritura, una actitud corporal y una mudanza al centro del planeta.
No creo, sin embargo, que Vila-Matas pretenda configurar una guía cartográfica absoluta. Entre otras cosas, los mapas representan relaciones de dominio y autoridad, modos de vincularse con los conceptos mismos de foco y perímetro. Esa conciencia apenas desea crear, según las circunstancias, esquemas parciales de un universo que tiende a dislocarse, a desorientar sus propios hitos. Viajar es perder países porque se adivina que el paso siguiente habrá de iluminar un distinto protagonismo ecológico o cultural. El atlas de ese continuo movimiento sirve nada más para un itinerario o una solitaria estación. Es lógico: no se localizan los pubs dublineses en un mapa de Francia. Igualmente lógico: a país perdido, país ganado.
Me parece casi natural que las primeras páginas de Dublinesca (Barcelona: Seix Barral, 2010) nos refieran con brevedad el viaje fallido del editor Samuel Riba a Lyon. Encerrado en una habitación de esa ciudad, Riba en principio se dedica a esperar que lo contacte la organización que lo invitó a viajar hasta allí para asistir a un encuentro sobre la edición literaria, y luego, al ver que nadie lo hacía, a fabricar una teoría de la novela. Pero Riba descarta de inmediato la cualidad narrativa de esa experiencia; con eso contraviene el acuerdo tácito al que había llegado con sus padres—darles los detalles de cada viaje hecho:
Sus ancianos padres escuchan siempre sus relatos de viajes con gran curiosidad y atención. A veces, hasta parecen dos réplicas exactas de Kublai Kan oyendo aquellas historias que contaba Marco Polo. Las visitas que siguen a algún viaje de su hijo parecen disfrutar de un rango especial, una categoría superior a las más monótonas y habituales de todos los miércoles. La de hoy tiene ese rango extraordinario (pp. 13-14).
La visita a Lyon se muestra invalidada como relato, como si hubiera episodios que jamás logran armar el dispositivo que liga pasado personal y literatura. Lo poco que ocurriera en esa ciudad no puede transformarse siquiera en descripción mecánica del mobiliario del hotel, la vista desde la habitación o el estado anímico que produjo la espera. La teoría general de la novela parece, por definición, desechable, y en consecuencia terminó en una papelera. El silencio que rodea toda referencia a Lyon hace de esas páginas un momento clave, la forma definitoria de un final, una sinécdoque de lo que se desgasta y de inmediato se permuta. El repaso de un viaje consumado cede lugar a la ilusión de otro, en un enroque que da la impresión de que Francia muy bien puede acabarse. En ese trance, Riba recuerda un sueño que transcurre en Dublín, donde él, que lleva dos años sin probar alcohol, vuelve a beber. El suceso resulta premonitorio, y le da a la ciudad irlandesa el carácter de una promesa que puede modelarse parcialmente según los arreglos del Ulysses de Joyce. A partir de ahí, Riba asume esa nueva locación no únicamente como paliativo de su cotidiano vacío de editor jubilado, hikikomori y viajero mental, sino como el signo de una transición, donde se nota el paso de la imprenta a la era digital.
A Riba se le ocurre entonces que la noticia de un funeral por la galaxia Gutenberg es un buen sustituto de los acontecimientos de Lyon. Es un plan improvisado, literalmente una metáfora: una ficción que tiene el propósito de llevar la charla a un plano situado más allá de esa hora de omisiones. En ese momento, Dublín no es más que una suerte de emplazamiento utópico, un futuro que puede construirse con la memoria y la imaginación ajenas, como una trama literaria. Eso, justamente: Dublín es la literatura del porvenir. A su consecución se dedica Riba desde entonces como a un proyecto que podría darle una merecida sobrevida que exceda la enumeración de títulos de su catálogo editorial, y le permita descubrir las coordenadas de su ineludible extranjeridad. La despedida de Francia es como un requisito:
Tal vez le convenga apartar de su vida, por una temporada, la cultura francesa: tiene con ella una confianza que ya casi da asco, y por eso ya no le parece ni tan siquiera extranjera, sino tan familiar como la española, precisamente la primera cultura de la que huyó (77).
La actitud de Samuel Riba ante lo demasiado conocido tiene ciertos rasgos de la desfamiliarización de Viktor Shklovsky y de la alienación teatral de Brecht, y, en un sentido más hondo, del desarreglo de los sentidos de Rimbaud. De allí que la propuesta de concebir Dublín como un renovado centro del mundo sea como un elogio de la xenofilia, el imperativo de verlo todo como un desposeído. El sentido de la pérdida lleva unida a sí la virtual experiencia de la ubicuidad: todo lugar es potencialmente propio por asimilación. “Ahora este es mi país”, vuelve a pensar Riba de Irlanda cuando ya está en el tiempo de celebrar las exequias por la galaxia Gutenberg (257). Lo que pueda quedar de París es una nostalgia pasajera.
En Irlanda, Riba sabrá que el duelo del alcohol es igual de punzante que la posible desaparición definitiva de la imprenta o la muerte del genio o la súbita vuelta del autor. En cierto modo, esos acontecimientos pueden ser transitorios, como toda hecatombe, y por ello se reciben con gestos en parte paródicos y en parte celebratorios o contritos. El más impresionante apocalipsis que nos muestra Vila-Matas en esta novela ocurre en la Tate Modern Gallery y es una instalación de Dominique González-Foerster: en ella se propone un modelo de Londres después de un gran diluvio y llena de hombres que duermen, como en una pluralizada novela de Perec. La aventura dublinesa de Riba supondrá para él un cruce de épocas donde conviven los vivos y los muertos; una red de textos que incluye los volúmenes de Joyce y los de Beckett; una confluencia de desencadenamientos de energía equivocada, de los que hablara Julien Gracq, y de sentimientos cambiados, como los que constata el antiguo editor al final. Dublinesca terminará por mostrarnos que lo premonitorio, lo onírico y lo real son la materia de un suelo foráneo que puede constituirse en nuestro prolijo lugar nativo hasta que otro, más ajeno aún, lo acabe alguna vez.
Luis Moreno Villamediana
Ilustración: “Retrato de Joyce”, Eduardo Arroyo
viernes, 24 de diciembre de 2010
Los 501
sábado, 11 de diciembre de 2010
El país tomado, versión Ednodio Quintero
Escrita en marzo de 2001 (cuando los verbos expropiar, censurar, invadir nos sonaban a muchos venezolanos como exagerados recursos lingüísticos usados para pronosticar futuras situaciones del poder desbordado, repetidos hasta el cansancio por un discurso histérico y televisado), la novela en miniatura de Ednodio Quintero explora el absurdo de una situación vivencial, padecida por un sujeto que se adentra a un terreno (antes propio) y que ahora le ha sido confiscado por el resentimiento atizado y la anarquía amparada bajo la égida de un delirio redentor:
Fue entonces cuando caí en la cuenta de los destrozos que la bruja y sus secuaces, los que fueran, habían causado en mi dulce hogar. Todo estaba roto y destripado, los muebles convertidos en astillas, los cuadros vueltos trizas, las cortinas rasgadas. La razzia, amigos míos, había sido total. Creo que Atila y sus huestes de hunos y de otros no lo hubieran hecho mejor, es decir peor. Con mis manías por el cálculo y la precisión estimé que semejante afán demoledor requería paciencia, saña y tiempo. Quién sabe desde cuándo se habían instalado los invasores en aquel lugar (pág. 278).
En adelante, Manuel tendrá que vérselas con un par de agresivas y enloquecidas mujeres en una particular convivencia, en la que el otrora propietario se convierte en una especie de burlado rehén:
−Explíqueme, señora, qué significa todo esto, ¿Qué hace usted aquí? ¿Por qué me amenaza?(…)
−Ay, caballero. No se me haga el pendejo. Que usted sabe muy bien cómo es el maní.
El maní es así, yo lo sabía. Y también sabía cómo se bate el cobre, a la hora de la venganza, en esta mierda de país. Pero nadie iba a impedir que yo siguiera representando mi papel, no importa que éste fuese el de un pendejo (págs. 280—281)
Como el agrimensor de Kafka, Manuel llega a un lugar extraño, ajeno, donde es recibido con burla y amenazas de violencia; pero a diferencia del personaje del escritor checo, Manuel ha llegado a un sitio que antes le pertenecía, sólo que a su regreso se ha extranjerizado: “Andas por ahí, tranquilo y confiado, silbando bajito, rascándote la entrepierna, y de pronto, como lo más natural del mundo atraviesas una línea cualquiera, que puede ser el umbral de tu misma casa, y ya estás metido en un infierno de incertidumbre y desazón” (pág. 277). Esto es la irrupción de lo siniestro, señores, pasen y lean. Manuel no sabe cómo sucedió; sin embargo, su suspicacia recae sobre el sospechoso habitual, la fuerza acústica omnipresente: “Tendré que escribirle una carta abierta al Presidente reclamándole su conducta sospechosa e incluso su presunta complicidad, pues cada una de sus alocuciones televisivas o radiales es una invitación abierta a delinquir” (pág. 276). El propietario se convirtió, de golpe y porrazo, en forastero de su propio hogar, en prisionero de una ley caprichosa. Ahora está frente a un otro engrandecido, que explota con saña viejos resentimientos sociales. Y lo encuentra ahí, metido dentro de lo que era su hogar, escondido como un fantasma burlón. Ya no sólo voz: ahora cuerpo. Voces de enanas con risas de rata.
Las mujeres de “El arquero dormido”, especialmente la enana, me hicieron recordar la enana que se introduce por la ventana de la casa de sus benefactores, en Viridiana, la película de Buñuel, dando así pie al festín de los mendigos que terminará en el descontrol, la imposición de la anarquía, la apropiación, por un breve tiempo, del lugar de sus dueños, quienes los han acogido gracias a la caridad cristiana de la beata Viridiana, la misma que casi termina violada por uno de sus protegidos.
También encuentro una relación entre esta novela y el cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar, casualmente escrito en época del primer peronismo, con la salvedad de que en “Casa tomada” los dueños del lugar son echados al exterior; mientras que en “El arquero dormido” el dueño es obligado a quedarse en sus antiguos dominios, para presenciar el auge del descalabro. En la historia de Cortázar hay un ceder las llaves y cerrar las puertas; en Quintero hay un instalarse en ese espacio sórdido. Cosa curiosa, Julio Cortázar no soportó más las voces de los Perones en los altavoces y se fue a escuchar jazz en París; en cambio, Ednodio Quintero se ha ido quedando en los Andes, preparando mojo trujillano, a pesar de la insistencia de la presencia invasiva; aunque a veces lo seducen cerezos extranjeros.
Carolina Lozada
Ilustración: Diane Arbus
lunes, 6 de diciembre de 2010
Victoria de Stefano: La narración desde los resquicios
Me gusta leer a Victoria de Stefano con un cuaderno de notas a mano, asumiendo la acostumbrada certeza de que la escritora me dará nombres, referencias, tránsitos de artistas, filósofos, historias sobre historias que me hacen detenerme sobre éstas, pensándolas, imaginándolas, como aquella anécdota familiar contada por Bernardo, en Historias de la marcha a pie (Caracas: Oscar Todtmann, 1987), la de una prima que escribía cartas dirigidas a destinatarios cada vez más reacios y esquivos ante la insistente correspondencia, y que ella, seguramente atosigada por una nerviosa locura y una insoportable soledad, impelía con desespero a que fuesen respondidas: “¡Contéstenme enseguida, contesten rápidamente, de ser posible a vuelta de correo. De cualquier modo contéstenme, contéstenme por favor!” (pág.106). Imposible para mí continuar leyendo de un tirón los siguientes párrafos. En el triste desespero de la remitente me detuve un rato, días, tal vez ahora siga pensando en esa mujer que se entregó a una correspondencia sin retorno, y cuya letra probablemente se haría cada día más torpe y temblorosa, como consecuencia del paso de los años. A la remitente la pienso junto a Herzog, el personaje judío de Saul Bellow; el profesor que escribía cartas y las acumulaba en su maletín, sin despacho a buzón alguno. ¿Y acaso esa imagen del remitente solitario no puede ser la misma de un escritor, la de un sujeto que en su encierro voluntario escribe hasta el paroxismo, hasta el agotamiento, sin detenerse a pensar que tal vez afuera nadie lo leerá? Hablo del escritor religioso, del escritor entregado a su contundente posesión y exorcismo. Es la imagen que tengo de Clarice, la escritora de Lluvia (Caracas: Oscar Todtmann, 2002), para mí la novela más entrañable de Victoria de Stefano, el personaje que metido dentro de su habitación, arma su propia fortaleza de páginas y reflexiones, mientras afuera el mundo sigue haciéndose noche y día con su habitual indiferencia.
En Paleografías (Caracas: Alfaguara, 2010), ya no es el escritor zambullido en su oficio, sino Augusto, un pintor de mediana edad, diagnosticado bajo un cuadro depresivo, que durante la narración de la novela discurre sobre las experiencias de algunos pintores, sobre la suya misma, en un momento de su vida en que ni siquiera el arte le puede ofrecer un rincón de sosiego. Gracias al desarraigo de Augusto nos enteramos de experiencias vivenciales de algunos artistas, como Leonardo da Vinci y su exasperante paciencia para pintar la sonrisa de la Gioconda, o la siniestra imagen final de Mark Rothko: “abriéndose las venas por arriba de la articulación de los codos y regando de sangre el suelo un 25 de febrero de 1970 en la más absoluta e irrevocable soledad de su estudio atestado de botellas de whisky vacías”.
Aunque el nombre de Paleografías nos conduce a las ruinas, y en más de un apartado estamos frente a ellas como espectadores silentes y estremecidos, la complejidad de la novela va más allá de un excitado estado de angustia. Victoria de Stefano sabe manejar los mecanismos de luz y aire para ventilar la asfixia y no atosigarnos en una completa penumbra. Si tuviera que hablar en términos pictóricos jugaría con la idea de que en Paleografías se manifiesta un expresionismo moderado, con una tímida pero necesaria luminosidad impresionista. Si bien en este libro la autora se muda de sujeto enunciador, no se muda del terreno reflexivo. La inagotable introspección de Victoria de Stefano se hace presente una vez más, como parte de un discurso narrativo que la escritora ha ido abonando desde sus inicios, a pesar de los cambios que un escritor puede experimentar en su oficio, como lo plantea ella misma en una de sus entrevistas:
Yo tengo ya 70 años; cada diez, uno cambia sus certidumbres, algo en la vida viene a desmentirte y debes volver a plantearte las cosas. Los golpes en tu vida, los cambios a tu alrededor te obligan a hacerlo, y si no lo haces, si te aferras a tus ideas sobre las cosas, estás perdido. La realidad se le impone a uno y hay que ponerle atención. Todo el mundo ha tenido crisis [En El Librero (44), 50-52].
Si hay algo presente en sus personajes, es ese punto de quiebre que los hace detenerse y preguntarse en esa ansiosa búsqueda de respuestas, en el vacío de lo no respondido. El devenir, la soledad, la enfermedad, la muerte son parte de esos estadios conflictivos de crisis que padecen algunos de los personajes de sus novelas. El universo narrativo de esta escritora está poblado de sujetos para quienes retumba siempre la resignada convicción de saberse náufragos en la inmensa tristeza de no saber nada.
En la obra de Victoria de Stefano más que un continuo fluir hay un detenerse impelido por una escritura culta y reflexiva, que no logra bordear la peligrosa pedantería erudita. Todos estos rasgos en conjunto le suman una notable particularidad dentro de la novelística nacional, ésta última tan dada, con ciertas excepciones, al acotamiento geográfico y sociopolítico, a una militancia referencial inmediata. Al contrario, en de Stefano el tiempo y el espacio se difuminan, es por eso que al leerla me asumo como alguien que va cruzando un puente en un tiempo y espacio impreciso. Me asumo como alguien que se detiene a escuchar el sonido repetido del agua bajo el puente, que se detiene a pensar en los seres que ya han transitado ese mismo lugar. Su escritura es una invitación a ese constante detenerse y preguntarse, no en vano la narradora también se ha dedicado al estudio de la filosofía.
Cuando leo a Victoria de Stefano me invento una voz que habla en tonos suaves, bajos, sin estridencias, pero con suficiente firmeza para alertarme sobre la inmensa tristeza de no saber nada. La voz no se atropella ni se corta, ni siquiera cuando narra al perro moribundo que busca a tientas una muerte a oscuras; ni siquiera cuando narra el último ocaso del tío Fermín, la más vieja paleografía de las historias contadas. El último ocaso, porque ya los primeros significaron la vejez y la enfermedad. La muerte como el ocaso final, el que aplasta los últimos resquicios de luz, el íngrimo desmoronamiento de las ruinas que aguardaban en silencio. Estamos, pues, en presencia de una escritora que narra desde la profundidad de esos resquicios.
Carolina Lozada
Ilustración: “Agony”, Arshile Gorky
jueves, 2 de diciembre de 2010
El demonio a sus anchas
El libro de Pedro Rangel Mora, Del reino del Demonio (Caracas: bid & co, 2010), está emparentado con El diccionario del diablo, de Ambrose Bierce—una de cuyas definiciones sirve de epígrafe al conjunto. Esa filiación supone, en principio, que el autor tiene el propósito de asumir la posición intelectual de un contrariador. De allí que se dedique sistemáticamente a poner en duda la dócil creencia en los fundamentos de la teología y el sentido común, como una manera de indicar que la ortodoxia siempre cuenta con la faz necesaria de la blasfemia. Todo esto se hace evidente desde las páginas iniciales: el volumen se abre con la presentación de Santos Bustos, un dogmático empeñado en afirmar que la existencia del diablo, tal como se prescribe en el libro, no hace más que demostrar la existencia de dios. Por supuesto, ese teólogo es apenas una máscara de Rangel Mora, una especie de doble esencial, quizá piadoso, sin duda fiel a una iglesia. Inmediatamente leemos que, en realidad, tanto el susodicho demonio como dios son apenas invenciones de la debilidad humana; con esa declaración explícitamente firmada por Pedro Rangel Mora cerramos el círculo: de ese modo se prueba que a toda fe le sigue una refutación, y a ésta una fe nueva, y a ésta, más adelante, otra refutación, y así sucesivamente.
Esa estructura abismal de cosas que se incluyen o se rechazan al infinito es solamente una de las aristas del libro. Si nos dejáramos guiar nada más por esa descripción, se podría pensar que Del reino del Demonio es una colección de sesudos aforismos o teoremas. En realidad sí hay allí un trasfondo más o menos serio, digamos: la constante socavación del principio de toda autoridad, sea política, religiosa o familiar. Pero más allá de ese asunto, el libro es una compilación, llena de humor, de minificciones, de parábolas que pueden leerse como parodias de otras parábolas solemnes, de giros fantásticos que parten de un refrán o un modismo y terminan por enseñarnos que las frases hechas tienen su lado absurdo. En ocasiones, unas pocas líneas sirven para mostrarnos la crueldad de la infancia, por ejemplo: en el décimo texto se nos habla de un niño que ajusticia a un gato sólo para ver aquello que la televisión no muestra nunca—la lengua de un ahorcado.
La brevedad de cada apartado tiene el propósito de reducir el mundo de lo posible a su paradoja básica. Si hiciéramos el inventario de esos posibles contrasentidos, tendríamos que concluir que la serenidad de nuestra rutina es un mero engaño que esconde no sólo nuestros avatares más sanguinarios sino también unas leyes más incompresibles. La física de ese feudo demoniaco obra según parámetros muy diferentes. Lo ilustra el texto LIX: “Es una desgracia predestinada, impostergable. El francotirador tuvo que marcharse, y los cuerpos continúan saliendo a la calle y atrapando las balas entre sus carnes” (p. 31). Allí, la palabra “predestinada” es engañosa, podría confundirse con una defensa de lo divino, cuando en realidad apunta a un comportamiento que ocurre normalmente en un ámbito distinto, a lo mejor paralelo, que no llegamos a entender. Si Rangel Mora elige ese vocablo prestigioso para describir tal situación es únicamente para despistarnos. Esas balas no obedecen a la voluntad de una criatura todopoderosa, que previamente ha ordenado una geografía y una atmósfera a su arbitrio. Las nociones de velocidad, distancia o fricción que gobiernan esas municiones nos son desconocidas, pero eso no significa que no sean científicamente operables. Como añadido, el título del texto, “Milagro secreto”, hace alusión a un relato de Borges; con esa referencia confirmamos la construcción de un universo menos anagógico que fantástico.
En definitiva, Del reino del demonio se puede leer como las opiniones de un alucinado o un esquizofrénico: alguien que ha soñado un dios y luego un rival que lo refuta y después se da cuenta de que todo es ficticio, incluso su dolencia. Esa premisa ayudaría a explicar la constante confusión de anverso y reverso de la trama, la continua constatación de que aquello que pensamos es apenas una verdad parcial que tiene su negra contraparte.
Luis Moreno Villamediana
Ilustración: Joel Rendón
domingo, 28 de noviembre de 2010
Vida y Destino, de Vasili Grossman
La historia de la publicación (o, mejor, de la no publicación) de Vida y Destino (Barcelona: Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2007), de Vasili Grossman, es la siguiente: escrita con anterioridad, el autor aprovechó el supuesto deshielo que representó el inicio de la etapa Jrushov para proponerla a publicación. La reacción fue fulminante: la novela fue prohibida, la casa de Grossman registrada, todas las copias, notas y escritos del autor confiscados y éste condenado al ostracismo. Muerto ya Grossman, Sajarov y Vladimir Voinivich consiguieron recuperar una copia, microfilmarla y pasarla a Occidente donde se publicó finalmente por primera vez. Hasta aquí una historia demasiado frecuente en la Unión Soviética.
Dicho esto, hay que precisar algo. Los escritores soviéticos vivían en un estado, deshielo o no, en el que la censura era omnipresente. Incluso en uno en el que la autocensura era la norma, esto implica que Grossman no escribió una obra con total libertad. El escritor soviético (que quisiera publicar, claro está) tenía en consideración a dos receptores últimos: no sólo el público, sino también al comité de censores, en un país en el que todos los medios de publicación estaban estatalizados. De modo que si alguien espera encontrarse con una obra escrita con total libertad, en la que se habla sin ambages de un período de la historia de Rusia, quíteselo de la cabeza.
Vida y Destino es una novela escrita con una autocensura funcionando a plena marcha, presentada a una comisión de censura para aspirar a su publicación, no con espíritu kamikaze, aunque ese fuera el resultado final, en un error de cálculo que fue frecuente. Por tanto, es una obra escrita buscando el compromiso con el marxismo—leninismo y cargando la crítica sobre el estalinismo. La respuesta fue que autocrítica sí, pero renunciar (o denunciar) un período de la marcha del tren de la historia, ni hablar. Por tanto, quien espere una obra totalmente libre, esperará en vano. El retrato no puede ser completo, ni totalmente real. Está mediatizado por el compromiso y la autocensura. Ni siquiera conoceremos el auténtico pensamiento del autor. Dicho esto, y descontado que pueda ser una novela que refleje la realidad por entero, hay que pasar a otro plano, como es el de la novela en sí, aislada de sus circunstancias de publicación y escritura.
Vida y Destino es una novela monumental, de 1.100 páginas, una novela—río que se desarrolla en el punto más inflexivo de la Gran Guerra Patriótica (es decir, la Segunda Guerra Mundial): el asalto alemán a Stalingrado, el punto máximo de retroceso de la Unión Soviética es este conflicto; la resistencia de la ciudad; y la posterior contraofensiva que llevó a la rendición del VI Ejército alemán y, en definitiva, al principio del fin del poderío militar nazi. Pero no es una historia bélica, o sólo una historia bélica. Grossman nos llevará de Stalingrado a los campos de concentración alemanes, a los campos de trabajo soviéticos, a la cárcel de la Lubianka, a la vida en la retaguardia. Todo ello mediante las vidas de sus personajes (y hay que resaltar con rapidez que el libro posee una lista de personajes al final, que resulta de extrema utilidad). En estas historias, Grossman supera todas las expectativas. Sean cuales sean, las vidas de estas gentes, un auténtico cuadro de la sociedad soviética, se convierten en personales, atractivas, amigas para el lector. Nuestro interés se ve arrebatado para sumergirnos en estas vidas, en definitiva modificadas todas por un Destino que las maneja a su antojo, sea éste la guerra, la arbitrariedad de la denuncia o la circunstancia histórica, el pragmatismo de Stalin o la rigidez social soviética.
Hay unas vidas detrás de todo, por muy grande que sea este todo. Y son unas vidas respetables, conmovedoras, que en el fondo quieren ser libres frente a un Destino que, en muchos casos, amenaza con ahogarles.
He leído esta novela en poco más de una semana, lo cual habla del interés que despierta en el lector. Sus personajes, por muy alejados que sean nacional, social e históricamente, se hacen cercanos, y a la vez representativos de una época, sin caer en la conversión en monigotes, en estereotipos, en banderas de tesis. Son seres cuyas circunstancias vitales nos hacen reflexionar sobre muchas cosas, pero esta reflexión es inducida, no forzada en nosotros.
Se han dicho muchas cosas respecto a este libro de Grossman. Las comparaciones suelen ser odiosas. Pretender, como se ha dicho, que es una nueva Guerra y Paz es sólo un recurso crítico, pero es injusto con Vida y Destino, aun cuando haya similitudes temáticas. La novela de Grossman tiene entidad suficiente de por sí, y es una entidad que la acerca a la maestría literaria. Como novela—río, resaltemos que los ríos tienen meandros, remansos, zonas pantanosas incluso, quiere esto decir que hay ritmos diferentes, que dependiendo del lector pueden resultar desiguales en apariencia. Pero en conjunto este libro avanza a toda potencia, en un retrato de los personajes y la sociedad fascinante y fundamentalmente verista. En la que los personajes se interrogan a sí mismos y entonces interrogan al mundo en que viven; el mundo marcha y entonces nos hace interrogarnos por la vida de los personajes que viven en él. Una novela total con todas las cualidades de una obra maestra.
sábado, 20 de noviembre de 2010
Aquellos que siembran abedules
Afirmaba el psicoanalista Carl Gustav Jung, en sus reflexiones en torno a la lucha por emanciparse de la madre, que «El bosque tiene significado materno, como el árbol» (285) y lo vinculaba, en su revisión arquetípica de las imaginaciones primigenias, al árbol prohibido del Jardín del Edén, o al Jardín mismo, a ese árbol totémico que hoy es posible rastrear, como es sabido, hasta los cuentos de hadas y los relatos de infancia. Una extensión viviente, por demás, del concepto de gran madre o de madre tierra. Estas consideraciones, un poco vox populi para los lectores más eruditos, forman parte de la engañosa ingenuidad con que la joven narradora venezolana
Siete relatos bautizados en clara alusión al nombre de un árbol –y obedeciendo así a las reflexiones planteadas en el tercer cuento: «…cada árbol del mundo tiene un significado y una oruga» (52)– componen esta suerte de torcedura de pescuezo al cuento de hadas, en la que se aborda la narración con tono realista y una vivencia violenta del propio cuerpo y por ende de la propia sexualidad, características heredadas del primer libro de cuentos de la autora, el menos afortunado Cállate poco a poco (Caracas: Monte Ávila, 2008). Hay en este segundo libro de García Arreaza un tono narrativo que llega a ser franca e intencionalmente antipático, engranaje de una antisensualidad puesta en marcha a la vez para erotizar y atraer al lector, y para hacerlo pactar con reflexiones y posturas que a menudo le resultarán incómodas: una versión mordaz y adulta de la moraleja en las historias que damos a leer a nuestros niños.
La observación inicial de Jung sobre los bosques, no obstante, encuentra en estas narraciones un asidero posible: lo femenino, ya no como una diversidad de posturas existenciales –su acostumbrada justificación en una policromía silente–, sino como una vivencia sólida y rotunda por parte de quien intenta una y otra vez hallarse en sus propias metaforizaciones, nombrándose y renombrándose con rabia, se encuentra bajo el cenital de los intereses de García Arreaza, a ratos trayendo a la memoria la cruda feminidad presente en ciertos versos de Lydda Franco Farías: «una mujer es una mujer más sus uñas y sus dientes» (40). Lejos de la exaltación o de la letanía, lo femenino en El bosque de los abedules parece más bien sometido a un estado constante de sitio: ya sea como fuente de vergüenzas y minusvalías, como sucede en “La calle del abeto” o “Los pinos del patio”, o de pecados y deslealtades, como en “El bonsái de Macarena” o “Sauce con pájaros negros”. La existencia armónica de lo femenino parece, así, negada o violentada de antemano, sin que ello implique algún tipo de denuncia patriarcal o de victimismo de género; por el contrario, la narradora parece admitir una guerra ancestral, declarada en algún punto genético y sobrellevada con un cinismo compartido entre vencidas y vencedoras: «No es fácil lidiar con la buena estrella de las amigas» dice, por ejemplo, la voz presente en “El aliento de los cedros”, «una empieza a sopesar con filos oxidados cómo el cielo se repartió las cosas entre nosotras, las mujeres, esta tribu despechada y jamás presa de la domesticación» (89). O igualmente en “El bonsái de Macarena”: «Es relajante, por ejemplo, decir que fulana es una puta y, encima, no perder la oportunidad de subrayar que tú misma no eres de esa calaña» (30).
Esa constante metacognición en torno a las leyes herméticas del mundo femenino ejerce en la narradora un cierto distanciamiento, una lejanía también notoria en las relaciones planteadas con lo familiar, que estriba en trasgresión y ausencias en el caso de lo paterno, y en odio y rivalidades por el lado maternal. La narradora parece dar un paso hacia atrás y romper sus filiaciones “reales”, proponiendo como alternativa una herencia y una tradición “universales”: la alta literatura, las Bellas Artes, la música, o incluso ciertos espacios culturales foráneos: referencias a la cultura rusa, a la cocina árabe o las mitologías nórdicas. Estos pivotes de
La propuesta narrativa contenida en El bosque de los abedules, así, parece abordar principalmente el extravío vivencial, cuyo eco más claro en la tradición es ese bosque mítico de los cuentos de hadas, pero conservando como única brújula efectiva los significados que considera trascendentales: una visión dostoievskiana, si se quiere, en la que la belleza, si no salvará al mundo, al menos impedirá la desorientación total de la consciencia. «Siempre he sabido que los árboles existen para evitar mis extravíos» (99), dice el personaje del relato que da título al libro, como un navegante que echa mano a sus propias líneas sobre el mapa; y asimismo expresará, más adelante, su temor a lo inevitablemente frágil de las coordenadas culturales en las que deposita su supervivencia: «La belleza es fría y hace daño, como cuando se te congelan las orejas y se te pueden romper para siempre. Esas cosas que entienden bien los exiliados» (114). Al igual que con las migas de pan de Hansel y Gretel –dos personajes también extraviados en el bosque–, los árboles de
Quizás la gran conclusión existencial a este dilema del desarraigo sea la pura voluntad de apropiarse, a través de la magia de la escritura, de ese bosque o laberinto ajeno que es el mundo real, y romper así el exilio a través de un destierro aún mayor. Se trata, finalmente, de la literatura puesta al servicio de la construcción de un único hogar posible para quien lo abandona todo: el lenguaje propio, la escritura misma, o como lo bautizó Virginia Woolf en su momento: “una habitación propia”.
Ilustración “L´Arbre de Vie”, Séraphine de Senlis
martes, 9 de noviembre de 2010
Gustavo Valle: ¿Adónde van las ruinas?
Querido Gustavo:
Mientras te escribo, el país desciende metido dentro de un inconmensurable tobogán, en el que vamos todos adentro caóticamente ordenados, de pies o de cabeza directo a un paraíso subterráneo prometido. El descenso me agobia porque el país es, al fin de cuentas, la casa que uno habita, aun cuando este lugar específico que uno llama país, por mera formalidad, no sea más que una maqueta mal diseñada y peor construida. El descenso me agobia, insisto, y por eso trato de asirme a los afectos y a los recovecos literarios para resistir el empuje hacia abajo en la ridícula procesión de los cuerpos contra la pared, los cuerpos contra el piso, los cuerpos contra el futuro. Nos empujan desde la superficie, ahora nuevamente habitada por dinosaurios. En Venezuela los dinosaurios no se extinguieron; es ése el verdadero secreto mejor guardado del Caribe, no nuestras montañas y mares, como rezaban los eslóganes publicitarios de otras épocas (no recuerdo si más felices, pero sí menos fatalistas).
Bajo estas condiciones te escribo, querido, afuera hay mucho ruido. Los dinosaurios pisan fuerte, ya lo sabes, alguna vez escribiste Bajo tierra, y sobre esa experiencia me gustaría que conversáramos, sobre la escritura subterránea. ¿Por qué decidiste explorar el vientre de una ballena descompuesta? ¿Acaso tu necesidad de buscar ciudades imaginarias te llevó a descender desde aquella ciudad superficial, cuya realidad pareciera estar sometida a la exposición de espejos deformantes? Bajo tierra nos indica que todo territorio urbano se hace de capas, lo mismo que las historias personales, y esas capas desvirtúan la quietud de lo que vemos, lo vuelven complejo. Lo imaginario también somos nosotros, entonces: tan frágiles como esos paisajes de edificios y avenidas.
También he leído versos tuyos en los que aparecen pálidas afirmaciones como “No es que mi ciudad haya sido destruida”; el verso en sí es casi una temerosa constatación del desastre, pero elaborado desde una natural negación como primera reacción ante la tragedia. Más adelante, el poema busca los trozos abnegados entre las ruinas de viejos cascotes. Si el optimismo nos dicta la idea de que el cataclismo no ha ocurrido, ¿cómo nos explicamos esa pila de escombros?
Gustavo, a veces me pregunto si en vez de quemar a Roma no hubiera sido preferible quemar a Nerón. La respuesta es bastante obvia, es que la falta de aire me hace escribir disparates, pero insisto: ¿por qué la ciudad parece sometida y sacrificada por un solo hombre, cómo llegamos a este descenso, hasta cuándo Nerón y sus excéntricos musicales? Otras veces me pregunto si acaso no somos internos de un psiquiátrico, cuya dirección está bajo la égida del doctor Caligari. No sé, no lo sé, pero de lo que sí estoy segura es de que al término de este viaje subterráneo, que además es diacrónico (boletos directos a siglos pasados), no saldremos a ningún país de las maravillas. Tal vez saldremos más adelante a la superficie, como lo hace Sebastián C. en Bajo tierra por la fuerza del agua, y miremos incrédulos y perturbados los destrozos causados por las pisadas de los dinosaurios, ojalá ya extintos. Es probable que ocurra (confío también pálidamente). Mientras tanto, Gustavo, al avanzar observamos, siempre, los cascotes que avanzan con nosotros. Por eso te pregunto, con otro de tus versos: ¿adónde van las ruinas?
Carolina
***
Querida Carolina:
Antes que nada, disculpa la demora de mi respuesta. Últimamente sufro de jaquecas impiadosas que retrasan mis asuntos a niveles indeseables y me obligan a elaborar justificaciones bastante bochornosas. Las jaquecas me atacan sobre todo en las tardes, antes de la merienda (que nunca tomo), lo que interpreto como un problema vinculado a la glucosa, o en todo caso a mis años, que sin ser muchos no escasean ni faltan, y siendo pocos muchas veces se exceden. Claro que mis peores demoras no tienen que ver con mis hábitos epistolares, sino con otros asuntos, por ejemplo, el oportuno pago de la tarjeta de crédito, la cuenta de la luz eléctrica y el seguro médico, lo que trae como consecuencia que me endeude, me apague o me enferme, tres trastornos que se repiten con cierta frecuencia y de manera cíclica. Con esto no pretendo escamotear mi compromiso con tu amable carta, pero como me he criado en un país (Venezuela, para más señas) donde el servicio de correo postal es una de nuestras mejores ficciones, y como me dedico precisamente a cultivar ficciones, o cuando menos imaginarlas, ocurre que terminé adquiriendo, con el paso de los años y por aquello que llaman desviación profesional, ciertos hábitos reprochables. Además, la vida a orillas del Río de
Me hablas de un tema de actualidad: los dinosaurios. Es un tema apasionante. En lo personal, cuando supe que mi ciudad, Caracas, había sido poblada por mastodontes, mi mirada hacia ella cambió. Enterarme de que fue un enorme campo de hielo durante la época de las glaciaciones, me hizo un fantástico click. Quizás he visto mucho Discovery Channel, es cierto, pero eso posibilitó una suerte de arqueología imaginaria, completamente antojadiza, sin duda, y a partir de entonces, junto con otras arqueologías no menos arbitrarias, nació Bajo tierra. De modo que uno hace lo que puede, según reza el dicho, y aunque en mi novela no hay tiranosaurios ni mastodontes, la verdad es que podrían haber estado allí, pues, como bien dices, los dinosaurios en Venezuela no se han extinguido. A mi juicio, sólo dejaron de ser gigantescos animales prehistóricos para convertirse en gigantescos hábitos mentales. Lo dinosáurico es simplemente una manera de mirar la realidad. También una enfermedad nacional, la dinosauriasis, y hasta un problema endémico que nuestros doctores Caligari no han podido combatir.
Durante años tuvimos a nuestro eminente Dr. Caligari, archiconocido médico psiquiatra que fue rector universitario y candidato a la presidencia y que ahora está tras las rejas por homicidio calificado. Haciendo un juego parecido al que hizo Philip Roth en su novela La conjura de América, creo que los venezolanos nos merecemos una ucronía que recree el hipotético triunfo del Dr. Edmundo Chirinos en aquel remoto 1988. Tener a semejante especialista de la siquiatra rigiendo los destinos de la nación; pensar en nuestro propio y vernáculo doctor chiflado despachando en Miraflores. Y por supuesto toda una población sometida a tratamientos de cura de sueño, sedaciones multitudinarias, lobotomías masivas o poderosos electro-shocks alimentados con megavatios provenientes de
Es que estamos rodeados. En el presente y en el pasado, en circunstancias reales o hipotéticas, sincrónicas o ucrónicas. Temo incluso la llegada de nuevos seres prehistóricos, mastodontes de nueva raza en un futuro no muy lejano. Para sobrevivir a este formidable parque temático habría que acudir a Harrison Ford y Steven Spielberg. Pero sólo contamos con Román Chalbaud. Yo estoy bastante lejos, a unos cuantos miles de kilómetros de distancia, en la tierra de los gliptodontes, pensando en nuestros mastodontes. Quizás por eso escribí Bajo tierra, como una manera de acercarme, por debajo, a lo que no podía hacer por arriba. Porque siempre he creído que el acertijo venezolano es, y por numerosas razones, un acertijo subterráneo.
Me preguntas a dónde van las ruinas. Es curioso, pero toda mi vida pensé que éramos un país de olvidadizos. Nos reclamábamos constantemente nuestra amnesia, ¿recuerdas? ¡Qué equivocados estábamos! Hoy Venezuela es el laboratorio mundial del pretérito (imperfecto). No hay nada que se venere más que el pasado (glorioso). Nos hemos convertido en ciudadanos de la nostalgia, en recordadores profesionales. Con tanta energía puesta en la reminiscencia y las efemérides ahora somos un pueblo de melancólicos y abatidos, pesimistas y hasta iracundos, cuando antes sólo éramos convenientemente escépticos o indolentes. Pues bien, para responder a tu pregunta, creo que las ruinas están con nosotros, nos acompañan, nos vigilan, nos rodean, y con frecuencia nos aplastan, igual que los dinosaurios redivivos.
Y ante la presencia de tantos fósiles reales y mentales, ante la fervorosa adoración de nuestras más preclaras reliquias yo me pregunto: ¿por qué no traer todo aquello de vuelta y con vida en vez de seguir rememorándolo? O en otras palabras: ¿por qué exhumar a nuestros héroes en vez de clonarlos? Creo que pudimos haber hecho mejor las cosas. Clonar a Zamora, por ejemplo, y asignarle un presupuesto. Clonar a Negro Primero y ponerlo al frente de una misión. O mejor: clonar a Bolívar junto con Manuelita y revivir esa tórrida historia de amor con guerra independentista al fondo. Claro,
Te confieso que en un momento dado tuve la certeza de que el país desaparecería de la faz de la tierra. Pensé que de un momento a otro sería abducido por invasores extraterrestres o absorbido por un conjunto de repúblicas de signo desconocido. Por suerte esa espeluznante idea paranoica ha dado paso a otras que podrían ser suscritas por Ray Bradbury, pero que por lo pronto no voy a referir, sobre todo porque muchos ya lo han hecho y bastante bien. Al margen de esto, lo que en realidad quería decirte, y con esto termino, es que ahora, hoy en día (no sé mañana) soy optimista. Creo que sacaremos la cabeza como aquel perro semihundido del cuadro de Goya. Creo que sobreviviremos a tanta prehistoria y a tanto desconcierto. Tengo fe en ello. No sé todavía de qué forma, pero sobreviviremos. No sé todavía porque tengo fe en ello.
Pero en fin. Dejemos esto hasta aquí y sigamos cultivando nuestro huerto. Salúdame a los amigos comunes y muchas gracias por escribirme. Si sabes de algún producto de última generación (o alguna planta milagrosa de los Andes) que combata eficazmente la jaqueca, por favor avísame. Quizás así no tarde tanto en responder tus cartas y evite fabricar justificaciones bochornosas.
Va un fuerte abrazo,
Gustavo
Ilustración: “Barrio”, Xul Solar